lunes, 17 de junio de 2013

Hernán Bravo Varela, presenta en "Cada quien su Boca" de Palabras Urgentes (17 de Junio 2013)




HERNÁN BRAVO VARELA
Haz click para escuchar la entrevista completa:
http://www.codigoradio.cultura.df.gob.mx/index.php/palabras-urgentes/13720-hernan-bravo-varela

PRIMER BLOQUE
(Sol en un cuarto vacío, 1963)



En el último cuadro de Edward Hopper
hay un cuarto vacío.

Las paredes se encuentran bañadas por un sol
invisible que asoma desde una
ventana que sugiere el borroso follaje
de un árbol más borroso todavía.

Las paredes comparten
una esquina de sombra.

                                  En ese cuadro,
las personas no tardan en venir. Están
por arrojar los sobres de la correspondencia
bajo la puerta, están
por tintinear las llaves
en un bolsillo, están
por hacer la mudanza
o clausurar la casa para siempre.

De un momento a otro.

Pero nada se oye, ni las ramas
del árbol que golpea los cristales
de la ventana, el viento
que agita aquellas ramas.

                   Lo inminente
es una conjetura
de lo que pasa ahora, sin nosotros:
los que, parados fuera o dentro de la casa,
dudamos un momento en entrar o salir
nuevamente, por si olvidamos algo
en un lugar que no se nos olvida.

Estamos con las llaves
en la mano, mirando hacia el vacío. Estamos
inmóviles, de pie, frente a la puerta
que volveremos
a abrir para cerrar
poco después.

                    De un momento a otro.


*


Si miramos al frente en un cuarto vacío,
podríamos estar en ningún lado.

Por eso no podemos ver el sol
directamente en Hopper.
Por eso proyectamos una sombra
que no podremos ver
a menos que se baje la mirada.

Como la esquina de las dos paredes
en ese último cuadro,
que cuelga en una esquina del museo
con luz tenue.

                     El guardia está detrás
de la mampara, inmóvil,
sentado, y una gorra le cubre la cabeza.
Las llaves cuelgan de su cinturón
y apenas tintinean al contacto
con el muslo.

El guardia está detrás
de algo, pero no se sabe qué.
(Una gorra le cubre la cabeza.)

Tal vez detrás de abrir y de cerrar la sala
de martes a domingo.

Mientras tanto, no sabe
sino esperar, qué mira la gente en ese cuadro
sobre un cuarto vacío.

                                  Como Hopper.
Cuando le preguntaron qué buscaba
con ese cuadro, dijo: “Me estoy buscando a mí”.

Salimos del museo.
La luz nos encandila por algunos segundos
y, a mitad de camino, se nos olvida dónde
pegaba el sol en ese último cuadro,
si el árbol era un árbol o un arbusto.

Estamos por llegar a casa.

De un momento
a otro.


Galería Nacional de Arte, 13 de enero de 2008
Washington, D. C.

  




Juglar con fuego


El estadounidense Dana Gioia escribió en una parte de su polémico ensayo “¿Importa la poesía?” (1991):

…un poeta “famoso” significa hoy alguien famoso sólo para otros poetas. Pero hay suficientes de ellos como para que esa fama local sea muy significativa. No hace mucho “sólo los poetas leen poesía” era una aseveración crítica perniciosa. En esta época resulta una probada estrategia de mercadotecnia.

