EFRÉN ROMERO ACUÑA
El viejo Reloj de Oro (Fragmentos)
Era muy de
mañana, el sol casi llegaba a su cita con el Popocatépetl cuando surge por su
cono como si de pronto el viejo volcán se pusiera un hermoso penacho multicolor
resplandeciente, momento que nos muestra el inicio del invierno en el recorrido
anual que realiza Tonatiuh, del Popo al volcán La Malinche, y que disfrutamos
los Anahuatlaca de la cuenca, la llamada Ciudad de México.
Sentado junto a mí, de lado de la ventanilla del
tranvía que me trasladaba al centro de la gran metrópoli, iba un señor de edad
muy avanzada, de sombrero de fieltro y traje de lana, con chaleco y zapatos
finos. Los dos mirábamos el paisaje, fue un instante de confluencia, como si
los dos tuviéramos la misma impresión de esa hermosa mañana. Me surgió una
pregunta:
–¿Señor, es usted de Xochimilco?
–Mira, mijo –dijo con una voz anciana pero firme–,
hubo un tiempo que Xochimilco casi era mío.
Sonreí y él también esbozó una sonrisa.
–Estos lugares eran muy diferentes, hoy hay casas
sembradas donde nosotros sembrábamos alimentos: mucho maíz, muchas hortalizas.
La chinampería abarcaba la parte que se mira hacia ese cerro –me señaló el de
la Estrella– y mas allá.
–Sígame contando –le supliqué.
–Un día como hoy pero ya hace setenta o más años,
por este lugar viví una experiencia que de algún modo cambió mi vida.
–Cuénteme, que aún falta mucho para llegar.
Comenzó su relato como si estuviéramos en aquel
tiempo, su tiempo. Sentí que me trasladé a esa época, que su plática me llevaba
hacia atrás metiéndome en el vasto horizonte de sus recuerdos, inconcebible
para su edad, que calculé en unos 95 años.
–Ese día, el domingo ocho de diciembre de 1909 –me
dijo–, viajaba no muy cómodamente sentado en la abarrotada diligencia que
llevaba en el techo a ocho pasajeros, además de los ocho dentro de ella, y que
habíamos abordado minutos antes en la estación Xochimilco, uno de los sitios de
trasbordo de esa línea, que había iniciado sus servicios por 1850, y que tenía
como destino Chalco.
Delante de nosotros transitaban varios carretones
con mercancías, que viajaban rumbo a Tlalpan, San Ángel y Coyoacán. Unos
desviarían su camino en el pueblo llamado Huipulco y otros en el poblado de
Churubusco. Viajaríamos sobre la calzada prehispánica que se dice mandaron
construir los xochimilca, durante el reinado de Moctezuma.
Viajar en caravana se hacía por los constantes
asaltos realizados por las gavillas de delincuentes, que venidos de otras
ciudades, por esos años, principios de 1900, representaban crueldades sin
nombre para sus víctimas.
Mire –dijo señalando a nuestro costado las vías del
servicio de ferrocarril que fuera usado para el acarreo de suministros, en la
realización del gran acueducto Xochimilco-La Condesa, que suministraba agua
potable a las colonias del centro de la Ciudad de México–, esas vías fueron
utilizadas por el tranvía que unía a Tulyehualco con Xochimilco, y que llegaba
hasta la Villa de Guadalupe. En aquel momento, sin duda, estábamos a un paso de
entrar a la modernidad, pero mientras tanto viajábamos en las diligencias
custodiados por nuestro ángel de la guarda, pues según tengo entendido las
únicas armas que llevaban consigo los carretoneros eran las de “¡ármate de
valor!”
Comenzó a contar como si estuviera viendo en ese
momento el paisaje físico y a los hombres que lo habitaban. Las cosas y
personas, con dramática presencia, surgían de la voz añeja de mi vecino de
asiento, convirtiéndonos en trotamundos del pasado.
