lunes, 9 de octubre de 2017

Walter Jay presenta en "cada quien su boca" de Palabras Urgentes (9 de Octubre 2017)



(Fragmentos)

Correr

Al tercer bolsazo sintió cómo le tronaba el cráneo y en su lugar quedaba una consistencia blanda. Tulio cayó y Julia empezó a correr, con las manos aferradas a su bolsa de mano que guarda­ba un marro como único medio de defensa. Aprovechó el mo­mento de incredulidad que pasmó a los guardias para tomar ventaja. Ellos la vieron salir como alma que lleva el diablo y por instinto intentaron cerrarle el paso, pero titubearon porque ja­más se hubieran imaginado que Julia se atrevería a hacer una pendejada así y porque ella nunca pensó en detenerse. Cuando reaccionaron, ya cruzaba la avenida.
Un grito de furia salió de la habitación y varios guardias corrieron tras ella como perros con ganas de desquite. Su pri­mera reacción fue intentar tumbarla de un balazo, hubo varios disparos que no atinaron, pero a Julia le inyectaron un shot de adrenalina que la hizo dar vuelta en la primera esquina en tres zancadas. Y con la vuelta regresó la esperanza de sobrevivir.
Buscaba con ansias una puerta abierta, un lugar para es­conderse, pero nada ni nadie llegaba a rescatarla, ninguna po­sibilidad aparecía ante sus ojos sobreabiertos. El ruido de los tacones era seco, pesado. Julia maldijo el momento en que de­cidió ponerse botas de agujeta hasta la pantorrilla. Pero seguía corriendo y el urgente toc toc de las zancadas la transportó a su primera vez, porque el corazón le latía idéntico, como si hu­biera querido reventarle el pecho.
En aquella ocasión fue de rodillas. Tulio la tomó con fuer­za de la cintura y le dio un empellón tan brusco que le desgarró el esfínter. Julia aguantó el dolor y el llanto porque el miedo era su mejor mordaza y su corazón ya lo drenaba a chorros. En el vaivén, brusco también, Julia imaginaba la mueca de placer detrás de ella, disfrutando de la puta satisfacción que sienten los que siempre se salen con la suya. Seguro era la misma que ahora sentían esos cabrones que venían tras ella. Una punzada en el pecho la llenó de frustración por no poder enfrentarlos.
Los perseguidores ya habían dado vuelta en la esquina y le daban alcance con rapidez. Julia ya escuchaba sus pisadas e im­properios. Los oía organizarse por radio. No tardan en cerrar­me el paso con un auto por delante, pensó. Y seguía corriendo sin entender por qué se aferraba al imposible de salvarse. Sabía de sobra que no se detendrían hasta alcanzarla, torturarla, ase­sinarla, hacerla pedazos y echársela a los perros.
El toc toc se hacía más lento, más pesado, levantar las pier­nas era una tarea cada vez más difícil. El cuerpo la traicionaba. Las zancadas tras ella eran cada vez más claras, más nítidas. Por lo menos eran cinco los que la perseguían, dedujo. ¿Por qué no disparan? Ya me tienen demasiado cerca, no fallarían..., se preguntaba Julia.
Pero la muerte no llegaba y, en cambio, venían a su mente imágenes como relámpagos que iluminaban aquellos muchos encuentros que fueron destrozando su esfínter y su miedo, porque el dolor cesó y la mueca burlona que imaginaba detrás de ella, poco a poco, mutó en amorosa. ¡Pendeja!, se dijo como reproche por todas las veces que necesitó el recuerdo de esos momentos para tocarse a solas. Quizá por eso acababa de matar a Tulio (eso esperaba), para cobrarse esa pinche sonrisa burlona que la había atado a días negros, y para castigarse a sí misma por mutarla.
