lunes, 3 de agosto de 2015

Efrén Romero Acuña presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (3 de Agosto 2015).



EFRÉN ROMERO ACUÑA


El viejo Reloj de Oro (Fragmentos)

Era muy de mañana, el sol casi llegaba a su cita con el Popocatépetl cuando surge por su cono como si de pronto el viejo volcán se pusiera un hermoso penacho multicolor resplandeciente, momento que nos muestra el inicio del invierno en el recorrido anual que realiza Tonatiuh, del Popo al volcán La Malinche, y que disfrutamos los Anahuatlaca de la cuenca, la llamada Ciudad de México.
Sentado junto a mí, de lado de la ventanilla del tranvía que me trasladaba al centro de la gran metrópoli, iba un señor de edad muy avanzada, de sombrero de fieltro y traje de lana, con chaleco y zapatos finos. Los dos mirábamos el paisaje, fue un instante de confluencia, como si los dos tuviéramos la misma impresión de esa hermosa mañana. Me surgió una pregunta:
–¿Señor, es usted de Xochimilco?
–Mira, mijo –dijo con una voz anciana pero firme–, hubo un tiempo que Xochimilco casi era mío.
Sonreí y él también esbozó una sonrisa.
–Estos lugares eran muy diferentes, hoy hay casas sembradas donde nosotros sembrábamos alimentos: mucho maíz, muchas hortalizas. La chinampería abarcaba la parte que se mira hacia ese cerro –me señaló el de la Estrella– y mas allá.
–Sígame contando –le supliqué.
–Un día como hoy pero ya hace setenta o más años, por este lugar viví una experiencia que de algún modo cambió mi vida.
–Cuénteme, que aún falta mucho para llegar.
Comenzó su relato como si estuviéramos en aquel tiempo, su tiempo. Sentí que me trasladé a esa época, que su plática me llevaba hacia atrás metiéndome en el vasto horizonte de sus recuerdos, inconcebible para su edad, que calculé en unos 95 años.
–Ese día, el domingo ocho de diciembre de 1909 –me dijo–, viajaba no muy cómodamente sentado en la abarrotada diligencia que llevaba en el techo a ocho pasajeros, además de los ocho dentro de ella, y que habíamos abordado minutos antes en la estación Xochimilco, uno de los sitios de trasbordo de esa línea, que había iniciado sus servicios por 1850, y que tenía como destino Chalco.
Delante de nosotros transitaban varios carretones con mercancías, que viajaban rumbo a Tlalpan, San Ángel y Coyoacán. Unos desviarían su camino en el pueblo llamado Huipulco y otros en el poblado de Churubusco. Viajaríamos sobre la calzada prehispánica que se dice mandaron construir los xochimilca, durante el reinado de Moctezuma.
Viajar en caravana se hacía por los constantes asaltos realizados por las gavillas de delincuentes, que venidos de otras ciudades, por esos años, principios de 1900, representaban crueldades sin nombre para sus víctimas.
Mire –dijo señalando a nuestro costado las vías del servicio de ferrocarril que fuera usado para el acarreo de suministros, en la realización del gran acueducto Xochimilco-La Condesa, que suministraba agua potable a las colonias del centro de la Ciudad de México–, esas vías fueron utilizadas por el tranvía que unía a Tulyehualco con Xochimilco, y que llegaba hasta la Villa de Guadalupe. En aquel momento, sin duda, estábamos a un paso de entrar a la modernidad, pero mientras tanto viajábamos en las diligencias custodiados por nuestro ángel de la guarda, pues según tengo entendido las únicas armas que llevaban consigo los carretoneros eran las de “¡ármate de valor!”
Comenzó a contar como si estuviera viendo en ese momento el paisaje físico y a los hombres que lo habitaban. Las cosas y personas, con dramática presencia, surgían de la voz añeja de mi vecino de asiento, convirtiéndonos en trotamundos del pasado.
–Iba rumbo al pueblo de Coyoacán, donde me esperaba una jugosa tajada monetaria por varias cargas de trigo que había recibido en Xochimilco, como parte de mi negocio de revendedor, que tantos dividendos dejaban por estos lugares estratégicos como lo era Xochimilco, un lugar lleno de riquezas agropecuarias desde miles de años atrás y paso forzado de mercaderes del sureste de México. Yo compraba las cargas de mercancía y las revendía en varios lugares de la capital. Mis tatarabuelos realizaban el mismo oficio, a ellos se les llamaba pochteca. Iban de pueblo en pueblo buscando mercancías, además eran parte del servicio secreto del gobierno, ya que servían como ojos y oídos de los emperadores prehispánicos. Los principales vivían en lujosas casas en el sitio llamado Xilotepec y los que tenían menos riquezas en el pueblo de San Mateo Poxtla, que otros llaman Xalpan; los protegían los gobernantes y al igual que los señores embajadores de ahora, eran intocables y había pena de muerte a quien les hiciera algo. Bueno, eso se cuenta.
De pronto, pasando el pueblo de Tepepan, aparecieron tres individuos montados en excelentes caballos y bien armados con las recién aparecidas Colt 45 y rifles Winchester. Eran forajidos que disparando al aire obligaron al cochero a parar la diligencia. Con voz apagada por los paliacates que les cubrían el rostro, nos pidieron que entregáramos dinero y joyas, y nos lanzaron una bolsa de cuero para que en ella depositáramos lo solicitado. Los que viajábamos dentro de la diligencia de inmediato pusimos en la bolsa parte de lo que traíamos de monedas de plata y billetes. Uno de ellos, de nariz grande que sobresalía del paliacate y enormes ojos moros, vio la cadena de oro que surgía de mi chaleco, y sin pensarlo dos veces me la arrancó. Con ella se fue un reloj de oro con el águila porfirista al frente y mis iniciales por el otro lado.
Se conformaron con lo recaudado y se fueron velozmente rumbo a los cerros. Nos llamó la atención que no nos obligaran a bajar y que se fueran tan rápido. Concluimos que para nuestra buena suerte eran noveles ladrones.



