lunes, 28 de mayo de 2018

Tania Castillo presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (28 de Mayo 2018)



TANIA CASTILLO


¡Clack!

El peor enemigo público es el que interpreta los hechos de otros, sintiéndose con el derecho de crear suposiciones que luego se vuelven postulados. Generalmente, el fisgón es el que nunca se atreve a experimentar. ¡Ay míseros de todos ellos!..

Se le perdona la muerte al romántico Acuña por culminar su verso con un “Adiós” y después darse un tiro. Sin embargo, se juzga sin piedad a los que en su más temida soledad extinguen su llama con otro igual haciendo el acto de comunión más primitivo y necesario para la humanidad.
     Al día siguiente, el noticiario matutino anunció que habían encontrado a dos suicidas en el baño de la biblioteca. Lo bueno fue que la alarma pública solo duró una semana. Esas noticias pierden importancia frente a la alza o la baja del dólar, una cara bonita o las tonteras que dice un presidente de otro. El amor y la desolación son temas tan irrelevantes que se resuelven con el Tinder o en el Facebook y lo que ocurre en las bibliotecas es tan aburrido que nadie se imaginaría lo que ahí ocurrió…  
      Morir fue lo mejor que pudo suceder,  porque no hubiera resistido recordar esa noche entre dramaturgos y poetas malditos,  bajo el éxtasis del Eleusis, la asfixia del Tártaro, el ahogo del infierno, la clandestinidad del Inframundo, el orgasmo en el Edén, el descanso del paraíso y la envidia de toda la humanidad .

Solo ese encuentro le agradecí a la vida, y si en otra oportunidad tuviera que elegir mi propia muerte; lo volvería a hacer casi igual. Solo que de ser posible preferiría conocer el nombre de mi desolado poeta para inmortalizarlo en mi último suspiro para después morir apretada con el calor de sus propias manos y no acariciada por una agujeta.





Asfixiando Soledades

He visto que lo más valioso de mi cartera es mi carné de biblioteca” 
Laura Bush


Salí del pueblo con algunas fracturas en el corazón para encontrarme en una ciudad con decepciones peores. Todos los días saliendo del trabajo me iba a orar a la biblioteca confiándole a los libros mis penas, mi soledad y además… para descansar un rato entre lectores, estudiantes y extraños que me hacían sentir acompañada, integrada… viva.
     En el silencio podía escuchar claramente mis pensamientos y muchas veces si me concentraba también podía hacer sinfonías con el susurro de mis sueños. En algunas lecturas me sentía como Madame Bovary y en otras ocasiones me espantaba con el crujir de la madera del suelo después de leer algún cuento de Edgar Allan Poe. Coleccionaba personajes para hacerme compañía. 
      Envidiaba a aquellos estudiantes por tener la posibilidad de aprender. Mi universidad había sido la vida ya que mi madre nunca me quiso mandar a la escuela y solo sabía leer y cocinar. Mi madre decía que los sabios eran personas incomprendidas y por eso hablaban puras locuras y que por eso, ella no quería a una hija loca. Abandoné el pueblo y jamás regresé… Bueno, además que el día que me pidieron en matrimonio mi mamá me negó argumentando que era la más fea de sus hijas y  la más chica. Ella creía que me había parido para cuidarla y no para alguien más.

En fin, desde que llegué a la ciudad me había empleado como ayudante de cocina porque era lo único que sabía hacer. Sin embargo,  me sentía asfixiada, aburrida, vieja. Solo en la biblioteca me sentía diferente, libre, bella y por eso me hice devota de aquel lugar; entre los pasillos y los anaqueles ya que había encontrado el templo que me daba el aliento para soportar lo cotidiano. 
      Algún autor escribió que el amor asfixiaba y ahora sé que es cierto. Estábamos destinados a conocernos en la puerta de esa biblioteca.  Me había maquillado de melancolía jurándome que disfrutaría el último tomo de la poesía de García Lorca con dignidad, antes de mirarme con reproches en el espejo contemplando a la mujer de cuarenta años con ganas de creerse jovencita, pero con las mismas ganas de La Casada Infiel… Él me sonrió y yo lo ignoré. No era apuesto, pero tampoco era feo. No era un chiquillo, ni tampoco un viejo. Era alto y su cabello negro ya dibujaba sus primeras canas. Se veía triste. 
     Él nuevamente me miró entre las mesas de la sala.  Lo que más me gustó fue que insistiera lanzando miradas penetrantes en una época en dónde el galanteo es tan rápido y “moderno” como la sopa instantánea; media caliente y muy difícil de digerir. Bueno, tampoco diré que rogó muchísimo porque solo fueron tres miraditas  y con la sonrisita me di por bien servida. 
     Después de dos silencios incómodos, un rondín por el pasillo de la sala de consulta y un tropezón con el carro de los libros de préstamo;  él ya estaba tan cerca de mí que lo sentía. Sin decir nada, sonreí y me levanté para dejar solemnemente los versos de Lorca y con un suspiro quise unirme al poeta dándole gracias a la Virgen por esas miradillas traviesas que no se recibían con frecuencia. En un movimiento súbito me tomó de la mano arrinconándome en el fondo del pasillo.  Lo tomé de la mano y con una mirada le señalé las cámaras de seguridad. A él no le importó. Las palabras sobran cuando hay dos desconocidos que ya saben lo que quieren. 
  


