jueves, 8 de julio de 2010

Armando Valdovinos presenta en Cada quien su boca de Palabras Urgentes (8 de julio 2010)



No soy dueño de mi vida

de Armando Valdovinos García, 3er lugar Certamen Letras en Llamas

No podía imaginarme la realidad. En un lu­gar cerrado como un cuarto, una nave o una bodega, en tan sólo veinte o treinta minutos, la temperatura interior alcanza más de ocho­cientos grados centígrados. Considerando que un pastel se cocina a trescientos cincuenta gra­dos, es una temperatura de verdad infernal y asfixiante. Pero eso no es todo, el humo es tan denso que una buena lámpara de halógeno no ilumina a más de medio metro. El rugir del fuego se escucha como el bramido de una gran bestia que amenaza con devorar y destruir todo a su paso. No se pueden ver las llamas, sólo, a muy corta distancia, el humo rojo. El bombero tiene que localizar lo que se llama el foco del incendio para poder atacarlo, pero lo hace sin verlo, guiándose sólo por el oído, por un sonido pequeño que emite el incendio llamado crepi­tación, éste es el sonido del material combusti­ble, como la madera que truena suave cuando la brasa empieza a fraccionarse hasta convertirse en ceniza.

Macario, mi primo, se muestra más impre­sionado e interesado en saber cuál es la vida de un bombero cuando le cuento que los pulmo­nes se queman por dentro, respirando el aire tan caliente y el humo tan denso. Qué manera de describir algo tan sencillo y tan real como es la muerte, que en otras circunstancias no nos pasa por la mente valorarla y entenderla.

—¿Cuantos años llevas, Pancho, haciendo este trabajo? —, me pregunta Macario.

—Ya son diecinueve.

—¿Y qué experiencias has tenido?

—Pues son muchas y de todo un poco —le digo a Macario y le cuento de otro primo mío que es sacerdote. Resulta que cuando él era se­minarista dio una platica o algo así, personifi­cando a un obispo. Llevaba puesto un añillo en su dedo anular derecho, el mismo que lle­van puesto los obispos, y a cada cosa que de­cía, haciendo alusión a las respetabilidades de un obispo, agarraba su mano y repetía: “¡Ay, cuánto me aprieta este anillo!” Él se refería al compromiso que aquel anillo le daba en su mi­nisterio.

—Sabes primo —le digo a Macario—, yo siempre repito: “¡Ay!, cuánto me aprieta este uni­forme que lleva impreso el nombre de heroico, por todos aquellos hermanos míos que perdieron la vida en el cumplimiento de su deber, salvando vidas de personas que nunca conocieron, cam­biando su vida por la de alguien más, alguien de quien nunca supieron ni el nombre”.

Sobre mis hombros pesa ese sello de heroico y es un peso muy agobiante. Aunque el equipa­miento personal pesa entre veintiuno y veinti­dós kilos, ése no es el problema, sino el peso de la responsabilidad. Puedes observar cómo los ciudadanos dan un suspiro de alivio cuando llegamos. Se sienten salvados y seguros. Para ellos no importa si el bombero que llega tiene diez años o un mes de servicio, para ellos to­dos somos profesionales y experimentados. No puedes fallarles. Confían en ti. Piensan que un bombero puede bailar hula-hula en medio del fuego con el equipo que porta. Aunque esto, claro, no sea así.

Los bomberos somos hombres y mujeres de carne y hueso, tenemos familia y no estamos locos ni tampoco drogados. No queremos bur­lar a la muerte en cada servicio. Sólo le pedimos al creador que nos permita regresar a casa para abrazar a los nuestros y decirles que por ellos y para ellos trabajamos.

En Estados Unidos los bomberos no arries­gan tanto la vida, intencionalmente, porque casi todas las casas y negocios están asegura­dos, pero no así en México. Somos conscientes de que aquí una casa habitación tiene detrás toda una vida de trabajo y esfuerzo por parte de sus dueños, es todo su patrimonio. Por esa razón nos la jugamos.

—¿Qué ha sido lo más difícil que has vivi­do? —, me pregunta Macario.

Lo más difícil, me respondo, es sin duda enfrentar a los familiares de las víctimas. Espe­cialmente a las madres, frente a sus hijos muer­tos, cuando tienes que juntar y unir pedazos de humanidad, pedazos del rostro y sostenerlos unidos para que sus familiares intenten reconocerlos, para que el forense tome una fotografía de archivo. En lo personal, me impactan los niños cuando, hechos pedazos, los recogemos en los accidentes automovilísticos, por exceso de alcohol y velocidad de los adultos. Algunas veces los niños quedan sin huesos, los tomas de sus ropas y parecen bolsas de agua. En esos mo­mentos siento mucha rabia contra los adultos.

El drama de rescatar en las aguas negras de los canales a bebés de tan sólo días de nacidos, que son lanzados al canal vivos y dentro de una bolsa de plástico. Es terrible ver a esos seres in­defensos, tan pequeños y vulnerables.