–Iba rumbo al pueblo de Coyoacán, donde me esperaba
una jugosa tajada monetaria por varias cargas de trigo que había recibido en
Xochimilco, como parte de mi negocio de revendedor, que tantos dividendos
dejaban por estos lugares estratégicos como lo era Xochimilco, un lugar lleno
de riquezas agropecuarias desde miles de años atrás y paso forzado de
mercaderes del sureste de México. Yo compraba las cargas de mercancía y las
revendía en varios lugares de la capital. Mis tatarabuelos realizaban el mismo
oficio, a ellos se les llamaba pochteca. Iban de pueblo en pueblo
buscando mercancías, además eran parte del servicio secreto del gobierno, ya
que servían como ojos y oídos de los emperadores prehispánicos. Los principales
vivían en lujosas casas en el sitio llamado Xilotepec y los que tenían menos
riquezas en el pueblo de San Mateo Poxtla, que otros llaman Xalpan; los
protegían los gobernantes y al igual que los señores embajadores de ahora, eran
intocables y había pena de muerte a quien les hiciera algo. Bueno, eso se
cuenta.
De pronto, pasando el pueblo de Tepepan,
aparecieron tres individuos montados en excelentes caballos y bien armados con
las recién aparecidas Colt 45 y rifles Winchester. Eran forajidos que
disparando al aire obligaron al cochero a parar la diligencia. Con voz apagada
por los paliacates que les cubrían el rostro, nos pidieron que entregáramos
dinero y joyas, y nos lanzaron una bolsa de cuero para que en ella
depositáramos lo solicitado. Los que viajábamos dentro de la diligencia de
inmediato pusimos en la bolsa parte de lo que traíamos de monedas de plata y
billetes. Uno de ellos, de nariz grande que sobresalía del paliacate y enormes
ojos moros, vio la cadena de oro que surgía de mi chaleco, y sin pensarlo dos
veces me la arrancó. Con ella se fue un reloj de oro con el águila porfirista
al frente y mis iniciales por el otro lado.
Se conformaron con lo recaudado y se fueron
velozmente rumbo a los cerros. Nos llamó la atención que no nos obligaran a
bajar y que se fueran tan rápido. Concluimos que para nuestra buena suerte eran
noveles ladrones.
Disfrutamos la competencia. La
gente de Xochimilco, de pie o sentada en el suelo, ocupaba el lado oriente del
canal, mientras los extranjeros, en el lado poniente, tenían gradas adornadas
con festones y banderas de las naciones participantes. En la última regata, la
más esperada, participaron ocho remeros en cada bote. En un final inesperado,
los de Xochimilco les ganaron a los españoles por casi nada, algo que llenó de
júbilo a los espectadores de mi pueblo y dejó con un coraje entripado a la
esposa de don Gonzalo.
Recuerdo que eran unos jóvenes xochimilca
muy altos y fornidos, forjados en las tierras de labor.
Bajamos a una chinampa, donde troncos y maderos
hacían las veces de mesas y sillas. La comida aún se preparaba en los fogones,
sobre comales de barro. No obstante, en pocos minutos se sirvió el menú
previsto y el apetito despertado por los deliciosos olores motivó a los
comensales a consumir hasta la última tortilla. Don Gonzalo agradeció
formalmente el convite y yo reiteré mi hospitalidad, invitándolos a venir
cuando ellos lo dispusieran.
De regreso en las canoas, Fernanda me tomó del
brazo durante todo el trayecto, mientras comentábamos las incidencias del
paseo. Me dijo que le gustaría conocer más sobre las costumbres de Xochimilco,
su padre le había comentado de su diversidad. Propuse vernos en la escuela de
San Bernardino para mostrarle más cosas de mi pueblo.
Cuando desembarcamos los invité a mi casa. Don
Gonzalo lo agradeció, pero decidieron marcharse porque ya casi era de noche. En
ese momento un niño llegó corriendo y preguntó por Fernanda. Su padre la
esperaba en mi casa desde hace varias horas. Garanticé a don Gonzalo que
llevaría a su hogar a Fernanda y al profesor. Él, su familia y los invitados se
marcharon. Me despedí de mis amigos, sin su ayuda no lo habría logrado.
