lunes, 26 de mayo de 2014

Mauricio Andrade presenta en "Cada quien su boca" de Palabras Urgentes (26 Mayo 2014)



Oda al café

El café es la semilla desmembrada que decora
y pone en templo las pulsiones solares.
Más allá del Nescafé, de los Starbucks
–capitales de la descafeína y el tallo dulzón–
saludamos a la perla quemada, difuminada;
perla hoy, en la época de la escasez de dioses.

El café nos abre balcones en el tiempo,
despeja la mirada nublada, medita
en el nervio, entre nuestros dientes.

Yo huelo su aire en cámara lenta,
saludo su origen; creo en la sombra.
Por la mañana atardecen sus canarios
como granos estampados en la lejanía.
La tarde acecha los listones del meridiano
¿y yo? me siento en un sistema nubes tardías,
desde ahí organizo mis ataques cotidianos.

Frente a la taza, la nostalgia se vuelve artesanía.
Disfruto el trabajo muerto de nuestro pan y
desgajo el amor con manos de mujer posible.
(Sorbo) y mis fracasos se ponen entre comillas.
Mi lágrima elevada invoca a la otra planta:
no es el llanto, sino la proyección de la uva.
Otra historia se defiende sobre la servilleta…
si hay café, los vengadores serán vino.

  

Mal profeta

Walter Benjamin, el muerto,
adivinó que la revolución sería
un ramo de fracasos y basuras
más bello que cualquier victoria.
El ramo sería la invitación
–tanto tiempo postergada—
para un mejor trato con los muertos,
un ajuste de cuentas amistoso,
un apretón de manos maternales.

También sería la clave para leer
las espirales de lo decadente
y las cartas amarillas de las diásporas,
esos mamíferos sin reino ni chispa.
Igual sería la pluma que define los bordes
de aquello diminuto casi ¡casi sombra!
y los perfiles de todos los desaparecidos.
No obstante al adivino le faltó decir
que, bien visto, el ramo es el fetiche predilecto
de un cometa que penetrará todas las médulas
y hará estallar sin música los pulmones mezquinos,
para que los hijos humanos puedan respirar
los átomos del último cerezo en la última sangre
que gasta y se consume en cada rostro de niño;
para que puedan, cual comunistas primitivos,
mamar el cielo.


  
Despierta

Todavía suenan los cocuyos al otro lado de la almohada.
Se confunden con los pájaros precoces de las azoteas
que dictan bemoles, como gallos sin cresta esperanza.
Ya escucho los bríos, el dolor del transporte colectivo,
el necio cyborg, la oruga febril que aún llamamos Metro.
Enfrente, el jardín de niños donde se aprende la ironía,
la línea del tiempo y la crayola de los primeros enemigos;
donde se domestican los pigmentos en social caligrafía.
En el jugo de naranja yace la gloria desnutrida del sol,
en el precio de la hoja de tamal se asoman los futuros.
Ningún caballo agita la tela celeste: no hay poesía.
La luz no toca los cuerpos con dedo de madre alta.
La luz no se derrama sobre las cosas. la leche se enfría.
No hay luz, sino brillo en el metal, rayo escaso
como el fulgor de la luciérnaga antes de sufrir.

Amanece y alguien no quiere que despiertes.
Hay un cielo sin tregua, a punto de la tempestad.
Todavía hablan los cocuyos al otro lado de tu almohada:
estaba escrito que serías fiel a la pesadilla que elegiste.