Si cada vez se lee menos poesía, la razón está en lo que Gioia señala. Hoy, un poeta de renombre podrá contar con un público cautivo pero subatómico, ése que Juan Ramón Jiménez llamaba, con seguridad y candidez, “la inmensa minoría”: padres, amigos, amantes y aprendices de poetas; algún narrador despistado; “pocos pero doctos” colegas juntos; funcionarios que asisten a presentaciones o lecturas por ser sus obligados anfitriones. Ahora bien: si la producción poética “goza de cabal salud” en nuestro país, según suele afirmarse, ¿por qué se la lee tan poco? ¿Por qué cada nuevo libro de poemas genera la expectación de un horóscopo personalizado, incluso entre colegas? ¿Y por qué, en el peor escenario imaginable, los poetas no seguimos una estricta dieta caníbal, una feroz política de autoconsumo?
         Por apáticos. Si la poesía goza de un papel privilegiado en la historia de la cultura, ¿para qué replantear sus medios habituales de difusión? ¿Para qué aturdirla con estrategias de mercado e imagen propias de la industria de la moda y el espectáculo? En otras palabras, para qué buscar trabajos de medio tiempo si podemos vivir holgadamente de la renta de los clásicos; para qué lucir incrédulos si podemos celebrar la misma sesión espiritista y fingir, ante un público aburrido pero supersticioso, una “conversación con los difuntos” —y que, en el fondo, no es más que un monólogo de zombis. Tras una canónica lectura de poemas (mesa con mantel verde sobre un podio, jarras y vasos de agua, micrófonos con pedestales, sonido viciado, luz cenital de almacén), el esfuerzo de materializar el fantasma de la poesía, de traerlo al más acá, se ve recompensado con una docena de aplausos amaestrados. Una postal de circo y ocultismo que vendemos a los mismos incautos de siempre.
Por mezquinos. ¿Qué poeta tiene el suficiente ocio —o, incluso, la estratégica generosidad— como para leer y hasta recomendar el trabajo de los colegas? Que cada quien se rasque con sus propias uñas. El problema está en que los poetas las tenemos demasiado cortas, incluso para nosotros mismos. Lo nuestro es la concepción autista de poemas; lo demás es asunto de editores, distribuidores, lectores y críticos, y constituye una metafísica digna de contadores públicos.
Por miedosos. La poesía no puede competir con otras artes. Los poetas criticamos el entusiasmo del público por las artes visuales y envidiamos su estatus de patrimonio tangible; lamentamos que la demorada cristalización de la poesía no atraiga la popularidad del arte contemporáneo y su rentable negocio de ocurrencias. La poesía, sencillamente, no puede competir y está en desventaja. De ahí su rencorosa humildad, su baja autoestima disfrazada de orgullo, sus intrigas góticas y sus misterios —oscuros y pendejos— de investigador chino. Miedo al ridículo, al fracaso y al error en los que ya caímos sin darnos cuenta. Miedo a que nuestros poemas, como las canciones o las películas, puedan entretener y conmover al mismo tiempo, sin delirios de posteridad. Miedo a que no sepamos cómo hacerlo. Miedo a saber hacerlo profesionalmente y perdamos de vista el objetivo principal de nuestro oficio: no la fama, sino la lucidez. “¡Oh inteligencia, soledad en llamas!”, según cierto Secretario de Relaciones Exteriores.
Y, finalmente, por sublimes. (O cursis, entendido lo cursi como lo sublime fallido.) Si los poetas somos “¡Torres de Dios!” y “¡Pararrayos celestes!”, ¿para qué bajarnos al nivel del respetable, cada vez más ateo y vulgar? ¡“El respetable”! ¡Vaya lugar común!






(Hay lo que hay)

A María Lebedev


No haber amor es un amor también.

Un amor a estar solo.

Le pertenece a alguien que lo siente
por nadie.

                Pertenece
a una clase de amor que nadie toma.

Es una clase por correspondencia.

También salir con alguien es entrar
al amor que sentimos
por quien venga a tomarlo.

Si saliéramos a tomar el sol,
lo tomaríamos de quien viniera.

Nos correspondería.

















(Cada quien lo suyo)



A la orilla del lago, los solteros
podrían contar pacientemente estrellas,
pero enseguida se distraen.

                                         Ahora,
tumbados sobre el césped, los solteros
lanzan piedras al lago y hunden dos
o tres estrellas antes de que el agua
vuelva a adquirir la misma faz de antes.
               
Hacia las ocho, el muelle se ilumina;
prenden una fogata. Los solteros
fuman y brindan, comen y se tumban
a la orilla del lago. Las luciérnagas
se reúnen, se encienden, se dispersan.


Lake Anna, Virginia, 24 de mayo de 2008



(Veinticinco centavos, por el amor de Dios)

A Juan García de Oteyza


Mi padre muerto vino el otro día.
Me dejó dos cobijas y una almohada
y se volvió a morir como solía.

Estaba oscuro, pero todavía
puedo verme temblando en su mirada.
Mi padre muerto vino el otro día.

Ni cuento de terror ni brujería:
mi padre apareció como si nada
y se volvió a morir como solía.

Con todo y que murió de neumonía,
lo vi muy tarde, ya de madrugada.
Mi padre muerto vino el otro día.

Apenas me duró su compañía
lo que tarda en hacerse una redada
y se volvió a morir como solía.

En su ausencia, llegó la policía
y dejé las cobijas y la almohada.
Mi padre muerto vino el otro día
y se volvió a morir como solía.



2829 16th. St., N. W.
Washington, D. C.


 ®Hernán Bravo Varela




No hay comentarios:

Publicar un comentario