— Vivir huyendo cansa mucho, Julia. No te arriesgues.
Las palabras de su amiga cuando la vio guardando el ma­rro en su bolsa atravesaron su memoria, con otro peso, de otra forma. Por fin las entendía. Demasiado tarde. Sin embargo, la calle elegida le devolvió la esperanza cuando el metro apareció ante sus ojos. Deseó la suerte de entrar en el momento preciso en que el vagón cerrara su puerta, y ganar ventaja. Aceleró el paso lo más que pudo. Estaba a unos cuantos metros pero sus pies ya eran de plomo. Las pantorrillas se inflamaban y bus­caban con violencia una salida por entre la red que hacían las agujetas. Julia sintió que le reventarían, pero siguió corriendo, sin que nada ni nadie llegara a redimirla de un destino al que la habían amarrado por la mala.
— Te voy a matar, perra.
No se trataba de otro recuerdo, eran las voces de furia de quienes ya casi le daban alcance. Quizá rendirse también era una forma de ganar. Desamarrarse y olvidarlo todo con la muerte. De cualquier manera nadie detendría lo que estaba por venir. ¿Por qué no disparan de una vez? Maldita sea. Mo­rir violentamente era de sus peores pesadillas y estaba a punto de alcanzarla. Uno de sus tacones se quebró. Julia trastabilló, como trastabillaba su propia voluntad. Soltó la bolsa que se­gundos antes apretaba con fuerza. ¿Había llegado el momento de rendirse? Julia apostaba a que sí.
— ¿Para qué quieres leer, mija? La literatura se volvió abu­rrida, la muerte dejó de ser un tema que intrigue, que lleve al límite a un personaje. En este mundo matar ya es como cagar, ¿qué historias pueden salir de eso?
— Ya me lo dijo tres veces.
— Pos parece que no lo hubiera escuchado nunca, mija. Mejor cierre ese libro y póngase a trabajar. Ya verá que se abu­rre menos y le dura más la vida.
Estaba harta, cansada de todo, pero la escena que logró co­larse entre el cansancio y la falta de equilibrio le impidió sol­tarse a sí misma. Eran las palabras de Tulio cuando la encontró leyendo. El recuerdo le inyectó otro shot de adrenalina y, una vez más, se llenó del coraje suficiente para enfrentarse al riesgo de estar viva.
No claudicó hasta que el guardia de seguridad apareció ante su vista, parado en la entrada de la estación. Logró llegar a él cuando las manos de los perros que la perseguían le rozaban el vestido.
Julia se llenó de esperanza cuando tomó de los brazos al policía. Le rogó protección. Pero él no reaccionó. Menos aún cuando se vio rodeado por los seis hombres que asediaban a Julia. Eran muchos para él solo y tenía muchas ganas de llegar esa noche a su casa, lo esperaban su mujer y su hija. No mo­vió un músculo. Se quedó mudo a pesar del ridículo que hacía frente a la boletera y una pareja de estudiantes que observaban atónitos la escena detrás de un muro de contención. Cuando Julia notó la decisión del policía ya no opuso re­sistencia. La sujetaron, jadeante y sudando frío. En cuestión de segundos apareció un auto frente a la estación y la subieron entre dos. No hubo más shots de adrenalina.