Disfrutamos la competencia. La gente de Xochimilco, de pie o sentada en el suelo, ocupaba el lado oriente del canal, mientras los extranjeros, en el lado poniente, tenían gradas adornadas con festones y banderas de las naciones participantes. En la última regata, la más esperada, participaron ocho remeros en cada bote. En un final inesperado, los de Xochimilco les ganaron a los españoles por casi nada, algo que llenó de júbilo a los espectadores de mi pueblo y dejó con un coraje entripado a la esposa de don Gonzalo.
Recuerdo que eran unos jóvenes xochimilca muy altos y fornidos, forjados en las tierras de labor.
Bajamos a una chinampa, donde troncos y maderos hacían las veces de mesas y sillas. La comida aún se preparaba en los fogones, sobre comales de barro. No obstante, en pocos minutos se sirvió el menú previsto y el apetito despertado por los deliciosos olores motivó a los comensales a consumir hasta la última tortilla. Don Gonzalo agradeció formalmente el convite y yo reiteré mi hospitalidad, invitándolos a venir cuando ellos lo dispusieran.
De regreso en las canoas, Fernanda me tomó del brazo durante todo el trayecto, mientras comentábamos las incidencias del paseo. Me dijo que le gustaría conocer más sobre las costumbres de Xochimilco, su padre le había comentado de su diversidad. Propuse vernos en la escuela de San Bernardino para mostrarle más cosas de mi pueblo.
Cuando desembarcamos los invité a mi casa. Don Gonzalo lo agradeció, pero decidieron marcharse porque ya casi era de noche. En ese momento un niño llegó corriendo y preguntó por Fernanda. Su padre la esperaba en mi casa desde hace varias horas. Garanticé a don Gonzalo que llevaría a su hogar a Fernanda y al profesor. Él, su familia y los invitados se marcharon. Me despedí de mis amigos, sin su ayuda no lo habría logrado. Fernanda, apoyada en mi brazo, caminó a mi lado las tres cuadras hasta mi casa. El recorrido fue un sendero a mi futuro.
En el pórtico de la casa, sentado en una banca de piedra que había colocado alguno de mis parientes ya hacía mucho tiempo, esperaba el profesor. Al vernos se alegró y explicó que no había podido acompañarnos porque se le había hecho tarde y no alcanzó a embarcarse, además no sabía por qué canales nos habíamos ido, por eso se quedó a esperar.
–Mientras –agregó– fui a darme una vuelta por el barrio de la Concepción Tlacoapa, en donde se está acondicionando un cine, algo muy esperado por los pobladores, junto a lo que fuera el Hospital de la Sagrada Concepción de María. Por ahí encontré a dos jóvenes profesores que fueron convocados para ponerle el nombre al cine: Sóstenes Nicolás Chapa y Tiburcio Altamirano García, hijo de uno de los socios de la plaza de toros, Rodolfo Gaona, que está atrás de la casa de usted.
–Gracias –contesté a la famosa fórmula que usamos los mexicanos para ofrecer la hospitalidad de nuestra casa a otra persona.
–No se decidían si se llamaría cine Amapolas o Las Rosas. Total que una señora que venía saliendo de la pulquería Las Chinampas, hasta las manitas, les dijo: “Ya, ya no se peleyen, que las amapolas y las rosas son flores ¿o no?” Y así se le quedó el nombre de cine Las Flores.
Reímos de muy buena gana.
Abrí el zaguán invitándolos a pasar. Llamé al mismo chiquillo que dio el aviso y le encargué que fuera al mercado a comprar pambazos, garnachas y chile-atole con la tía Agustina Guevara Linares, para invitarlos a merendar. El profesor me dijo que no me molestara. Respondí que yo no había podido comer por atender a mis invitados, que sería bueno comer algo. Fernanda aceptó.
–Yo también tengo hambre, papá.
–¡Qué no se hable más! –y le di unas monedas al muchacho diciéndole que trajera algo también para él.
Platicamos al profesor los incidentes de la reunión. Nos asombró que muchachas y muchachos del pueblo se arrojaran al agua ante la mirada atónita de los extranjeros, quienes, después de un rato de ver lo divertido que era esto, también se metieron a las aguas cristalinas y frescas. Españoles, ingleses y alemanes convivieron en un alegre encuentro sin distinción de razas, clases sociales, niveles económicos o culturales.
Ya había pasado mucho tiempo y el muchacho no llegaba. Pedí que me esperaran un momento, que iría a ver qué pasaba. Fernanda se ofreció a acompañarme y me negué diciéndole que no tardaría más de dos minutos, ya que el mercado estaba a unos pasos. Tome un gabán y salí con premura. A unos metros de la casa vi a un hombre montado en un caballo discutiendo con mi muchacho, quien traía una bolsa de ixtle con lo encargado. El tipo le entregaba un papel mientras con la otra mano agarraba las riendas de su caballo. Escuché que gritaba:
–¡Y se lo entregas, me entendiste!
–Deje al muchacho –grité–, ¿qué se trae?
Al verme dijo:
–¡Mire nada más! Me ahorra el tiempo.
Enseguida sacó un arma y gritó:
–Por su culpa mataron a mi amigo, ahora usted la va a pagar.
El chico y yo corrimos a refugiarnos en los portales del mercado mientras el criminal espoleaba su montura nerviosa, que no le permitía apuntarme. Cuando escuché la primera detonación, quedé paralizado. Con las otras sentí un golpe en la cadera que me mandó al suelo; recibí otros tiros, no supe cuántos, solo sentía un fuerte dolor en la cadera y escuchaba los gritos y las carcajadas frenéticas de mi atacante confundiéndose con los relinchos del caballo.
Después no recuerdo qué pasó. Me contaron que al parecer el asesino me dio por muerto y huyó a todo galope, mientras el muchachito, pálido y a punto de desfallecer, fue a mi casa a informar lo sucedido.
–¡Ya lo mataron, ya lo mataron!
El profesor y Fernanda acudieron al lugar y vieron cómo muchas personas me rodeaban. Fernanda asegura que se acercó a mi rostro para sentir mi aliento y dijo:
–¡Está vivo, vayan por un doctor, rápido!
El médico más cercano era el recién titulado Santiago Velazco, que fue sorprendido a punto de dormirse, por esta razón llegó vistiendo bata y pijama. Después de revisarme, advirtió:
–¿O es su día de suerte o el que lo baleó tiene muy mala puntería? Dos en las piernas, uno en la cadera, otro que le voló parte de la oreja, pero ninguno es mortal. Vamos a cargarlo a mi consultorio.
Ya en el consultorio el doctor solicitó a Fernanda que se lavara las manos y se colocara una bata para que lo ayudara. Asustada y nerviosa, aceptó ante las dramáticas circunstancias. Angustiado, en la puerta del consultorio el profesor informaba lo sucedido al comandante Epifanio Romero, quien a la brevedad buscó refuerzos para ir tras el bandolero. Durante la operación Fernanda se mostró tranquila y muy activa con las indicaciones del médico, quien, después de extraer las balas y suturar, la felicitó por su valentía. Don Camilo Martínez ya estaba en el lugar; después de conocer los pormenores, propuso al profesor y a Fernanda que se quedaran en su casa; Fernanda se negó y pidió al doctor permanecer en el lugar hasta que yo despertara. Él médico aceptó que ella lo cuidara hasta la mañana siguiente acompañada del profesor, que se acomodó en un sillón de la antesala del consultorio mientras Fernanda en una silla a lado del paciente.


