EGAR HERNÁNDEZ ZEPEDA
El ciego de Cahuacuá (fragmento)
El
Ciego me miraba a través de sus desencarnados ojos blancos; quiero decir que
atravesaba mi alma con aquel par de bolas secas; escrutándome, juzgando el
miedo que sentía y que hacía que me resbalara cada dos pasos a pesar de mi
esfuerzo por mantenerme en pie. —Te trajiste la ciudad contigo —sentenció. Y
siguió jalándome camino arriba de la cuesta hasta donde el verde pasto se
confundía con el gris calizo de la peña.
Desde nuestra altura, la rojiza tierra de Infiernillo
parecía una mancha de sangre que empapaba la morena orografía de San Antonio
Huitepec. Aquel valle de muerte, inmerso entre la serranía, me parecía ahora un
paraíso que lentamente se perdía entre la niebla y los huizaches marchitos.
Hacia ya más de seis horas que habíamos comenzado a subir, a
resbalar mejor dicho, por el empedrado y la poca luz que le quedaba a la tarde
comenzaba a menguar como mis fuerzas; dejando en su lugar un terror creciente
que se agolpaba en mi pecho, no sólo por el vértigo que me producía lo empinado
de la cuesta, sino por la forma en que el Ciego me sujetaba: clavándome las
uñas en la muñeca, insistente, con la desesperación de quien se aferra a la
vida, o por el contrario, de quien que busca a toda costa arrebatar la tuya.
Arriba el aire faltaba; por lo que había cesado nuestro
hablar y se había convertido en un silencio lastimero que apenas si se
interrumpía cuando el Ciego intentaba orientarse de nuevo con mis
descripciones:
—¿Qué tengo enfrente de mí?
—Sólo una piedra grande que no se alcanza a ver dónde termina.
Diluvianos ante el diluvio
Es decir, que con la violencia del mar
quisiera volver a besar hasta sangrar
Manuel
García
La
nostalgia estaba en el café, quiero decir vertida en él. Por aquel tiempo
teníamos dieciséis años y ya éramos viejos. Manuel García tocaba en el Ho Shi Minh. Arce me miraba desde el
otro lado de la mesa arrojándome palabras a través de la blanca levedad de la
humareda. No recuerdo siquiera de lo que hablábamos, pero yo sabía que en
realidad la mente de mi amigo se hallaba a kilómetros de distancia,
desmenuzando con los dedos la espalda de Malena. "Malena canta el tango como ninguna". —Cantó de repente con voz
anacrónica como adivinándome el pensamiento, pero yo no quise comentar nada—.
Dieron las diez de la mañana así que pedimos la cuenta y entonces ocurrió: Arce
arrastró con parsimonia la taza verde sobre la mesa y el tiempo se detuvo.
—Mejor termínatelo tú —dijo—, yo ya no puedo.
Miré mi reloj para ver si aún servía, las manecillas habían
dejado de girar. Me llevé la taza apresuradamente a los labios. Noté que el
café estaba preparado furtivamente con mezcal y que se hallaba más frío que
tibio. Al probarlo pensé que yo me hallaba igual: más frío que tibio. Quise
espetar algo, pero ya no pude. El medio círculo formado en el fondo del cuenco
había sellado mi destino.
Arce me llevó casi a rastras hacia el
auditorio. Llovía a cántaros, pero eso era lo que menos importaba. La nostalgia
lo había cubierto todo, todo lo horadaba, todo lo empapaba con una humedad
arraigada entre los siglos. Ante mis ojos, la ciudad entera se levantó y
derruyó bajo el negro moho en un instante. No pude terminar de escuchar el concierto,
las frases del cantautor me hacian pensar inevitablemente en Malena —Difícil hacer el amor sin sentir que nos
agarramos de una tabla—. Cada frase me evocaba su cuerpo cimbreante, cada
melodía me arrastraba irremediablemente hacia ella como si fuera yo el mismo
Arce ante su cuerpo desnudo.
Pollito exprés (fragmento)
Recuerdo
con cierta nostalgia el día en que conocí al Pollito exprés. Era una oscura
madrugada de enero, en la que el sol apenas si se asomaba por entre el denso
edredón de nubes blancas que se deslizaban sin cesar sobre la azulina manta del
cielo invernal. Fue esa falta de luz, quizá, o el frío que me calaba los huesos
lo que hizo que me demorara unos diez minutos más de lo habitual para salir de
la cama. Con la alarma aún timbrando en el reloj de pulsera, me vestí lo más
rápido que pude, me lavé la cara y me enganché el candado al cinturón para
montarme sobre mi bicicleta. Debido a mi retraso, esa mañana había decidido no
hacer calistenia y por ello las rodillas se me entumían con cada pedaleada que
daba. Esto me obligó a detenerme en más de un par de ocasiones, a frotarme con
fuerza las piernas y echar vaho sobre las manos que se me congelaban a pesar de
los guantes térmicos. Sotomayor me había insistido unas diez veces en que dejara
la Treck en casa y me fuera en metro
como el resto del equipo. Pero yo me negaba a abandonar la adrenalina que me
producía surcar a toda velocidad la fila de automóviles que se apoltronaban uno
a uno, con el paso de los minutos, sobre Avenida Chapultepec. —¿Cuánto vale un
Panamericano apachurrado? —Me reprendía el profe—. Si quieres ser un alleycat vete a repartir periódicos—. Yo
argumentaba que me servía de calentamiento y que además, me ahorraba cerca de
15 minutos de traslado. Pero a pesar de mis explicaciones, aquella mañana iba
tarde y no lograba bajarle al tiempo estimado de llegada, lo cual redundaría en
un castigo que consistía en subir y bajar, por más de media hora, las gradas
del Agustín Melgar después del entrenamiento. El caso es que, por mi retraso,
ese día decidí arriesgarme a cambiar de ruta, aumentando el número de
kilómetros; pero reduciendo la cantidad de autos, pasos peatonales y
oficinistas de “montaña” que bufaban en la ciclopista de Balderas y Arcos de
Belén. Giré en Victoria y me detuve en Eje Central para enfilarme hacia el
enlosado de República del Salvador. Y entonces lo vi.
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