Extravío

Y volver a escribir desarmado,
sin traje de plumas de escritorio.
Escribir el desarme mismo,
la secreta indigencia,
el abecedario que por dentro se profana
con la mirada fija en el silencio.
Deletreo como la primera vez: de reojo.
Presiento la punta de la imagen que casi llega,
que llega en perla de felicidad: no estando del todo.
Deletreo con los ojos en blanco, como esperando
en el sembradío de la memoria una fruta bastarda,
una paloma gris que quizá apunte y pueda herir
¿a un cuerpo? ¿Una sombra? ¿Un nombre?
A veces uno habla y la uña toca un cuerpo lejano.
Lo lastima con una luz ingrata o lo escala
en una nieve muy muy blanca, como si fuera
una nido nuestro, un asteroide privatizado.
Otras veces se colma de inmundicia y de infancias,
de un sentimiento ridículo, de vida cotidiana.

Deletreo este cuerpo. Aquí, ahora sabe a sal.
Parece que siempre estuvo, como el océano,
mago horizontal que no ataca pero no perdona.
¿Cuánta aleta, qué vértebra juega en la penumbra
como herejía de Darwin dibujada a mar abierto?
¿Cuántos minerales deletrean la duna luminosa?
Me pregunto si el mar es triste,
si es neurosis lo que enciende su pulmón,
si es la luna la que escribe la teoría de las olas.

Paciencia:
las palabras vendrán o no vendrán en caracoles.
¿Cuántas letras persiguen la fuga del mundo?
¿Qué palabra invoca los fósiles de la presencia?
Deletreo como la primera vez: de reojo.
Si no hubo sangre, hubo al menos extravío.



Antes de poder abrir la boca…

Antes de poder abrir la boca perderé el alba.
Hundiré otro grano en mi tráquea amarillenta.
Perderé un ganado, otra piedad en el tumulto.
Ya mi sangre me expulsa y se echa sobre mis ventanas;
mis nubes no son más iracundas, no son mías, ni de agua.
Todos los paraísos artificiales, si los hubo, se fundieron
en un plástico remoto, en una mágica espera de petróleo.
Oscurece y es demasiado tarde para la estrella enemiga
que ayer nos prometía una palabra, una muerte sin fin.
Demasiado breve la luz del asteroide rojo ensimismado,
demasiado dulce el domingo de la hormiga alucinada.
Hoy la ciudad me parece un desierto electrificado.
Las sales se confunden en el rímel planchado de sus mujeres,
crecen las lenguas enamoradas como cactus sobre las azoteas.
En las ojeras de los ilegales no hay secretos, ni minerales.
Veo una ciudad neurótica; en sus engranes, agudos fantasmas.
Su oxigenación es similar a la del molino primitivo, cristiano
que exhumó pastizales y hoy castiga al sexo de las luciérnagas.
Esta noche bebemos su polen universal a modo de caguama.
Amanece y ya es tarde para el drama abstracto, asalariado.
Nuestra sal ignora el arribista cielo y sus paletas de poesía,
cifra el rayo y cancela el sendero envejecido de la nube.
Muy tarde viene la lección solar, después del trago y
mil despertadores de la madre hinchada, violeta, atea.
La ciudad se hunde y no se mira un mapa desde aquí.
Apuesta sus faroles la vigilia; sueña en blanco y negro
la redención a bajo precio, el robo maestro del vino.

  

Carta amistosa

Amigo mío, ya eres un pobre animal inofensivo
que creyó en la transparencia de la herida
y ahora se hunde en el laberinto de la cicatriz.
Tus sueños cabían en vasijas de minerales rojos,
sueños húmedos y geométricos, como la lágrima
del héroe que se aleja y se abisma sobre la playa
para encontrar las armas de la gaviota
o el progreso en la espiral del caracol.
En la ciudad también creías porque el rock
la despeinaba como a un largo animal que muere
con los ojos abiertos, satisfecho de sus chimeneas.
Amiga, tu mirada destruye las grises lámparas
del sentido común y las alhajas del torero muerto.
En tu lengua esperan varios alfileres para clavarle
el corazón al oso occidental, al flaco Prometeo.
Soñaste en tonos sepia como las aves;
como las flores soñabas, con o sin madre.
Tu perfume es un sortilegio feminista que se
prende fuego, orgulloso de su contradicción.
Por lo demás, no hiciste caso a los imperios.
No votaste porque creíste que era mejor esperar
a que todos envejecieran dolorosamente.
¡Y míranos aquí, con el pinche alma reformista!
Amigas, amigos, a todos nos han abandonado.
A mí primero me abandonaron el cuerno, la ira,
el casco y la memoria que abusa de la sangre.
Pero ¡basta! Ya no lloren, bien saben que
ésta no es la primera vez que nos sucede…
¡Ya basta!
Vamos curando la leña,
el agave pa’ después del cataclismo.