Oiga, don José, ¿y usted conoció personalmente a Victoriano Huerta?
–Sí, y a Porfirio y a Madero, y a Villa y a Zapata, además de una buena cantidad de gente de fama. Lo que pasa es que como la casa de usted estaba en el mero centro de Xochimilco, a un costado del palacio municipal, y la verdad con un buen patio y fachada. Fuera por petición del gobierno xochimilca, por conveniencia o por amistad, siempre terminaba como anfitrión de gente célebre. Eso me ayudó mucho, económica y socialmente.
–Ya me emocionó con eso de que conoció a muchos personajes de la época. ¿Qué le pareció Huerta? ¿No le dio miedo tratarlo?
–A unos les toca ser los malos y a otros los buenos. Si no fuera así, la historia sería aburrida y nada interesante. Recuerdo haberlo conocido un día que pasó por su compadre Urrutia para ir a una comilona a su finca de Atlapulco. Me preguntó dónde podía conseguir una caja de coñac francés Napoleón, de ser posible, o Hennessy. Le dije que yo se las traería. Mandé a decir a Manuel Castro, el dueño de La Esperanza, una tienda muy bien surtida –por cierto uno de mis mejores clientes— que me enviaran una caja de cada marca. ¿Y para que tanto vino?, le pregunté a Victoriano. Lo que pasa es que voy a casar a mi hija Luz con el capitán Luis Fuentes, y pues hay que quedar bien con los familiares, pero principalmente con la gente que me apoya. Mientras me traían la mercancía, le ofrecí que pasara a la casa. Por cierto, solo venían dos guardias con él, en su coche, y todos vestidos de civil.
La verdad es que durante su mandato no hubo la conmoción de la que tanto se habla, eran solo algunos. Decía él: “Eran gentes que habían perdido sus empréstitos y los grandes negocios que realizaban en el pasado basados en favoritismos de servidores públicos, y en triquiñuelas que ya no podían hacer en mi gobierno. Por esa razón removí varias veces mi gabinete, ya que el primero me fue impuesto por reyistas y felicistas, apoyados por un gran grupo de comerciantes y gobernadores. Por eso también me atizaron duro los gringos, porque les puse impuestos a las bebidas, incluyendo el pulque, a la venta del petróleo, caucho y muchas cosas más, con lo que se logró estabilizar la economía, además de pagar la deuda que dejó Madero de cuarenta millones”. Me contó que los gringos no lo querían, porque no se acomodaba con sus fines expansionistas, tanto así que gracias a él no se nos invadió y esta vez era para quedarse para siempre y por siempre con nuestro México, bueno nomás Veracruz, pero se las arregló enviando a gente muy capaz a Canadá, a un encuentro diplomático en el que se llegó a un acuerdo que libró a México de una gran intromisión.
Según lo viví, hizo cosas buenas, como el control bancario y la militarización de escuelas, porque él decía que “si no saben ser disciplinados, nunca serán educados”. Además de que aumentó la cantidad de aulas escolares y de hospitales, además de reorganizarlos, para que aceptaran que los estudiantes de medicina hicieran sus prácticas, lo que antes estaba prohibido. Pero lo más importante fue haberle puesto una tunda al presidente Wilson, que ya tenía lista la invasión. Si no lo hubiera detenido, ahorita estaríamos rindiéndole culto a la bandera de las barras y las estrellas. Eso ya lo venían fraguando desde antes. Aunque querían humillarlo y maniatarlo, de todas formas les puso un hasta aquí.
–¿Pues no que era muy malo?
–A mí me pareció un hombre normal, agradable, salido del pueblo y elegido para guiar al pueblo, pues así lo dispusieron los tres poderes y Lascurain que le tomó la protesta de ley frente a todos.

