jueves, 15 de noviembre de 2012

Xelhá Sánchez presenta en Cada quien su boca de Palabras Urgentes



XELHÁ SÁNCHEZ


SONETO AL METRO

En la línea muta en calor el frío

deslizando en camino cien oficios.

Pasajero entre la calma y el desquicio,

aire fresco y más espacio ya ansío.

Caudal de gente arremete con brío

y ya librado es todo un armisticio.

Es de otros sus entrañas un hospicio,

foro andante de músicos el trío.

En Camarones a prisa deserto

mientras otros cumbia o salsa comprarán.

¡Ya no la hice hasta Barranca del Muerto!

Para La Paz dos transbordes faltarán.

Mientras a Allende el camino es revuelto

Otros cuatro conducen a Pantitlán.


METROPÍA (FRAGMENTOS)

Los habitantes de la Ciudad de México, descendientes directos de la imperial civilización azteca, cedieron finalmente ante la transculturación, para imitar el vulgar estilo de vida que el imperialismo anunciaba certero. No había maldad en el modernismo manifiesto en cada calle o avenida, sino en el claro rechazo de los nuevos habitantes de la antigua Gran Tenochtitlan hacia su pasado.
No había más balance en la nueva sarta de generaciones que, en lugar de conjuntar lo mejor de ambas culturas, como era debido y esperado, olvidaron lo mejor y eligieron lo peor de la invasora. Y así, hasta nuestros días, los deformados herederos mexicas condujeron sus hábitos con un excéntrico proceder seudoeuropeo.
Llega el quinto sol de la semana, un jueves por la mañana, en cuyos diarios vespertinos se leerá el encabezado “¡SE LLEVÓ TODO!”, para referirse a la serie de vientos provenientes del oriente que, desde el alba y hasta poco antes del mediodía, azotaran la ciudad.
Un día común en la vida de la capital de México: los peseros hasta el tope desde el paradero mismo; sus conductores que prueban saber pisar más fuerte el acelerador; caos vial en Insurgentes y en Reforma; taxis con marcadores voluntariamente descompuestos; peatones imposibilitados a transitar por unas calles pavimentadas con exclusividad a los automovilistas.



Un día común en la vida del Metro: necios viajeros que fuerzan las puertas del tranvía que apenas se detiene ante ellos; de pie el señor de edad muy avanzada y la mujer encinta, mientras observan con atención a una joven enchinar sus pestañas, en su asiento, frente a ellos. Todo aquello con la naturalidad de una ley paulatinamente establecida en la “evolución” metropolitana hacia una ciudad más habitable.

Línea dos, Tasqueña-Cuatro Caminos.
Un matrimonio de curiosos turistas noruegos observan, desde sus asientos, los comercios pasar fuera del Metro. Entran al túnel… San Antonio Abad, Pino Suárez, Zócalo… En Allende, un joven con rastas y bolsa de estambre sube, y una niña toma la mano de su madre embarazada al atravesar las puertas del mismo vagón.

Línea uno. Zaragoza, Gómez Farías, Boulevard Puerto Aéreo, Balbuena, Moctezuma, San Lázaro…
“Sí, mire, se va a llevar, para esos apagones, imprevistos y emergencias, la lámparita; sólo diez pesos le vale, diez pesos le cuesta.” Las jóvenes, en silencio, irritadas: su sentido del olfato experimenta nuevos humores; otra, más allá, absorta en las vías debajo de ella, a través del vidrio; el obrero cuenta una vez más las estaciones que faltan para su transborde en Salto del Agua.
De pronto, un rechinar a sus pies y chispas en las vías; ni un espacio para una mano más en los tubos… alto total y oscuridad repentina. “Hijo de la…” “¡Muévase!” “¡Estúpido!” Poco después, sobre el alma de todos se cernió una incomodidad inexplicable. El silencio ascendía como reflejo del vacío de esas almas que, a cada momento, en lugar de impacientarse, se posaban en sus jaulas a la expectativa.
Y también, con cada segundo que pasaba, esa expectativa se concretaba en sus rostros: ¿era que sus conciencias Y, desde el fondo de la oscuridad, los “cuatro millones de pasajeros” vislumbraron aquella estela -¿o era fuego?- verde azul brillante pasar velozmente sobre las vías libres.

