lunes, 6 de enero de 2014

José N. Méndez presenta en "Cada Quien su Boca" de Palabras Urgentes. (6/01/14)


JOSÉ N.MÉNDEZ
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EL QUETZAL ROJO

Quetzal rojo
o ave que pare un millar de voces
de hombres de maíz, estallando a fuego armamentista;
en nuestra plegaria matinal
más allá del pan,
anhelamos liberarnos
de la metralla de cada día.

Rojo,
quetzal rojo;
en tu plumaje pernoctan
cadenciosamente
los ecos del perpetuo
y oxidado grito.

Rojo,
quetzal rojo;
nos vendaron los ojos y no supimos
si fueron aquellos que juraron protegernos
o los que se declararon enemigos,
nos callaron a punta de pistola,
nos rompieron los tobillos,
nos dieron descargas eléctricas en los genitales,
nos violaron,
una vez tras otra
y
cuando volvió a ocurrir
prometieron que sería la última vez
y nos mintieron,
nos golpearon tanto,
tantas veces
y con tal fuerza,
que un día;
la costumbre
nos dijo al oído
que ya dejó de dolernos
y le creímos.

Rojo,
quetzal rojo;
rojo sangre del valiente,
rojo sangre del cobarde,
rojo sangre del que dispara,
rojo sangre del que nunca supo qué o quién lo mató,
rojo sangre de la madre,
rojo sangre del padre,
rojo sangre del hijo,
rojo sangre de todos
los convertidos en una oveja
que gracias a irresponsables ganaderos,
 quedó a merced del lobo.

Rojo,
quetzal rojo;
rojo amargo,
rojo que fue reemplazando al negro
como símbolo de luto,
rojo desde el mismo rojo
y que de tanta muerte
se hincharon sus ojos de tal manera
que ya no le quedaron lágrimas
y se ha cansado de ser rojo
y a una estrella fugaz
le ha pedido ser rosa
o al menos violeta.

Rojo, quetzal rojo;
te juro que creí que navegábamos
en la misma dirección;
hemos olvidado quienes somos
y hacia donde íbamos.


Rojo, quetzal rojo;
duérmete ya;
si es que no nos interpusimos
en la congelada sinfonía de la pistola;
mañana será otro día
en el que nuestros barquitos de papel
llenos
de hombrecillos camuflados
con tinta negra poesía;
saldrán del puerto de la mano derecha
y con la única intención
de golpearle la bragadura
a los demonios de la violencia.

Rojo, quetzal rojo;
no es nada personal,
es sólo que en el ojo de una tormenta
a la que probablemente
le falten estallidos;
nos dimos cuenta
lo hastiados que estamos del rojo.



EL APOCALIPSIS DEL NAVEGANTE

I

Del viento con la ropa de lana sucia
en el cuerpo de sus corderos;
descubrí que el ojo izquierdo
de la tempestad en la que eternamente viven las sirenas;
era una puerta
cuyo rechinido
imitando a las eternas lamentaciones
de quienes lo han perdido todo,
indicaban su apertura.

II

Vi a Caribdis;
oscilando
las perpetuamente oscuras aguas,
en un infantil abismo
que tiembla de miedo
mientras el monstruo, solitario;
permanece a la espera
de ese Ulises
que suspendido en el encanto de Circe,
en el deseo de Calipso
o en las inacabables charlas con Eolo;
para malestar de quien todo lo devora;
ha vivido
eternamente retrasado.

II

Vi un Adonis
de traje blanco
producto del brutal impacto de las refracciones
que en la luz duermen
como damas de cuento a la espera de un beso;
sostenía un caracol
que al dejar libre
el hipocampo del aliento en su interior;
indiscretamente
repetía
una vez tras otra
ciertas cosas que sospechábamos;
como que a las nereidas no les gustan
esos pretendientes malos perdedores
que dejan caer montañas encima de otro;
con un lenguaje tal
que la pequeña Galatea (dicen)
hizo llorar a Polifemo.

III

Vi una mujer fraguada en cristal melancólico
que a la tierra se inclina para besarla al unísono con su millón de hermanas;
todas ellas educadas en la misma legión
instituida por mis ancestros;
con sus labios rozan los pies de Gea
suavemente, para que estos no sufran
una voraz ofensiva
de la sal con la que se han pintado los labios
y rápidamente retornen al cielo
para volver a descender las veces que sean necesarias
mientras el espíritu de Dios se encuentre triste.

IV

Vi a un Dédalo que
en silencio
y como única moneda
de un mendigo;
a las húmedas entrañas azules
les ha extirpado
un trozo de esperanza
que le permita reunirse
nuevamente con Ícaro;
mientras las masacres del Minotauro
o las rabietas de Minos;
son gacelas pastando en el Hades.

V


Y tras un golpe de aquella puerta,
mismo que se esconde en el travieso tritón
que te moja el rostro;
escuché
un emocionante blues
coreado por nueve ángeles;
la normalidad,
infanta berrinchuda sin su dosis mortífera de azúcar,
me abofeteó al ritmo cansino
de un timón expulsando  a la embarcación de su trayectoria.

Después…

Todo fue niebla.




El abrazo reconfortante

A la mano que sostiene
la batuta mortuoria;
dedos vacilantes que
en un movimiento
pueden iniciar el estallido;
sinfonía del ángel viajando al abismo.

Al rostro al que
alertan,
hieren,
someten
y en el sendero
que va de la cueva del dragón con traje sastre
hacia el cubículo;
se torna
en arena de playa
que el viento deforma con un soplo.

Al pequeño fruto
en el árbol de la vida;
que en el desayuno
tiene un plato lleno de ofensas.

A la madre,
a la hija;
residente y exilada
de los sitios al que los seres de luz
temen volver
por aquellas que se convirtieron
en aperitivo para la injusticia
y tristes efigies
del silencio.

A los que no necesitan
de la lógica del hombre
para saber que quienes creyeron sus amigos;
al contemplar el signo de la muerte
escrito en las pupilas,
les han abandonado.

A los que arrojaron botellas
con flores de tinta negra poema
hacia la garganta de Poseidón
y ahora mismo
continúan en el puerto,
esperando una respuesta.



A aquellos
cuyo fruto vital;
por posesión de un fantasma
que huele a realidad,
se les ha ido pudriendo.

A los que elevan su voz,
a los que se quedaron sin ella
y a los que no la tienen.

A quienes pudieran haberse escapado
de un sitio en la historia
o en los recuerdos.

®José N. Méndez

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