  

La pastilla

Ahí van. Los hombres van cantando y olvidan sus pastillas.
Su voz ronca se cierra, se abre y repta por la calle despintada.
Las mujeres se peinan, se sacuden las miradas que se hunden
como ramas blancas o piropos desoídos en el escalofrío.
Todos tiemblan, aunque la nieve llegue tarde.
El inverno es imperial en todas las leyendas
pero aquí, arde el hielo como en la vena de julio.
Por debajo de los gritos ahumados, las mercancías
y las piedras parlamentarias yace un solo páramo.
Y la ciencia que denuncia la neurosis del océano y
el hervidero de las moléculas, soslaya el dedo local
–frío gemelo de la canícula–, el calentamiento mínimo
que hincha el globo con el pulmón de los migrantes.
Por debajo aprendemos a morir. Ahí la enseñanza
del rocío que viene y se va en los poros del cemento.
Ahí se pierde un diente de la memoria del paisano.
Pero el diente no vale una moneda, ni una cruz que
organice el estallido de la pura madre contenida.
Ellos hablan de bufandas subterráneas, de esperanzas sin capilla,
y desprecian los tropeles de ratas como si fueran de otro mundo.
Anhelan un fósforo en su desierto, una pantalla de plasma
que aun pirata nos acerca y nos aleja como a una tribu espinosa.

En los estanques se ahogan los abstemios que platican de la chamba.
¡Yacen flores y cirugías bajo la cama del enfermo de vida y de droga!
Y dime,
¿quién nos dará algo para fumar en este lado carnal del universo?


  
Luz

Perra luz,
tragamundos,
fatua luz, arribista.
Incoloro peregrino, Luz,
última vasija del sin calor,
descreído puente de los que sueñan
con los ojos abiertos para no volver.
No te perdona el fuego de los huérfanos
ni la chispa del payaso;
no estás en el gemido
ni en la risotada policiaca.
Eres una lagartija desnuda
que no llega y que nos ama idiota
como un colibrí entre la basura.
¿A dónde con esa apariencia dulzona
de comadre que inspira falda o perro faldero?
¡Ahí tu torniquete príncipe, mutilación de plasma!
Perra falta de paletas,
de pintores que germinen pobremente
al mediodía, una docena de vergüenzas.
No tienes profecía, no tienes manos,
despides un anciano a destajo,
no tienes música, ni rincón.
Detrás del mirto olvidas
las explosiones del mundo,
la guerra microscópica del sexo de las cosas

Lo único que haces es largarte.
Luz, tengo celos de ti.
Eres el muladar invisible en donde
me quito la ropa y no dejo de decir
adiós
adiós
adiós




Poema de amor

Quise escribir un poema de amor filiar, de ensueño y amapola,
pero pronto, sin creerlo, me crecieron barbas despeinadas y
una espuma de silencio y sentimiento tornasol me regó los dientes.
Soy un inepto. No puedo perseguir la mínima hebra de canción.
Creo que todo es una fuga y en vano desenterramos percusiones.
Apenas cuento con un cuarto de metáfora de ave
para decir que llego tarde de nuevo a la caricia.
Pero no necesitas esperarme.
Aunque te vayas te regalo toda mi ternura
que ya no es cursi sino idiota, como la gallina.
Te idolatro sin armonía y me apena el no tener vergüenza
para mirarte a los ojos, a la hora de sudar y pedirte al alimento.
Quise escribirte loas marinas y senderos de eucalipto.
Me abstengo porque sólo hablo los berrinches del niño
y la semántica del ebrio solar, el español del sacacorchos.
Me gustaría estar sentado para extrañarte como se debe,
como un mamífero que fuma y se pone su sombrero
para sentir samaritana nostalgia y recordarte a la luz.