¿Y a Urrutia por qué no lo quieren muchos mexicanos?
–Por ignorancia y prejuicios. Para empezar no lo quieren por el concepto erróneo que se tenía de los xochimilca, de indios sin zapatos, cerrados y buenos para nada. Eso se decía, pero quienes conocían bien a los xochimilca sabían que eran burgueses a su modo, ricos a más no decir. Nomás le pregunto, joven, ¿quiénes construyeron la grandiosa obra conventual de San Bernardino de Siena?
–Pues los franciscanos –le contesté.
–Mal, mal, ¿y con qué dinero?
–Pues de los españoles.
–¿Y de dónde sacaron el dinero?
–Pues se lo mandaron de España.
–No, no, no joven. Los franciscanos vivían humildemente. Los españoles llegaron a nuestras tierras buscando las riquezas que no tenían. Así que todo lo costearon los ricos xochimilca. Digo lo costearon porque trajeron albañiles, canteros y carpinteros de varias partes de los estados de México, Puebla, Morelos y Oaxaca.
Me dejó con la boca abierta, eso nunca lo había pensado.
–Aureliano Urrutia fue un médico reconocido mundialmente. Pero aquí sus enemigos decían ¿como un indio xochimilca va a ocupar el puesto de director del Hospital General, va a ser el director de la Escuela de Medicina, y a desempeñar por muy corto tiempo el cargo de ministro de Gobernación? Él le salvó la vida al torero Ponciano Díaz, a quien un toro le propinó una gran humillación.
–Querrá decir una gran cornada.
–No, una gran humillación, porque se la dio en el recto.
Los dos reímos a carcajadas.
–Sus mismos paisanos le reclamaban unos terrenos que, según ellos, se había robado. Él contaba con los derechos de propiedad, por los cuales pagó una gran suma al gobierno, el cual después lo despojó de dichas tierras, sin restituirle nunca el dinero. Dejó el ministerio de Gobernación porque no convenía a sus intereses y porque lo tupieron con todo, con base en periodicazos pagados por sus envidiosos detractores, que vieron en Urrutia un enemigo muy difícil, como cirujano, como maestro, como empresario, pues llegó a contar con un hospital único en su género y época, con un gran prestigio que muchos de sus críticos hubieran querido. De los llamados mártires de Urrutia, con el tiempo se demostró que él nada tuvo que ver en los sucesos.
Hoy se disfruta lo que dejó, pues fue el precursor de las residencias médicas. También modificó el plan de estudios de la carrera de medicina, favoreciendo la práctica clínica. Afirmó que el Hospital General debería actuar como un hospital–escuela que dependiera de la Facultad de Medicina.
–Así es, don José, ese hospital está considerado como el mejor hospital–escuela del país, aunque no de manera oficial.
–¿Y qué pasó? Se tuvo que ir del país. ¿Y qué cree usted, joven? Urrutia podría haber sido presidente, pero ¡cómo un indio xochimilca!
–¿Sí, verdad? Como que no nos respetan.
–Es que muchos xochimilca la riegan negando la cruz de su parroquia.
–Y de sus respectivas capillas.
–Somos malinchistas de corazón.
–No todos.
–Así es, solo la mayoría.
Risas y risas, con todo y una cachada increíble de la postiza que se fue al aire.

