jueves, 20 de diciembre de 2012

Jorge Fernández Granados presenta en Cada quien su boca de Palabras Urgentes (20 de diciembre 2012)





I. Alondras que mueren

deslumbradas

El cazador sabe el truco para apresar a las alondras:

cubre una pequeña esfera con espejos y la sostiene

de la rama más alta de un árbol. Cuando la luz la toca

la esfera es una flor de agujas luminosas y somete

la borrosa voluntad, el fuego sutil de las alondras.

Entonces el cazador hace un hábil uso de las redes

Su fina pasión por la luz quiere que mueran

deslumbradas.



Tu breve chispa de eternidad tiene apetito de

sombras.

Escala la fuerza un torbellino entre cálidas cinturas.

Acorta el encuentro de epitafios insensatos. Remoja

el jade limpio de tus ojos. Anochece las hechuras

que el fuego labró en los decisivos escombros de tu

boca.

Sobre el sudario del instante el amor vuelca sus

espumas.

Mañana el fulgor de otra tibieza será la bienvenida.

Mañana otra ciudad de viento moverá nuestras

cenizas.


Un esplendor oscuro bajo el deleite de profanarte

esta noche de cristales de algún fulgor desamparado

sobre la súbita espesura de tu más profunda carne.

La inocencia es el licor que, sorbo a sorbo, embruja

las manos

sin otro ultraje que el más profano silencio de

estrecharte.

Una misma pasión de hervorosos tigres de luz y

mármol

cazando en el fino fermento de la luna una oración

que nos da, grávidos de muerte, su pureza más atroz.




II. Montsalvat

Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,

la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.

Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla

contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.

La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el

alcázar

y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,

junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro

regreso,

rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el

encuentro.



No es la tumba otra nieve que la blanquísima de los   templos

donde el cruzado atormentó la esclavitud de su corona

y el dolor descifró una vez la oposición de los espejos.

Es el trovador el que sangra de las muertes la amorosa

de su ermitaño laúd junto al tribunal del forastero.

No hay canción para el amor de provenzales, ni su   derrota

sobre el campo de batalla igualará el mármol de sus  almas.
Gobernarán la frente, luz de tus anillos, Montsalvat.


¿Existieron las batallas bajo este polvo que se pierde,

donde la tierra es el filamento que respira la furia?

Veo tus pies marcados por el alba de un fuego que me

advierte

la edad terrible del amor que en otros ojos me

conjuga.

Háblame de las armas que se apagaron bajo la nieve,

del número celeste de los perdidos bajo las cúpulas.

Celebra junto a mí el tamaño final de tu desastre.

Amarga en esta boca el diálogo fecundo de tu

sangre.

¿Recuerdas el invierno que esperabas por su luz

austera?

Amarras aquel súbito recuerdo al pasto de las piras

y tu vértigo es un rastro de conquistas, bronce y

estelas

húmedas en el vino meditabundo de tus pupilas.

interiores

Un lóbrego segundo estalla en el resumen de la

piedra.

Las cúspides son secretas, humillado lo que se olvida.

Morir besando la neblina. Nieve apenas. Blancos

atrios,

doce llamas detenidas en el corazón de los años.



III. Sentencia de venablos

Fue sembrada la luz entre los reinos tórridos del alma,

bajo la osamenta desollada del árbol en invierno,

donde la mazada del trueno en el oído no descansa

y un brazo de espuma desentraña bajeles, en el leño

atormentado por el hambre ágil del fuego que se

engarza

sobre un ejército de noches ante el barro de los

muertos.

Sembrada en el pensamiento vegetal que heleniza al

sauce

con la fruición del agua ante el sol numérico del

estanque.


Como un reloj que en busca del tiempo lo quema en

su camino,

el Arquero marcha sobre el polvo delgado de su viaje.

El arte de seguir alude a la inocencia del sentido.

Arrinconado en el clamor de otra floresta, entre el

estanque

y la selva moza de estaciones, un jilguero ha caído:

círculos y sombras mueve mi mano sobre el agua.

Sabe

mi ley beber el reflejo que salta fugaz en las redes.

Sabe mi corazón cantar lo irremplazable, lo más breve.



La encrucijada minuciosa no sospecha al cazador

en el trayecto de las huellas convidadas de contornos.

El amuleto de su máscara que estalla en el arzón

también lleva el perfume coral de los bosques en

responso

y guarda los calibres de su espera, rastros del calor

acodado en la lid de la jauría y en la prez del potro.

Una parvada de ballestas se encamina por estrechos

parajes de limones gayos entre el pecho del invierno.

  
La aurora da santuarios de aloaria en inflamables  cimbras

que el nitro de los cirros encarama a la rosa del cielo.

El corno inaugural desboca a los galgos por la  campiña.

Sus mordiscos en la riada de ladridos cargan de aliento

la prodigiosa perturbación de las faunas en huida.


El galope recuña brillos en los flancos, da de lleno

su disparo a la montura del relente.

La presa vive

aunque la ringlera de sangre deja su mosto en las  vides.

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