Las gatitas

— Le llegó la hora de conseguirse sus gatitas.
— No sé cómo.
Tulio amaba a los depredadores. Pensaba que para ellos la tragedia era cosa de cualquier día. Que buscaban su superviven­cia sin remordimientos, quitando la vida del otro cuando era necesario. Podía pasar horas en el jardín de su casa observándo­los. Admiraba la técnica de las serpientes, las arañas, los felinos y hasta les compraba conejos a sus perros para observar la ca­cería. No se iba de ahí hasta que no quedaba nada de las presas.
Su atención siempre estaba puesta en la mirada del depre­dador. En sus reacciones. En su decisión incuestionable de en­frentarse al tú o yo. A Tulio le gustaba eternizar ese momento. Una emoción que un ser normal apenas podía soportar en un casino de cuando en cuando.
— Administrando el miedo, pero ya que estén en la jaula. Órale. Búsquese una y contrátela. Dígale que trabajo mucho tiempo fuera por negocios y que usté se queda solo porque yo acabo de enviudar. Que la quiere contratar de tiempo comple­to. Ofrézcale un buen sueldo. Y que todo se vea sincero, mijo. Le tiene que creer o se le escapa.
Hernán bajó de la camioneta e hizo su búsqueda. Torpe al principio. Su padre lo observaba a través de la ventanilla. Lo vio dudar. Estuvo a punto de abordar a una mujer casi rubia que no dejaba de mirarlo. Su timidez le hacía voltear hacia ella porque sentía la mitad del camino ganado si la elegía. Su padre no estaba para juegos. Pero siguió buscando porque las rubias no lo llenaban, no le hormigueaba el estómago al verlas. Hasta que encontró a Julia. Una chiquilla morena, de cabello oscuro y mirada profunda, también oscura.
De lejos se notaba que apenas rozaba los catorce o quin­ce años. Alcanzaba también a notársele la miseria. Pero más que el blanco fácil de la pobreza, algo lo atrajo en esa mirada sin fondo. La abordó enseguida. Tulio conocía bien a su hijo y apretó el puño de rabia.
Julia sentía en el cuerpo la angustia de saber que sólo le quedaban dos pesos. En la mirada que atrapó a Hernán había mucha incertidumbre, pero él era demasiado joven para ad­vertirlo, y ella demasiado desconfiada para confesarlo. Quizá por eso dudó en aceptar la oferta de Hernán. Parecía casi de su misma edad. Sin embargo, la propia ingenuidad con que el joven le ofreció el empleo empezaba a convencerla.
Y es que la personalidad de Hernán ayudaba en la versión creada por Julia. Era un joven muy delgado que a leguas se no­taba solitario e invitaba más a protegerlo que a sentir rechazo. Ella no sabía muy bien cómo definirlo; quizá, si hubiera podi­do, lo habría descrito como un ser asustado y falto de cariño. Era de esperarse, acaba de perder a su madre, reflexionó Julia, y aceptó.
Hernán subió con Julia a la camioneta y la llevaron a casa.