Tampoco he olvidado el horror de una ex­plosión de cohetes en Xochimilco, en las fiestas del Niñopa. Una mujer que cocinaba se elevó por los aires unos cien metros y cayó en for­ma de lluvia en la colonia. En bolsas y cubetas recogimos heces humanas en los techos de las casas. En el follaje de los árboles había jirones de sus piernas enredados. En la calle me en­frenté a unos perros callejeros para quitarles unas vértebras de la columna. Los perros esta­ban todos con el pelaje erizado y muy bravos. Me dio la impresión de que los perros traían el diablo adentro, lucían espantosos con el pelaje así y los grandes dientes se asomaban al aire. Se rehusaban a dejarme los pedazos de la mujer, amenazando con atacarme en jauría. Segura­mente su actitud era también por la explosión que los asustó. Pero la fiesta continuó como si nada pasara. Al día siguiente, cuando llegué a casa, prendí el televisor y justo entonces un re­portero de Televisa señalaba en la pantalla el pedazo que le quité a los perros mientras decía: “a los pobres seres humanos se nos dotó de cin­co sentidos, sólo para no entender nada.”

Cuando estás rescatando los cadáveres, las personas, especialmente familiares, se te van encima, te empujan, te maldicen, te golpean, te corren, pero todo hay que entenderlo y no perder el control. Ellos ya lo perdieron, no son conscientes de lo que hacen en esos momen­tos.

Nos enseñan en el curso básico de capaci­tación que el bombero no debe llorar ante el drama, sino que debe ser el soporte emocional de las personas. Yo sigo siendo de carne y hueso y nunca se alcanza la suficiente costumbre ante el drama humano. Los llantos y alaridos de los familiares son desgarradores, aunados al dan­tesco espectáculo que ofrece un cuerpo colgado por el cuello, al que debemos levantar, desatar y entregarlo a sus deudos.

—Pancho, ¿y no te da miedo tu trabajo y los muertitos? —, pregunta Macario.

—Cuando pierda el miedo en mi trabajo, será el final de mi vida —le digo—. El miedo te obliga a tomar todas las precauciones posibles, sin menoscabo de la emergencia. Los muertitos a menudo se me pegan. No me dejan dormir.

—¿Qué haces al respecto? —, dice Macario.

—Una oración por su descanso. Le ofrez­co una veladora a alguien a quien no conocí, alguien de quien ni siquiera supe el nombre al que respondía. Algunas veces la presencia de esos muertos no me abandona hasta que mando celebrar una misa en su memoria. La tragedia humana, Macario, siempre se vive, mientras es­peramos a la carroza fúnebre. Mirando los ca­dáveres, ellos, en completo silencio, te cuentan parte de su historia, el drama de su vida y el de su muerte.

No puedo olvidar aquel día de guardia: como a las 14:00 horas nos reportaron un in­cendio de casa habitación en Tulyehualco, Tlá­huac. Cuando llegamos, un cuarto del primer nivel estaba envuelto en llamas. Subimos con nuestras mangueras y sofocamos el incendio. Los vecinos decían que probablemente un niño estaba adentro y efectivamente, encontramos un cuerpecito calcinado, adherido a un col­chón quemado. La casa era un total desorden. Yo entré en un cuarto contiguo, en busca de una sábana para envolver el cadáver y encontré una montaña de cobijas y sábanas. Todo aquel amasijo de tela despedía un olor nauseabundo y picante, a orines secos otros más frescos. Me di cuenta cómo transcurría la vida de aquella criatura en ese lugar. Después, los vecinos nos contaron que el niño tenía como nueve años, que padecía síndrome de Down, que sus pies estaban encogidos por una embolia, que sus padres nunca lo sacaban a la calle, que siem­pre lo dejaban solo en casa, incluso amarrado de la cama. Confirmé mis primeras sospechas: el niño vivía batido en su propia inmundicia, solo y amarrado. Algunos comentaban que tal vez sus padres lo habían quemado. La policía judicial se quedó esperando el arribo de los pa­dres para presentarlos al Ministerio Público a declarar, pero eso no me tocaba a mí juzgarlo, ni presenciarlo. Bajamos las escaleras un com­pañero y yo, cargando el pequeño cadáver cal­cinado que me relataba silenciosamente, con su aspecto sereno, el calvario que fue su vida y lo horrible de su muerte, mientras gruesas lá­grimas lavaban lo negro de mis mejillas por el hollín y el humo. Para él ya había terminado todo, para mí apenas comenzaba. Todavía pido a Dios por su merecido descanso.

—Fue por todo eso, Macario, que hace unos años me pegó muy fuerte la impotencia, el do­lor y la vergüenza de no poder llegar a tiempo para salvar la vida a las personas. Pensé muy en serio renunciar y causar baja. Me sentía inútil. Sentía que denigraba aquel glorioso uniforme azul. Medité por un tiempo y decidí que eso era lo mejor, que yo no tenía nada que hacer en esa corporación. Entonces, justo antes decidirme por el retiro, me cayó el veinte: “pero si yo no soy dueño ni de mi vida”, me dije. “Mucho menos de la vida de los demás. Sólo el Creador es dueño y cuando Él llama, nadie se puede re­sistir. Él decide cuando nos da la oportunidad de saborear la miel del triunfo sobre la muerte; o la hiel, cuando nada se puede hacer.”

Hoy sigo llevando a cuestas esa triste reali­dad y pidiendo que cada jornada sea mi gran día para servir, retando a la Muerte y a mi pro­pia muerte. Que Dios cuide a todos los que tra­bajamos en constante peligro hasta que llegue el día que Él corte nuestro camino.

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