Ahora sólo puedo decirte que me intriga tu fealdad.
Te leo las arrugas de la cara (enclave de sol menor).
Creo que tu vejez es otra forma de la juventud.

Eres lo invisible de mí mismo, el índice de mi pobreza.
Me haces perder el tiempo como si lo tuviera,
como si armado me valiera corroer un verano
y beberme la cosecha del mundo en un teatro
solitario para animales en celo (dos al menos).

En fin, creo que tu vejez es otra forma de la juventud.
Bajo tu sombra me consumo y, te juro, casi soy feliz.



Antropología

Hay nada… o hay poca cosa.
Acaso retóricas de carne y desviaciones musculares,
acaso eslabones perdidos entre los reinos minerales
y niveles de plumas desaparecidas en la voz de Biología.
O hay la guerra mínima,
el devorar mutuo, el laberinto lectilíneo:
del cerebro al fusil y del fusil al desamor.
Y el desamor es el principio de la joven máquina,
del cuerpo que parte y organiza la vena en sus polos:
serás la bala que estalla o el piloto que hunde los botones.
Acaso hay gestos de fragmentos y fragmentos de gesto,
como la música increada de los pájaros urbanos.
Ellos preludian imágenes de un cielo tibio.
Pero en la sangre acumulada sobre los engranes
instauramos prostíbulos y paisajes maternales,
hacemos cirugía del fuego,
hacemos del amor una aséptica fogata.
Pero detrás de la imagen
no yace el esqueleto del mundo,
no hay la arquitectura de la muerte.
¿Qué hay?
Acaso hay ene número de átomos renegados
que desfilan la línea evanescente del pan y la materia
como estela innombrable de un dedo energético.
Acaso hay elevadas lágrimas de Epicuro
que escurren el reverso de todas las imágenes,
cual garra de un animal libre pero ausente.
  


Insomnio

No estoy solo en este insomnio astral.
Me acompañan las espaldas mojadas y los del labio roto.
En nuestras ojeras se despedazan las monedas.
Disfrutamos la noche descolorida de los ancianos,
cabalgamos y nos abrazamos del ciego,
con los huesos deletreando el último abismo.
Trece adolescentes guardan nuestras luces,
defienden nuestro sin reino de tezontle,
nuestro páramo que arde y goza su ironía.
Ellas fuman el tabaco en sus manos enroscadas
y todo huele a sexo, a caramelo en el dolor.
No están muertas las aves de los paraísos terrenales.
Yacen sus picos bajo cierta alfombra miserable,
como mediodías que no se ven desde los rascacielos.
El niño que pilotea el dron no saluda a sus mayores.
Niño grosero, cuando se quemen las faldas
de la democracia nuestros picos te estarán esperando.
Nosotros no podemos dormir.
No queremos la paz, sino la vida.
Los columpios no dejan de mecerse.




Oración

Dios susurra telarañas de amor
entre la basura…

Dios mío,
bendice y abre tus pezones
para abrir la lluvia
y cierta dimensión para el cigarro.
Ven y penetra mi pecho
como un ciego virtuoso, sin bastón.
Dios nuestro,
eres un perro que se esconde
para asustar a los niños.
El más tierno de los perros eternos.
La perra que brilla más acá de las sombras.
¡Susurra, Dios mío, en mi cartílago!
Hazme cosquillas y olvídame
para que nadie me pueda matar dos veces.
Amén.


 ® Mauricio Andrade.









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