  Diego y Julia

Si Diego llegó a enamorarse alguna vez lo hizo en secreto y buscando salir de ese estado lo más pronto posible. La gente se recupera de las pérdidas secretas de diversas formas. Él pre­fería la catarsis disfrazada. El alcohol, la música y más mujeres solían ser el remedio más efectivo.
Así había empezado su historia con Julia. Una semana de noches locas con clientes poderosos en que ella había sido el regalo en reconocimiento a su eficiencia. Diego había sido un excelente estratega toda su vida, un verdadero experto en segu­ridad personal. Ninguno de sus clientes había perdido la vida mientras los protegía su empresa. Mató muchas veces a tiem­po. Supo negociar rápido y también huir sin despertar sospe­chas. El peligro le había dado temple para todo.
Se concentraba tanto en salvar la vida de otros que se olvi­daba de la suya. Quizá por eso estaba solo. Pasaba de los sesenta. Con el paso de los años fue adaptando su rutina a los cambios en su organismo. A su hablar pausado. Había comprendido al fin que si decía las cosas más despacio podía pensarlas más. Se había convertido en un hombre que podía ayunar sin sufrimiento hasta encontrar lo que deseaba y sólo tomaba las porciones que podía digerir.
— ¿Por qué no lo denuncias?, le preguntó Diego una no­che a Julia.
Julia descubría fibras de su cuerpo que sólo Diego sabía despertar. Generaba en ella un tren de imágenes que le mostra­ban una vida diferente. El olvido de su historia era una tregua a la angustia perpetua en la que estaba hundida. Empezaba a hacerse fuerte sin que ella misma lo advirtiera.
— ¿A quién?
— A Tulio.
Eran dos seres que habían encontrado alivio estando jun­tos. Los lazos de sus respectivas vidas, sus motivos y circuns­tancias, los habían llevado a ese lugar y no a otro: Julia sobre Diego. Con los ojos cerrados, completamente abstraídos del mundo. Él, un hombre cuarenta años mayor, moviéndose len­tamente para ella, aferrado a sus pequeños senos.
— Es imposible —contestó Julia.
Diego entendía a qué se refería y no insistió demasiado. Sabía que todos nacemos insertos en un relato que nos ante­cede y que la mayoría de las veces solo podemos actuar dentro de sus límites. Él mismo no sabía cómo ayudarla a salir de esas murallas o lo que eso significaría. Encontraba consuelo sabien­do que todos somos rehenes de alguien y que soltarse nunca era fácil.
Esa noche Diego dejó a Julia mirar cómo se apagaba la ciu­dad desde el balcón. La grandeza de lo que abarcaban sus ojos la emocionó. Se acordó de las tierras que se extendían enor­mes hasta donde llegaba su vista, allá en su casa. Julia trataba de disfrutar esa sensación, con el deseo intenso de identificar alguna oportunidad que la mantuviera con vida y le permitiera regresar. Ambos, independientemente de si había amor o no, intuían que haberse conocido no era ningún azar y que algún día encontrarían el motivo.
Diego sabía que algunos hilos son más fuertes que otros porque están más cerca de nuestros anhelos y que a veces lo­graban inspirarnos el deseo de cambiar nuestra realidad.
Un deseo genuino de encontrar sentido. Pero sabía que a menudo nos topábamos con disociaciones insalvables, capa­ces de crear la sonrisa socarrona de otros ante nuestra incon­gruencia. Él, mientras la veía a través del cristal, se preguntaba qué buscaba despertar en Julia. Diego intuía algo perverso en sus motivaciones más profundas, algo que al mirarlo de frente podría provocar infinito desasosiego, pero no quería detener ese impulso. 69



Subversivo

— Allá afuera hay más cosas de las que puedes imaginar, Julia.
Eso le dijo Diego dos años después de conocerse. Había velado su sueño como en muchas otras ocasiones. Notaba que habían aparecido nuevas pesadillas en Julia, que estas se ha­cían más peligrosas y que ella a duras penas las contenía con la armadura terrible de la conciencia. Durante una de ellas segu­ramente Julia había revivido alguna escena violenta, porque se llevó las manos al cuello.
Había perdido la oportunidad de escribirse a sí misma. El deseo de escapar abría un mundo lleno de posibilidades al es­tar cerca de Diego. A veces hablaba dormida tratando de con­vencerse de que todo estaría bien. Apaciguaba su ira.
Julia abrió los ojos con desesperación, como esperando que al despertar acabara su pesadilla, como quien sale por fin a la superficie tras casi morir ahogado. Una urgencia por defi­nirse nuevamente.
Dejar de engañarse es un acto subversivo, le dijo aquella noche Diego. Julia le preguntó qué significaba esa última pa­labra. Él le explicó, pero la definición le pareció tan ajena a sus circunstancias, tan distante, que sintió que nunca la alcanzaría. Ahora la subversión habitaba en ella y la prueba era un cuerpo adormecido que sólo reaccionaba para decirle con dolor que estaba herido.
Después de un tiempo eterno entre la conciencia y la in­consciencia, los orines y la sangre seca, ya no podía soportar la idea de estar amarrada. Quería irse. Ojalá tuviera la certeza de haber dado muerte a Tulio.

De pronto sintió que ella ya no era ella sino una llaga abier­ta desde adentro que no dejaba de supurar por cada uno de sus poros. Si la esperanza no encuentra circunstancias favorables abandona el cuerpo, y arrecia el vacío, había dicho Diego algu­na vez. Julia pensaba en él.

® Walter Jay.

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