¿Y conoció a Francisco I. Madero? ¿Cómo era?
–No me gusta hablar de los muertos que en vida buscaban a los muertos, a los espíritus y las cosas esotéricas. Él también estuvo en Xochimilco durante su campaña a la presidencia. En la casa de usted se le hizo una comida a la que asistieron varios personajes distinguidos como Carranza, Justo Sierra y otros más que después serian parte de su caída y muerte. Estuvo muy tranquilo, mi esposa y mi suegro los atendieron mientras mis compadres Pilar, Rosendo, Juan y mi flamante padrino y tío político, don Gonzalo –quienes no quisieron perder la oportunidad de conocer al chaparrito–, nos poníamos una guarapeta sin saber en honor de quien. Vino una copa de coñac, después la otra, hasta que Pilar nos empezó a correr gritoneándonos: “¡Ya váyanse gorrones!” Ahora sí, machetazo a caballo de espadas. Yo corrido de mi propia casa. Pero cuando Camilo llegó para ver el resultado de tan finas visitas, Pilar se puso muy derechito y se fue a su casa quietecito. Ese Camilo sí que sabía controlar a sus hermanos. Lo bueno que esto sucedió cuando ya se había marchado la comitiva con todo y futuro presidente.
–¿Oiga, y es cierto que Huerta mató a Madero?
–Eso se me pasó preguntarle a Victoriano, pero según sé, eso de su muerte es tan complicado como lo de Manuelito, ya que existen varias versiones. Yo me quedo con la que dice que se fraguó meses antes, desde Gringolandia, y como siempre por incumplimiento de pagos políticos por parte de Madero a quienes lo pusieron en el poder y que gastaron sangre y sudor, y millonadas en publicidad periodística.
–¿A poco ya se hacía eso?
–Por supuesto. La prensa hacía reyes o derrocaba a eminencias, como le pasó a Urrutia. Quienes en verdad conocieron a don Aureliano sabían de su ética como político y como médico. Los más cercanos reconocían a Victoriano como militar y por su gran entrega y esfuerzos para cambiar a lo bueno, a un país dolido por las intrigas, traiciones, ambiciones desmedidas y las guerras provocadas por intereses externos.

®Efrén Romero Acuña. "El viejo Reloj de Oro", Trajín Literario.


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