jueves, 10 de junio de 2010

El bombero Jorge Pábel Rodríguez presenta en Cada quien su boca de "Palabras Urgentes" (10 de mayo 2010)

Determinación

de Jorge Pábel Rodríguez García

(Certamen “Letras en Llamas”, 2009. Primer lugar)

Lucio se encontraba solo en el dormitorio. Pareciera que sus compañeros le habían dado privacidad para guardar sus recuerdos. Vació lentamente el contenido de su casillero en una maleta negra. Guardó su uniforme, sus botas y sus utensilios de aseo personal. Se sentó en su cama. “Ni pensar que dormí aquí durante los últimos diez años”. Tomó el equipo de incen­dios, que consta de un casco negro de careta transparente, pantalonera y coquetón negros con franjas amarillas y reflejante. Unas botas cortas para incendios y unos guantes grises de carnaza. Ya hacía más de treinta años que había portado por primera vez esta indumentaria y los quince kilos que conlleva. Ahora no sentía ese peso cada vez que vestía su equipo.

Baja hasta donde están las unidades de emergencia, que son dos camionetas Ford Lobo

Equipadas para enfrentar choques, fugas de gas, abejas, volcaduras, incendios forestales y lo que se les presente. Dos auto-tanques, listos para apagar fuego y un enorme camión de bombe­ros que podría intimidar fácilmente a un trans­former. Lucio estaba listo para su retiro después de treinta años de servicio a una ciudad que no dejaba de crecer. “Mañana acaba todo esto. Y pensar que mi esposa hará una comida por mi retiro. ¿Lo merezco? No lo sé. ¿Acaso impor­ta? ¿Cuántos compañeros no llegaron a esto? ¿Cuántos han muerto como héroes en un mar de fuego y lágrimas? ¿Cuántos no llegaron por una enfermedad? ¿Gajes del oficio?”

Acomoda el equipo para que se encuentre listo antes de cualquier servicio. Así comienza el último día de trabajo de un bombero.

El día estuvo relativamente tranquilo, hubo cinco servicios. Dos retiros de abejas. Un olor a gas que resultó ser un falso aviso. Un choque y una fuga de gas. Fue un día caluroso de un mes caluroso de uno de los más calurosos de los últimos cincuenta años. Lucio veía cómo el cielo se inundaba de un mar de nubes color naranja y rojo, llamado crepúsculo, esto menguaría el bo­chorno aunque fuera un poco. Seguía contem­plando la hipnótica puesta cuando el atronador sonido de la alarma causó que un cañón de adre­nalina se disparara en su interior. Por instinto salió corriendo al pasillo del dormitorio y se des­lizó por el tubo que conectaba el primer piso con el patio donde yacían las unidades. Un segundo después una veintena de bomberos aparecieron con la velocidad de un escuadrón ninja.

Un compañero sale de la cabina de radio y grita:

—¡Incendio de casa! ¡Colonia El Tanque, calle Dalia!

Una voz con autoridad le contesta:

—Sale el tanque y la bomba —indica el jefe de servicio, refiriéndose a los camiones de bom­beros, al tiempo que viste su traje de incendios con su elegante casco rojo carmín, como el co­lor de las unidades.

Medio minuto después salen, con toda la velocidad que les permiten las entrañas metáli­cas de los vehículos, dejando una estela de luz y sonido a causa de la torreta y la sirena.

Lucio volvió al dormitorio, no sin antes de­positar una mirada a su equipo de trabajo, sabía que aun le faltaba un último trago de fuego.

Mil ochocientos segundos después, la alar­ma volvió a lanzar chillidos que indicaban una nueva salida, pareciera que Lucio sufrió un dé­ja-vu, ya que igual que mil ochocientos cuaren­ta y cinco segundos antes, él y sus compañeros se habían desplegado por los tubos. Ahora el compañero de la cabina de radio gritaba:

—¡Incendio forestal! ¡Entre el tercer y se­gundo dinamo!

Lucio sintió cómo era atravesado por un relámpago de adrenalina: ¡Él saldría a ese in­cendio! Diez segundos después Lucio estaba enfundado en su equipo de incendios, la noche había alfombrado de oscuridad el horizonte y las calles. Corrió a la camioneta que lo llevaría al lugar del fuego. Al ver la camioneta estacionada frente a la pared con los faros encendidos, notó la luz que rebotaba a los lados de la pared blanca. Esos rayos dispersos le hicieron pensar que esa camioneta parecía un escarabajo rojo de alas de luz amarillas. Entró en los asientos traseros, ya se encontraba ahí Daniel, un bombero novato, mientras que adelante estaba Belmont, un bom­bero segundo y chofer al cual conocía de hacía más de veinte años; después subió Raquel, una bombero raso que llevaba la dirección anotada en una hoja. Antes de partir Raquel, tomó el radio y comunicó que esa unidad se dirigía al incendio. Comenzaron su periplo con los gritos de la sirena.