 TERCER BLOQUE

Nos metimos en el baño de hombres de la biblioteca.  Encontramos una señal amarilla de mantenimiento que colocamos en la entrada. Luego, él atoró la puerta con una botella de agua aplastada contra el marco y el piso. Me pareció extraño que con un viejo truco y una señal fuera suficiente para que nadie abriera la puerta.
    Nuestros cuerpos se rozaban desesperados, con esa necesidad desenfrenada que tiene la piel por ser tentada después de mucho tiempo, y que no distingue  si es por un santo o por un extraño. “La piel es piel” y el único aullido que reconoce es el de la emergencia. Nos habíamos convertido en llamas que podían hacer arder todas las enciclopedias, las revistas, los libros y mapas de aquel lugar. 
     Era muy tarde cuando apagaron las luces. La biblioteca había cerrado. Era increíble que nadie se hubiera dado cuenta de que dos personas estuvieran ahí. Tal vez la suerte nos había favorecido o, a lo mejor, la idea ignorante de que en las bibliotecas nunca pasa nada, fue lo que favoreció la situación. Sin embargo, para nosotros que teníamos toda la noche para explorarnos, leernos, analizarnos, digitarnos, ensayarnos, comernos, repetirnos, explotarnos, teníamos la energía para continuar con esa búsqueda desesperada que uno encuentra en la lectura de la piel ajena.
    Después de la séptima vez, él sugirió que: “subiéramos el encuentro a otro nivel”… (Yo me imaginé hacer el amor sobre el migitorio ya que era lo único elevado que se podía tentar en esa oscuridad, pero, no.)  Él propuso con un lírico susurro  que nos quitáramos las agujetas y las uniéramos hasta formar una sola cuerda para después armar  un ocho y colocarnos la mitad del infinito en cada uno de nuestros cuellos. 
      Yo había leído El necronomicón, y ese tema de la eternidad y el simbolismo del número infinito, lo tenía muy fresco, muy reciente. Entonces,  Lo hicimos. 
     El nudo deslizado pasaba de jadeo en jadeo, de caricia en caricia hasta llegar al grito. El éxtasis nos hacía ahorcarnos simultáneamente. Era el juego de la asfixia: tirábamos y soltábamos al ritmo de los cuerpos. Tirábamos y soltábamos, otra y otra vez. Pasábamos del allegretto grazioso hasta descansar en el majestuoso lento casi ahogándose.  El placer de otra persona  a la merced de tu propia asfixia.  Ahí supe que era cierto que algunos placeres consisten en el dolor ajeno y también que cuando uno sufre, el otro disfruta.

La agujeta se encarnaba poco a poco en mi cuello pero tampoco quería quitármela. Era el dolor más dulce, excitante y soportable que me había causado un desconocido ya que ninguno de mis amantes de cabecera me había dado más que lástima y los soportaba por conformista y por... fea. ¡Sí, por fea!, porque no hay peor sentencia que la que dicta tu madre y yo toda la vida me sentí así: “la chica y la fea”.
     La vida se cerraba con ese ocho mágico hecho por  agujetas cuando recordaba las tristezas y las coincidencias mi existir; mi madre quería que yo la alimentara hasta el final de sus días y yo en cambio alimenté a miles de desconocidos huyendo de mi destino. Había buscado el amor en tantos lugares para recuperar el que me había negado en la juventud y ahora la juventud se iba dejándome sola. ¡Cuánta razón tenía ese Sófocles cantando que “Nadie puede huir de su propio destino”! y yo estaba ahí con el destino en el cuello como Yocasta.
    Los suspiros  se mezclaban entre los gemidos ahogados de dos que le hacían culto a su propia nostalgia a través de un acorde inestable, de una cadencia rota para esa juventud que se pasa dejando las cosas para después… 
     Fue la noche en la que todos mis poros recitaron la lírica de las musas. Él me estremeció con su llanto cuando confesó que estaba abandonado y fastidiado. Parecía que el destino había unido a dos desafortunados en el mismo lugar. Lo curioso es que ninguno hizo planes. Parecía que además de la cuerda en el cuello, lo siguiente que nos unía era la satisfacción de encontrar a otro desdichado y así consolarse con la igualdad.
     Antes del último suspiro, él lloró. Sus lágrimas se confundían con sudor y sin saber; comprendía que era un alma triste como yo. Me lo decían el peso y la desesperación de su cuerpo que a cada descanso no tomaba fuerza sino que dejaba que la vida suspirara por él. Yo también lloré, me vine y suspiré.

 ®Tania Castillo.  

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