lunes, 10 de abril de 2017

Àurea Reza presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (10 de Abril 2017)


ÁUREA REZA


El Comienzo

Narraba María de la Sagrada Concepción a sus nietas que su padre a menudo se ausentaba de la casa, aparejaba dos mulas y llevaba varios costales. Marchaba al monte, a lo más profundo; él decía que iba por cal, era buen negocio vender el maíz y la cal para la elaboración del nixtamal, sin embargo, llegaba con los sacos  repletos de monedas de oro, al menos eso era lo que ella escuchaba, aunque nunca lo supo de cierto. Se corrió el rumor de que había hecho pacto con el diablo, y todita su alma ya le pertenecía a Satanás, como además los rasgos de su rostro se endurecieron, infundía miedo a los habitantes del pueblo, ya no sólo lo respetaban, también lo temían, pero, a pesar de este sobresalto, no les quedaba más remedio que trabajar para él, de otro modo podrían morir de hambre.
La mujer de Felipe se inquietaba bastante  durante esas ausencias, pues por aquel tiempo se tenía conocimiento de la existencia de una banda de salteadores de caminos, conocidos como “Los plateados”. Lo inhóspito de la región permitía al cabecilla tener su guarida en una de las cuevas. Aún hoy algunas personas han encontrado monedas de oro tiradas en medio de los zacatonales. Así que la pobre señora se apaciguaba hasta que por fin veía al marido recorrer la rampa empedrada de Paloco sin que los bandidos lo hubiesen despojado de las mulas o la cal.
La riqueza de Felipe aumentó cada vez más: compró muchos terrenos de manera que en poco tiempo era  dueño de casi toda la región; además, los rumores gritaban que en alguna parte de la casa tenía enterrados barriles atiborrados de oro. Decían los decires que quienes intentaran encontrar el tesoro, al abrir la barrica se pondrían negros como el carbón y morirían al poco tiempo sin conseguir apoderarse de la fortuna.
Años después de la muerte de Emiliano, cuando la familia se hallaba  casi en la ruina y Paloco deshabitado, uno de sus hijos pretendió encontrar el oro que algunos  afirmaban aún estaba dentro de la propiedad, así que contrató a unos buscadores de tesoros. Las herramientas los orientaron al aljibe. Excavaron por varios días pero los resultados fueron negativos: no encontraron nada. Sin embargo, no desistieron, prolongaron las jornadas con mayor esmero. Los  trabajadores se encontraban solos durante la búsqueda.  Una tarde, los dueños de la casa llegaron para enterarse de las novedades. Les ocasionó extrañeza que los buscadores de tesoros no estuvieran laborando, todo lucía un poco desordenado pero la presencia de la ropa y los instrumentos de trabajo les dieron la certeza de que aquellos hombres regresarían en cualquier momento. Esperaron en balde: jamás se les volvió a ver.




Olores

Algunos piensan que me casé por malquerencia, despechada. Son juicios errados: fue por amor, por puritito amor, lo puedo jurar en el nombre de Dios, ¡o por el Santo que quieran!  El aroma a madera recién talada emanado del cuerpo de aquel  hombre penetró hasta mis vísceras, enloqueció mi razón. Me rendí a la voluntad, al  gesto arrogante de un ser grotesco y hueco. Pero, ese amor pertenece al olvido.
     De mi boda lo que más recuerdo es el aliento ácido de los invitados. El airecillo desabrido que salía de las mal cuidadas bocas abofeteaba mi rostro cuando se acercaban para darme un abrazo y desearme bienestar, suerte, dicha, en fin, “los mejores deseos”, pero lo único que yo quería en ese momento era que me hablaran de ladito –así se dice ¿no?-. Yo no dejaba de sonreír, pues –la mera verdad-  trataba de presumir la dentadura  postiza recién estrenada ¡no en vano mi padre había gastado tanto dinero en cumplirme el capricho! En fin, yo lucía radiante: orgullosa de mis dientes de oro y de mi marido tullido.

     Fui la primogénita de un joven matrimonio venturoso, católico –por supuesto- y respetado dentro de la sociedad de una  pequeña ciudad. Ambas familias –la de mi padre y la de mi madre- esperaron mi nacimiento con gozo, no hubo antojo u ocurrencia que no le consintieran a la futura mamá. La llegada de seis hijas más no me impidió ser la favorita, la consentida de todos. Mis padres se hinchaban de orgullo cuando las personas ajenas admiraban  a su “pequeña muñeca” de oscuro cabello ondeado, mejillas rosadas y olfato de pastor belga.
     La manía por apreciar los olores hasta la exageración, se dio sin querer, sin darme cuenta, o quizá ya la traía desde las entrañas de mi madre y poco a poco fue en aumento, ¡maldita sea, no lo sé! Lo que sí supe desde la infancia es que distinguir el olor de las personas, de las casas, animales, etcétera, me daba un poder, el poder de hacer algo.
     Desde niña disfrutaba la fragancia de las flores, del campo; los aromas de la cocina me deleitaban. Después de la lluvia dan ganas de comer la tierra húmeda, creo que lo hice en varias ocasiones. Era divertido adivinar quién había estado en la sala de la casa –o en cualquier parte- solo por el aroma que dejaba impregnado en el lugar. Cada quien tiene su propio aroma, inconfundible, único. En aquel tiempo yo pensaba que siempre teníamos el mismo, ahora sé que no es así, va cambiando. Antes,  mi pelo suelto tenía la esencia de las flores, de rosas –sobre todo-; ahora, apesto a sangre.
   Bueno, pues, nada es para siempre. Un día él, mi esposo, empezó a oler a pasado, a rancio, a una vida que me recordaba la nulidad de mi existencia, el vacío de mi vientre, los días malogrados. El aroma a madera recién talada se convirtió en un fastidioso aroma a muerte, por eso lo maté.

      Paloco

No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Añoro la casa de mis abuelos. Los atiborrados sincolotes, que me parecían gigantescos, las dos trojes, los corrales llenos de vacas, gallinas, pollos y marranos. Echo de menos los corceles, las yeguas y las mulas, aposentados en  la caballeriza.
No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Aún me recuerdo en el tlapanco, corriendo descalza sobre el maíz desgranado. ¡El tonacayotl, nuestra carne, nuestro sustento! La placentera sensación de unión con la naturaleza quedó escondida en mi piel para siempre.
No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Me imagino paseando a caballo por los terrenos de mi abuelo, recorriendo los sembradíos de  zanahorias, avena, trigo, chicharos y forraje. Veo a los cortadores de chícharo -los   tocanicanihuizi- entregados a la faena diaria. Cuando tienen  hambre comen                               canihuizi asados o crudos, ¡en la milpa son deliciosos!
No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Un  perro negro ladra que ladra. Emiliano, el de la voz viril y sonrisa seductora, colosales patillas, el infiel, el semental,  pronto llegará. El zaguán de madera deberá abrirse y yo dejaré de columpiarme de la puerta pequeña del pórtico.
No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
El aljibe era el lugar preferido de mi abuela.  Igualmente era mi favorito. Yo recorría las orillas del tanque sin temor, altiva, como retando a la vida o a la muerte, no lo sé. Mientras, Consuelo, la mal querida, la desconsolada, la india de ojos recios, la que asistía a los pichones y daba puños de maíz quebrado a las gallinas, se sentaba a un costado, trenzaba su hermoso cabello, divisaba el agua, así  permanecía durante mucho tiempo…
Acaso un día pretendió echarse al aljibe para morir y ¡renacer más libre que nunca! ¡No! Supongo que no.
Pero no me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.                                            




® Áurea Reza









               






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