lunes, 28 de octubre de 2013

Arturo Texcahua presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (28 de octubre 2013)



ARTURO TEXCAHUA


DESPUÉS DEL ECLIPSE

Postergando cualquier otro asunto para llegar a las partes más altas del valle, cruzamos una ciudad impresionada por el acontecimiento que vendría del cielo. El suceso había sido un pretexto más para estar juntos y olvidar la oficina y el empleo de las quincenas amparados por otra mentira.
Al final del preámbulo que las estrellas habían dado a nuestra amistad, lo esperamos emocionados y complacidos como estudiantes adolescentes de pinta. Nos acomodamos en la misma piedra, satisfechos del alegre contagio de nuestras miradas insistentes y nuestras sonrisas espontáneas.
Como estaba previsto, vimos cómo la luna cubrió al sol por entero y la oscuridad llegó por unos minutos a la mitad del día.
En medio de esa pequeña noche, busqué su mano y la apreté. La complació el gesto, y como respuesta me dio un beso con sabor a menta y promesas. Fue una sorpresa para mí porque era el primero y todavía no lo esperaba.
Después seguimos a los astros, a pesar de algunas nubes.
–Es maravilloso –dije sin quitar la vista del eclipse.
–Sí –aprovechó la palabra para acercar su cuerpo.
Fue entonces que lo hizo. Abrió un poco su boca como alentada por ese tiempo extraordinario que no tenía palabras ni en el día ni en la noche, tomó aire oprimiéndome con la fuerza de una idea que repentinamente se había apropiado de todas las expectativas inmediatas y me dijo no viéndome, igual que una dueña, sin temor a encontrarme en ese impreciso momento de lúbricas percepciones.
–Quiero estar contigo.
Primero me entristecí, sentí que algo se deslizó por un boquete de mi cabeza. Eso me dio pena, una profunda pero breve pena. Siguió lo evidente: ya sin preámbulos, aligerado del cortejo y las sutilezas, sin la ansiedad de la incertidumbre, hice a un lado el episodio celeste, y me complací de mi futuro sacando una sonrisa, también de lo posible.



DE LOS SUEÑOS

De una boca salió un bostezo largo y abierto que denunció el mal y se escurrió por los ojos de los asistentes en un rápido contagio. Como se sabe, después nada pudo interrumpir la repetición de este acto. Del sueño mortal que siguió sólo escaparon los indolentes, que ni esto pudo conmoverlos, y quienes, acostumbrados a huir de todo, intuyeron el peligro y se alejaron de la reunión, a pesar de que los sueños impedían la visibilidad y enrarecían el ambiente.


Nunca pudo soñar nada, ni despierto ni dormido. Es cierto que se manifestaban indicios de que algún sueño pudiera atravesar su vida, pero ejercía su autoridad con tan admirable aplicación, que incluso cuando él dormía, también dormían los sueños.


Era incapaz de soñar, el insomnio lo disminuía y le quitaba fuerzas. Lo irónico era que encontraba sueños por todas partes. Lo perseguían en el metro, lo acompañaban en el trabajo, lo sorprendían en la clase de inglés o lo amagaban en la biblioteca. Aun en el parque o viendo televisión había sueños que lo acorralaban. Cuando iba a la cama, sospechaba que, como él, se ponían la pijama y se acomodaban a su lado, listos para no dejarlo dormir.


Perdió la cuenta de los borregos, y disgustado y movido por esa obsesión enfermiza que siempre lo dominaba, ahuyentó el sueño que casi lo poseía, y de nuevo inició el conteo.


Enterado de los descuentos, se dirigió a la tienda para conseguir sueños a mitad de precio. Lidió con otros la oportunidad de hallar un sueño que además de gustarle, fuera de su talla. Lamentablemente todos buscaban lo mismo. Por eso, cuando al fin vio un sueño brillante, placentero y lleno de promesas, comprendió que se alejara de su alcance, arrebatado, unas décimas de segundo antes, por un comprador más resuelto.


Estoy disgustado con mi pasado, ha sido dominado por sueños holgazanes y sin futuro, que no se comprometen con nada. ¿Qué no hay un sueño formal que se case conmigo?


Cuando mudó de vida perdió aquel sueño que había sostenido su matrimonio con pincitas. Ya ves, ¿para qué te divorciaste?


“Reparo sueños”, promesa de un psicoanalista en los anuncios clasificados.