Después de librar una trepidante carrera contra el tiempo y el tráfico llegaron a la entra­da del parque de los Dinamos. Lucio ve cómo el paisaje es devorado por la oscuridad, a los lados la maleza se difumina por la velocidad. “Aquí vamos, es justo ver un poco de fuego el último día de trabajo”, piensa. A lo lejos un fulgor llamó su atención, habían llegado a su destino. Los cuatro descendieron del transpor­te y tomaron las herramientas necesarias para atacar el fuego que se alimentaba de la vege­tación del lugar. Cada uno portaba una pala y una mochila para incendios, hechas de lona y con capacidad para veinte litros, con mangue­ras manuales que lanzan disparos de agua has­ta una distancia de dos metros. Daniel, como todo buen novato, dice:

—¿Cómo vamos a actuar, jefes? —refirién­dose a Lucio y Belmont.

Éste, que iba al mando, por ser el chofer le responde:

—Tú y yo vamos a atacar por la orilla y ha­remos un camino de brechas con las palas, para que así no avance más el fuego. Lucio y Raquel van a ir por el centro para tratar de sofocarlo desde ahí, quien acabe primero le ayuda a los otros. ¡Vamos a chingarle, que para eso nos pa­gan!

Después de decir esto cada pareja tomó su respectivo rumbo; Raquel y Lucio se adentraron en la insípida lumbrada siguiendo el camino de árboles, arbustos y hojarascas reducidos a ce­nizas, era como caminar sobre un cenicero gi­gante. Después de algunos cientos de metros se encontraron de frente un fuego que se retorcía al viento. Raquel disparaba agua al tiempo que Lucio lanzaba tierra con la pala, de este modo fueron diezmando el fuego hasta que sólo que­daron unos pocos metros de fogata. Raquel es­taba por lanzar los últimos chorros de agua que darían muerte al incendio, cuando un vendaval se soltó a espaldas de ambos, proyectando el fuego a toda la flora cercana y dejándolos en un inmenso incendio circular; era como si un tornado de fuego los tuviera en su centro, todo el lugar se convirtió en una enorme hoguera. Lo que ocupaba la visión de Raquel y Lucio era un fuego que bramaba furioso porque esta­ba sediento de calcinarlos. Ambos dispararon lo más rápido y preciso posible con sus mochi­las de agua. El calor irradiado por las llamas era intenso y los hacía sudar copiosamente. El extenso humo llevaba poco a poco su vista a las tinieblas, les hacía moquear y sus ojos lagri­meaban. Notaron que sus mochilas no pudie­ron detener a su adversario y pasaron a las palas al tiempo que luchaban por no dejar escapar un tosido, o la situación se pondría mas difícil.

Después de casi diez minutos de echar pa­ladas notaron dos cosas: Una, no sofocaban el fuego y dos, éste seguía avanzando sin impor­tar su esfuerzo. Raquel comenzó a toser, aque­llo estaba complicándose cada vez más. Lucio se le acerca y le pregunta:

—¿Estás bien?

Entre tosidos, ella responde:

—Claro, si el que se retira eres tú.

Lucio sabía que mentía. Le contestó:

—Vamos a hacer esto, te voy a abrir unas brechas para que vayas a pedir apoyo, mientras yo lo contengo.

—Pero, Lucio…

—No hay tiempo para discutir. Además no te estoy preguntando, te estoy dando una or­den.

Raquel asiente y ponen en marcha el plan. Después de que ella parte, Lucio toma su pala y se abalanza a sofocar el incendio. “Espero hacer lo correcto y no morir como un héroe o como un idiota que se sintió el héroe… no sé qué es peor”, piensa.

El fuego y el humo parecían infinitos, al contrario de las fuerzas de Lucio. No podía se­guir luchando a ese ritmo, pero debía hacerlo, por que ya no se trataba de acabar el servicio, sino de salvar su vida. El hollín le había envuel­to el rostro, un tosido escapó de su boca, sintió cómo su garganta era recorrida por una ráfaga de fuego, había tragado hollín. A este tosido le siguieron otros tantos, cada uno más doloro­so que el anterior, ya que con eso tragaba más humo y hollín. Cayó de rodillas. “¡Carajo! Es­pero llegar a esa comida que tanto se ha esmera­ do en hacer mi esposa”, dijo para sí. Pocas veces Lucio había sentido que su vida peligraba de tal modo como ahora, pero no debía rendirse. Trató de incorporarse. No supo cuánto tardo en conseguirlo, tal vez fue enseguida o tal vez tardó veinte minutos, no estaba seguro, su sen­tido del tiempo estaba fuera de servicio. Volvió a intentar contener a su caluroso y humeante oponente, cuando una rama cayó, obligándolo a pegar un gran salto para no quedar atrapado debajo de ella. Este esfuerzo le provocó inha­lar aire de más y con esto, más dañino hollín. Una secuencia de tosidos le hizo doblarse, sen­tía como si un insecto extraterrestre le hubiese anidado dentro del pecho, sentía cómo devora­ba sus pulmones. Le faltaba el aire, el insecto clavó su aguijón en su corazón, la sangre no le circulaba correctamente y por ende su cerebro no estaba siendo bien oxigenado. Dejó de sentir el calor, el sudor, el cansancio, el dolor, ahora todo se había vuelto negro. Abrió los ojos, tenía que levantarse, su cerebro le daba la orden a su cuerpo. Negativo. Estaba tan agotado que no había la sincronización para ejecutarla “¡Carajo! ¿Por qué no puedo?”