Línea dos. Hidalgo.
En penumbras, la noruega recostó en el suelo a su marido, quien murmuraba palabras indistinguibles al aire. La madre, al otro lado del vagón, inhalaba y exhalaba aire de manera intermitente. Una de sus manos no dejaba de aferrarse a los pequeños dedos de la niña, mientras apoyaba la otra sobre su panza. Murmullos, respiros y sollozos era todo lo que se escuchaba en la quietud y oscuridad del vagón.
El joven, se acercó a la otra mujer, en un intento de comunicarse con ella; no obstante, ella rechazó su ayuda y continuó hincada ante su esposo, al tiempo que dejaba ir más lágrimas por él.
Sí, el doctor había dicho que él ya no estaba en condiciones para viajar: cualquier situación, por menos peligrosa que pudiera parecer, podría causar en él otro infarto y, sin su doctor de cabecera cerca, tendría menos posibilidades de sobrevivirlo. Pero él había insistido; sabía que en cualquier momento podría ocurrir y no quería morir sin haber conocido más que el Viejo Mundo. Y, sin razón aparente, su elección había sido México. Ella, por su parte, entendía y quería que disfrutara sus últimos días, aun si ello tuviera que implicar todo esto.



Línea dos.
La noruega había lanzado algunos rezos al aire y, a pesar de haberse calmado, no podía conciliar el sueño. Los otros tres dormitaban, cuando aquel sonido agudo retumbó en las paredes del vagón: NONETZONCUILIZ TLAMIZ INTLA HUALLAPANTLAZAH IN INELHUAYO IN TLACAH.
Tan pronto la voz habló sobre sus cabezas, la madre, su hija y el joven despertaron turbados; miraron en todas direcciones, a pesar de saber que entre aquella oscuridad no hallarían la causa de la voz, cuyo idioma definitivamente no era español ni cualquier otro que pudieran identificaran. Y al pensar en las similitudes de lo que ocurría en ese momento y los ataques que otros países habían padecido antes, no les extrañó cuando por sus cabezas atravesó la idea de que esto claramente se trataba de un ataque terrorista.
Línea uno. Pantitlán-Observatorio.
El obrero guiaba el camino; la joven, a unos metros detrás de él, examinaba su camino con la lamparita en mano; y las hermanas, muy rezagadas, con sus brazos entrelazados, de mal humor e incrédulas de que ellas mismas siguieran a aquellos dos.
 Después de pasar por las estaciones Candelaria, Merced y llegar hasta Pino Suárez, el obrero subió al pasillo, se acomodó en la pared y cerró sus ojos. La joven se detuvo y lo observó desde las vías. Poco después, las hermanas llegaron con gritos y expresiones de impaciencia.
“¿Cuál es la diferencia entre este lugar y en el que estábamos?” preguntó la menor con molestia en su voz. El obrero abrió los ojos al escucharla y volvieron a encontrarse con los de la joven por algunos momentos.
“Transbordaremos.” informó ella, después de interpretar la mirada de aquél.


Mientras subían por las escaleras, a sus oídos llegó el rumor de los cientos de personas que visitaban o mercaban en la Plaza de la Constitución; el tamborileo de los danzantes de música prehispánica; el motor y los pitidos de los autos; el toque de las campanas de la Catedral Metropolitana. Una vez con ambos pies sobre pleno Zócalo, ante los ojos de todos, se desplegaron también las imágenes y los olores del paisaje cotidiano de un jueves cualquiera al mediodía en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Un momento después, las hermanas se alejaron del grupo sin decir palabra y, posiblemente, sin rumbo fijo; la mujer embarazada tomó de la mano a su hija y se abrió paso hacia el templo de Dios; y el joven con rastas observó desde lejos a los otros tres acercarse al obrero, tenderle sus manos e intercambiar algunas palabras.
Al quedar solo, el obrero observó su alrededor. Sintió la extraña sensación de que todo aquello había sido sólo un sueño. Miró la entrada de la estación Zócalo detrás de él: la gente salía de ella y entraba como si, efectivamente, nada hubiera ocurrido. Volvió a pasar su mirada en torno de él: nadie le resultó conocido y, en cambio, conocía a detalle todo el panorama.
De pronto, le volvió aquella sensación de angustia y temor. Miró el reloj en su muñeca derecha y sus ojos saltaron al percatarse de la hora. Caminó hacia la entrada de la estación, para perderse entre el gentío que en ella se aglutinaba. En su cabeza ya formulaba una excusa suficientemente verosímil que le librara la pena de ser un desempleado más esa misma tarde.


®Xelhá Sánchez

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