ARTURO TEXCAHUA
En el refrigerador
Cuando ella dijo se acabó la estranguló hasta
matarla. Descansó del esfuerzo acomodándose a su lado. Las manos aún le
temblaban. Ahora estaba muerta, lo había comprobado: no respiraba y su corazón
estaba inmóvil. Vio su cara relajada y lloró diciéndose estúpido.
Unas horas antes habían tenido sexo y lo habían disfrutado. Si no lo
hubiera provocado... Después de jugar con él había querido tirarlo en el
retrete como un papel usado. Perra, seguía viendo al idiota del marido que
decía haber abandonado. Solo mentiras, maldita traidora. Se lo tenía bien
merecido.
Siguió llorando un rato. Después pensó en el cuerpo y en la cárcel. La
ofuscación dio paso al terrible suceso. La había matado y su futuro estaba en
peligro. ¿Cómo escaparía de esta? Estaba en el departamento de ella. Era
viernes, nadie la buscaría antes del lunes, y aunque la buscaran pensarían que
había salido de fin de semana. Si limpiara y acomodara todo para que no quedara
rastro de su presencia. Si escondiera bien el cadáver la declararían
desaparecida. Con que él no dijera nada. Buscó algo en que llevárselo. No había
nada apropiado que lo ocultara. Sacarla envuelta en una cobija era muy obvio.
Además, cómo se la llevaría. Si su tío le prestara su camioneta y un contenedor
de plástico la tiraría sin testigos en alguna barranca o la sepultaría donde no
la encontraran. Pero eso sería hasta el domingo por la noche. Mientras diría a
todos que estaba bien cuando la dejó y simularía un intercambio de mensajes
posteriores entre sus teléfonos móviles. Como prueba de su inocencia mostraría
los mensajes salvadores. Una coartada perfecta. Era un buen plan, se convenció,
pero tendría que esperar al domingo. ¿Y mientras? Con este calor el cadáver
podría descomponerse y producir mal olor. Si lo pudiera mantener frío. ¿Por qué
no? Sacó lo poco que había en el refrigerador, quitó los entrepaños y metió el
pequeño cuerpo como pudo. Quedó como un feto en su placenta, con las manos
cerca de su cara como buscando una oración imposible y con la única ropa
acostumbrada para dormir: unas pequeñas calcetas de rayas de colores. En su
cuerpo había huellas evidentes de la intensidad del amor, eran marcas del
deseo, señales de la lujuria posesiva que los había hecho cómplices, evidencias
del sexo obsesivo y gustoso, de los encuentros anodinos con la carne, de las
citas dominadas por el antojo que inspiran el temor y la emoción de ser
descubiertos en un acto prohibido, en medio del atrevimiento, inmersos en la
aventura.
Apagó todas las luces, cerró bien la puerta y salió de la casa aliviado
por sus magníficos planes. El muy ingenuo no imaginó en ese momento que unas
horas más tarde el esposo regresaría sorpresivamente, hallaría el cuerpo,
vendría la policía y más de una prueba lo inculparían sin lugar a dudas.
La Liebre
Podría ser flojo y engreído, pero La Liebre tenía
muy en alto el concepto del honor. Lo había aprendido de sus padres, y ellos de
los suyos, y aquellos de los propios en una genealogía cuyo origen se perdía en
el tiempo. El honor era una tradición familiar muy arraigada. Había notorias
pruebas en el vestíbulo de su casa: relucientes fotografías de premiaciones de
abuelos, tíos, primos y hermanos adornaban las paredes. Trofeos y diplomas
comprobaban triunfos y primeros lugares en pruebas de una misma categoría: las
carreras; carreras de velocidad, de 100, 200 o 400 metros; carreras de
resistencia, de cinco, veinte o 50 kilómetros. El honor se había consolidado
gracias a la fuerza y potencia de las piernas de una familia hecha para correr.
No fue raro, por ello, que al entrar a su casa fuera otro; su derrota lo había
transformado en un ser sensato pero inseguro. Hubiera querido pasar
desapercibido, pero al cruzar la sala, sus padres lo sorprendieron con miradas
acusadoras y una silenciosa reprobación que lo dijo todo. Por la tarde, su
madre lo visitó en su recámara y explicó que su padre estaba tan avergonzado
por la derrota que había decidido no salir a la calle por un buen tiempo. Lo
veía mal, el disgusto lo había enfermado. El honor de la familia estaba hecho
pedazos y de qué forma, una derrota tan humillante y estúpida. Más tarde su
hermano menor fue más preciso. Deberías matarte, no sé con qué cara has
caminado por las calles. Pero de inmediato se desdijo, asustado por sus propias
palabras. Vete de aquí, aléjate de la familia.
La Liebre abandonó su hogar por la madrugada. No se despidió de nadie.
Fue al puerto más próximo y se embarcó hacia un lugar muy lejano, donde nadie
lo reconociera y pudiera adquirir otro nombre. No volvió a correr; alguna
limitación sicológica no se lo permitía. Pero compartió su experiencia
preparando a otros y a los hijos que tuvo de un matrimonio reparador.
Nunca volvió al escenario de la afrenta.
Caperucita
Todos sabían en el pueblo que Caperucita odiaba a
su abuela. La obligación de llevarle alimentos ocasionaba discusiones continuas
entre madre e hija. También se sabía que las amistades de la adolescente no
eran muy recomendables. El Lobo, como le decían al más malandrín de los
habitantes del bosque, no hacía otra cosa que depredar a quien podía. Su
relación con Caperucita inspiraba rumores y habladurías. Sin embargo, El Lobo fue
otra de las víctimas de la inteligente jovencita. Lo convenció de que matara a
la abuela y luego lo culpó de intentar hacer lo mismo con ella. El pobre Lobo
fue objeto de los usos y costumbres del lugar, por tanto fue linchado y quemado
vivo ante la indiferencia de la policía. La versión que todos conocemos es una
ocurrencia del esposo de Caperucita, un escritor mediocre con poca imaginación,
ansioso de fama y con muy mala suerte, porque hasta hoy nadie ha sabido su
nombre.
Momentos
I.
Tras despertar por primera vez juntos, se multiplicaron los acontecimientos
significativos y gratos con ese deleite del principio, y se fueron enrareciendo
con la marca insípida de la rutina: vino el primer aniversario, el primer hijo,
la primera discusión grave, el primer desacuerdo, la primera amenaza de
divorcio.
II.
Nos amamos, nuestros corazones están unidos por la felicidad en medio de una
maravillosa situación que nos ha permitido crecer con pleno respeto del otro.
Cada uno lidia con su trabajo, convive con sus amigos, visita a su familia, se
dedica a sus proyectos, utiliza su teléfono inteligente y tiene su Facebook.
III.
¿Divorcio? Decidimos algo mejor. Habitaciones distintas, baños distintos,
televisores distintos, encuentros sexuales distintos, un mismo y feliz hogar.
® Arturo Texcahua. "Ceñir la Palabra", Trajín Literario.
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