El hollín ya había cubierto parte de su ca­bello. Lucio recordó cómo llamaba su esposa a las canas que van colonizando su cabeza: “ra­yitos de luna”. Esto le hizo recordar la promesa que tiene con su esposa, sintió una furia en su pecho, furia del enojo de saber que tal vez no cumpliría su palabra, pero que también lo llenaba de energía y desintegró al insecto que carcomía sus órganos. Esta furia nacía de la promesa que hizo a su esposa al ir al trabajo y la cual fue: “regresaré mañana”. Y mientras tu­viera vida la daría para cumplir lo que prome­tió. Intentó ponerse en pie, pero aún le faltaban fuerzas. “¡Vamos, viejo! ¡Descansarás todo lo que quieras cuando estés muerto! ¡Tienes una comida a la cual asistir mañana!” Se apoyó en la pala para sostenerse al incorporarse. “Yo no seré el bombero que murió en su ultimo día de trabajo, no me convertiré en una anécdota”. Tomó la manguera de la mochila y le exprimió los últimos disparos de agua, pero los lanzó a su boca. Los tragos que le arrancó a la mochila le dieron un poco más de fuerza, comenzó a echar paladas como le fue posible, cuando un sonido como de un animal del jurásico opa­có los bramidos del fuego. El suelo retumba­ba como una manada de búfalos huyendo de un alud. Se sintió aliviado. La caballería había llegado y pronto el camión de bomberos extin­guiría el fuego.

Un fulgor carmín cubría el horizonte, sabía que debía resistir un poco más. Esto era lo más difícil, ya que estaba al borde del colapso y la situación seguía siendo muy riesgosa. Bombeó agua de la mochila. Nada, estaba vacía. Ahora su supervivencia recaía en su voluntad para su­perar esta adversidad. Sus piernas le temblaban de cansancio, su cabeza resentía la presión del casco, su pecho le dolía como si se hubiera fu­mado un camión de cigarros Delicados y una creciente deshidratación lo tenía mareado. Ya no se trataba de luchar contra el fuego, se trata­ba de esperar. De aguantar el paso del tiempo, así como las rocas de los riscos marinos sopor­tan impávidas el choque de las olas. Debía so­portar el peso de cada segundo. Calculó que estarían con él en un minuto. “Debo aguan­tar sesenta segundos”. Comenzó a contar para no claudicar; uno, dos, tres, cuatro, cinco. Un nuevo insecto quería renacer en su pecho. “¡Tú puedes! ¡No te rindas, viejo!” Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Once... Recuperó lentamente la tranquilidad en su ritmo cardíaco. Doce. Tre­ce. Catorce. Quince…

A lo lejos escuchó cómo las mangueras destruían el fuego con sus ráfagas de agua. “¡Aguanta! ¡Hoy no te toca morir!” Dieciséis. Diecisiete. Dieciocho. Diecinueve. Veinte… Escuchó una segunda ráfaga, esto porque se­guramente habían conectado otra manguera. Todo acabaría pronto. Veintiuno. Veintidós. Veintitrés. Veinticuatro Veinticinco. Veintiséis.

Poco a poco el hollín fue expulsado del am­biente por el agua que oxigenaba todo el lugar. Dio un gran respiro que refrescó sus pulmones. Observó cómo el fuego moría ahogado por el agua, se sentía aliviado, pero a la vez con un sentimiento de melancolía, ya que ésta era la última vez que se enfrentaba al fuego. Habría lanzado una lágrima, pero estaba muy feliz de seguir vivo.

Después de un momento, un grupo de compañeros salió de la oscuridad que había de­jado el cadáver del fuego y lo encontraron. La primera cara que reconoció fue la de Belmont, que aunque se hace el duro estaba preocupado por él. Verificaron que se encontrara bien y le dieron a beber un suero que bebió de dos tra­gos, a causa de la deshidratación. Todo había salido bien. Después de verificar que el incen­dio había sido totalmente sofocado, era tiempo de partir. Mientras Lucio volvía a su estación, en el escarabajo rojo de alas de luces amarillas, pensaba: “mañana comeré dos trozos de carne y bailaré con mi esposa”.

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