Déjame confesarte que el otro día encontré un sueño debajo de la cama. Ya ni me acordaba de él. Simplemente lo había olvidado. Era un valioso sueño que de inmediato acomodé entre la codicia y la pasión, donde siempre pudiera verlo, porque tiene forma de esperanza.

Fue un asesino implacable de sueños. No conforme con matar los suyos, cuando tuvo oportunidad se ocupó de otros causando una terrible desolación en el futuro del pueblo. Incluso el día de su ejecución pudo matar algunos sueños: no mostró arrepentimiento frente al sacerdote que esperaba salvar su alma y sonrió displicente ante el verdugo que confiaba verlo derrumbarse, como la mayoría, suplicando inútilmente un perdón de última hora.

Era un sueño huérfano, evidentemente sin madre ni padre. Nadie sabía su procedencia. Unos se inclinaban por la generación espontánea. Otros hallaban sólida la conjetura de que un viento del norte lo había traído de un bosque maldito. Los menos, tal vez con mayor certeza, vieron su origen en oscuras investigaciones realizadas subrepticiamente. Lo cierto es que desde que llegó, aquel sueño desmoronó la ancestral solidez de todos, nada quedó en pie. El sueño huérfano fue demoledor como toda nueva, original y perspicaz ocurrencia.

Se divertía con los sueños como si fueran globos llenos de agua, igual que juguetes para distraer el tiempo serio, del mismo modo que una invención fantástica rompe el tedio de una tarde. Reía de sus dimensiones caprichosas, se burlaba de su materia transparente, anulaba sus significados formales. Por eso, cuando quiso refugiarse entre sus paredes, no pudo encontrar albergue porque habían adquirido la plenitud de la materia.




COBIJADO POR EL SUELO

Parece el final, pero aún espero que ocurra algo.
El teléfono está en la mesa, con la agenda y los números de las urgencias, los anteojos, la cartera, algunos plátanos, dos saleros, varias servilletas, cinco libros, tres cajas con medicinas, las cartas de mi hermana, el diario de hoy y otros de fechas pasadas, una nota de amor, un bolillo duro, cuatro vasos sucios, medio refresco de un litro, un cuchillo, un plato, un tenedor y dos cucharas. Inalcanzables objetos para satisfacer necesidades.
Percibo el burbujear de la bomba en la pecera, el motor del refrigerador, el escándalo televisivo y el ronroneo dulce del gato cerca de mi oído. Minúsculas porciones de la calle y de la ciudad rebasan las ventanas. Una mosca me ronda con un zumbido maleante.
Mis párpados gritan sueño y temo escucharlos.
Veo las patas de la silla, las telarañas polvorientas del techo y parte del sofá con ojos de párvulo.
El libro que leía está cerca de mi mano.
La caricia áspera del minino en mi mejilla y su mirada entornada no alejan las punzadas agudas en mi pecho y el frío del piso.
Mis débiles piernas y los brazos también inútiles no pueden contra el lastre de grasa de cien kilos que me anclan al suelo.
Pero no estoy solo, me acompañan vividores  –irónica ayuda, inútil compañía– como el gato, el pez y los insectos que comen todo lo que encuentran.
El dolor me ha domeñado una y otra vez, trato de ahuyentar lo soezmente; pero sirve más inventar mentiras para olvidarlo y soñar que lo remontaré a tiempo, aunque parezca improbable: en el programa de visitas nadie viene hoy. Pero quizá uno de mis entenados –de los dos que pueden entrar porque tienen llave de mi departamento– abra la puerta y modifique el desenlace. Muerta su madre, sus visitas se han vuelto irregulares; paso muchos días sin verlos; para los desagradecidos ya no existo.
La mosca zumbadora es atrapada por el felino, es mi héroe con su hocico feroz y sus garras depredadoras.
La televisión sigue diciendo frases incomprensibles que no descifro disminuido de mis capacidades.
He permanecido aquí un periodo corto pero muy intenso. Si pudiera levantarme...
Lo peor es la esperanza; uno la tiene siempre, parece ser que hasta el último segundo, incluso yo que declaraba, con mis ochenta años y medio y putrefacto, mil veces lo retrasado de esta cita.
Pero ha llegado, inexorable, necesaria, dolorosa. Está aquí, ahora lo entiendo, se acomoda a mi lado con su gélido silencio, me abruma como el dolor que regresa y me oprime igual que una tonelada de años y décadas.
El sueño, este sueño que me envuelve y me cobija maternalmente, es una fuerza inexorable que me encamina, a pesar de mis inútiles objeciones, por un borroso sendero de atroces miedos.


®Arturo Texcahua

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