lunes, 14 de agosto de 2017

Cristhian Chavero López presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (14 de Agosto 2017)



CRISTHIAN CHAVERO LÓPEZ



Sentir a los otros


La ciencia tiene avances que me explican hechos cotidianos que pa­recen magia, la escuela nos libra de supersticiones; los marxistas nos enseñaron que las religiones son el opio del pueblo, pero entre muchos mexicanos existe la noción de algo distinto, difícil de describir, que eriza los cabellos y nos regresa a un estado animal; que también nos llama a un retorno y reconocimiento profundo, sentimos la presencia de algo sobrenatural.

Más allá de las estructuras religiosas y construcciones cosmogónicas místicas, hay una noción de que algo más está ahí, que no podemos explicar. Las narraciones de cuentos de miedo entre los niños siguen siendo una práctica común. Las anécdotas escalofriantes se cuentan por gente que lo ha visto, escuchado, olido.

Hay muchos que de niños vieron “cosas”, hablaron con esas entidades, comprendieron ideas que hoy han olvidado, pero saben que hubo algo. Las tías y madrinas hablaban de que el infante traía luz, los poros abiertos, una manda, encomienda que debe desarrollarse para no vol­verse loco. Hay temporadas en que eso vuelve y se ven las calaveras con desencajadas mandíbulas en la oscuridad, niños amortajados en lugares imposibles; a veces escuchas tu nombre en medio de una mu­chedumbre que no te ve, que va ajena a tu historia y presencia, pero sabes que alguien te nombró y pide algo. Hay tantos mensajes que no podemos decodificar.



Me gusta pasar por fuera de construcciones abandonadas, que huelen a frío y soledad, que se oyen húmedas y descarapeladas; ahí, ocasio­nalmente se visualiza un lamento, se sienten miles de gritos, los edifi­cios gritan sobre vidas destruidas y seres atrapados.
Hay entes o sucesos que se cuelan por las rendijas de la consciencia, que nos susurran discursos inteligibles, que nos hacen más sensibles a ecos impregnados en los muros que se repiten intermitentemente.


Octubre Negro
El arte cambia la vida

En la historia de la humanidad la emancipación siempre ha sido bus­cada por los contestatarios. Unos de los más modernos son los rojos, los socialistas libertarios, demócratas y científicos. Y entre otros, su emblema ha sido una bandera roja, color de sangre. A los movimientos críticos y los revolucionarios de los países subdesarrollados, como por ejemplo los latinoamericanos, se les ha bañado en sangre, se les ha masacrado y casi extinguido. Los zurdos han sido perseguidos en todo el mundo, les llaman sediciosos, ultras, comunistas, izquierdistas, glo­balifóbicos, altermundistas, trasnochados, transgresores de la ley, todo empieza rojo y termina negro, principia en Eros y finaliza en Tánatos.

En 1968, tuvimos uno de varios regueros de sangre modernos, nuestro Tlatelolco, nuestros muertos, nuestro octubre que no se olvida, nos tiñó la memoria de muchos matices magenta y violeta, de púrpura y berme­llón, de escarlata y rojo. Comenzaron rojos y terminaron de negro, de luto, de duelo, de doloroso y riguroso negro. Pero no se acabaron, el relevo generacional llega punk, roto, anarquista y también termina de negro, vestido de revancha inacabada y de negro. Introspectiva, pro­fundamente negro como el lugar donde nacen los sueños.

Vivimos en un mundo perverso, donde la naturaleza ya no es la pri­mera condicionante para sobrevivir, sino la sociedad indolente que mira cómo se llevan a
los judíos, a los comunistas, a los negros, a los blancos, a los indios, a los rosas, los jóvenes, a los imperfectos; sin que alguien haga algo. Y la cúpula mira con recelo, observa temerosa de todos y placer de no ser de esos otros, angustiada por conservar frivolidades como la exclusividad, el falso reconocimiento, son tan su­perficiales y se sienten tan indispensables que anteponen sus intereses personales a los de la comunidad. Por eso merecen que ante ellos actuemos en rojo y les hablemos en negro.
La mitad del mundo es descendiente de un pueblo víctima del geno­cidio, desde los germanos y galos a manos de los romanos, hasta los americanos a causa de los europeos, los orientales por los occidenta­les, rurales por citadinos, autóctonos por neoliberales. En todas partes queda el sabor amargo del luto, el rencor por los agravios y la melan­colía de los deudos, el rojo sangre engendra negro muerte, ese negro muerte como el agujero de donde venimos, que pare vida y que termina en un hoyo para féretro, como las cenizas de la siembra pasada abonan el retoño de la siguiente, como la noche se transforma en día.

Ese rojo y ese negro son un círculo dialéctico, interminable, insonda­ble para los mortales, trágico para los sensibles, maravilloso para los contempladores. El negro es tenebroso, pero también sensual y triste, escéptico pero fantástico, visualmente confuso pero duramente elegan­te, ácidamente crítico pero espiritualmente reflexivo. 

Por eso creamos en negro, porque hay, hubo y siempre habrá mucho rojo, que engendrará negro, que parirá rojo, que inspirará negro, que se volverá rojo… el rojo inicia todo y después del final sólo hay negro.

Por eso nuestro octubre rojo, a través del arte, es negro.
  
Soledad
Las expectativas de socializar en un transporte público son mínimas en el mejor de los casos, lo mismo que en una fila para entrar al cine. El deseo de interactuar con otro en un primer día de clases o de trabajo puede fracasar cuando los individuos no son lo que se esperaba.
Por eso mucha gente se recluye dentro de sí misma, para no tener que enfrentar el desespero de no coincidir por lo menos con alguien; por eso se regresa a las viejas amistades, a la familia, al pasado; porque no se quiere estar solo.
Un páramo desolado lo es sólo si no sentimos así, todo gira alrededor de cómo interpretamos la presencia de otros y nuestra necesidad de que se encuentren cerca, pues en ocasiones no requerimos más que de uno mismo.


La intimidad nos es intrínsecamente necesaria, en mucho por causa de la cultura. Cagar o resolver los problemas de la vida es algo para lo que se requiere espacio, tiempo y estar a solas, para poder pensar, cavilar, escucharse a sí mismo.

Cuando se termina ese proceso llega el momento de compartir con ese otro, que puede ser cualquiera, pero casi siempre es la pareja, si no, con quien se sienta uno más cercano, cuando esto no es posible nos sentimos mal, nos aislamos aún más, se puede llegar a la locura.
La soledad suele pensarse de adentro hacia fuera, de “mi soledad con respecto a tu presencia”, es común que se responsabilice a otra persona por no sentirse acompañado, pero no estamos dispuestos a pensar en la sensación de ausencia en un individuo por nuestra causa. Si los individuos también piensan así, se crea un círculo vicioso de gran infelicidad, nos concebimos solos en buena medida porque abandonamos a los demás.

® Cristhian Chavero López


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