Fernanda, apoyada en mi brazo, caminó a mi lado las tres cuadras hasta mi casa.
El recorrido fue un sendero a mi futuro.
En el pórtico de la casa, sentado en una banca de
piedra que había colocado alguno de mis parientes ya hacía mucho tiempo,
esperaba el profesor. Al vernos se alegró y explicó que no había podido
acompañarnos porque se le había hecho tarde y no alcanzó a embarcarse, además
no sabía por qué canales nos habíamos ido, por eso se quedó a esperar.
–Mientras –agregó– fui a darme una vuelta por el
barrio de la Concepción Tlacoapa, en donde se está acondicionando un cine, algo
muy esperado por los pobladores, junto a lo que fuera el Hospital de la Sagrada
Concepción de María. Por ahí encontré a dos jóvenes profesores que fueron
convocados para ponerle el nombre al cine: Sóstenes Nicolás Chapa y Tiburcio
Altamirano García, hijo de uno de los socios de la plaza de toros, Rodolfo
Gaona, que está atrás de la casa de usted.
–Gracias –contesté a la famosa fórmula que usamos
los mexicanos para ofrecer la hospitalidad de nuestra casa a otra persona.
–No se decidían si se llamaría cine Amapolas o Las
Rosas. Total que una señora que venía saliendo de la pulquería Las Chinampas,
hasta las manitas, les dijo: “Ya, ya no se peleyen, que las amapolas y las
rosas son flores ¿o no?” Y así se le quedó el nombre de cine Las Flores.
Reímos de muy buena gana.
Abrí el zaguán invitándolos a pasar. Llamé al mismo
chiquillo que dio el aviso y le encargué que fuera al mercado a comprar
pambazos, garnachas y chile-atole con la tía Agustina Guevara Linares, para
invitarlos a merendar. El profesor me dijo que no me molestara. Respondí que yo
no había podido comer por atender a mis invitados, que sería bueno comer algo.
Fernanda aceptó.
–Yo también tengo hambre, papá.
–¡Qué no
se hable más! –y le di unas monedas al muchacho diciéndole que trajera algo
también para él.
Platicamos al profesor los incidentes de la
reunión. Nos asombró que muchachas y muchachos del pueblo se arrojaran al agua
ante la mirada atónita de los extranjeros, quienes, después de un rato de ver
lo divertido que era esto, también se metieron a las aguas cristalinas y
frescas. Españoles, ingleses y alemanes convivieron en un alegre encuentro sin
distinción de razas, clases sociales, niveles económicos o culturales.
Ya había pasado mucho tiempo y el muchacho no
llegaba. Pedí que me esperaran un momento, que iría a ver qué pasaba. Fernanda
se ofreció a acompañarme y me negué diciéndole que no tardaría más de dos
minutos, ya que el mercado estaba a unos pasos. Tome un gabán y salí con
premura. A unos metros de la casa vi a un hombre montado en un caballo
discutiendo con mi muchacho, quien traía una bolsa de ixtle con lo encargado.
El tipo le entregaba un papel mientras con la otra mano agarraba las riendas de
su caballo. Escuché que gritaba:
–¡Y se lo entregas, me entendiste!
–Deje al muchacho –grité–, ¿qué se trae?
Al verme dijo:
–¡Mire nada más! Me ahorra el tiempo.
Enseguida sacó un arma y gritó:
–Por su culpa mataron a mi amigo, ahora usted la va
a pagar.
El chico y yo corrimos a refugiarnos en los
portales del mercado mientras el criminal espoleaba su montura nerviosa, que no
le permitía apuntarme. Cuando escuché la primera detonación, quedé paralizado.
Con las otras sentí un golpe en la cadera que me mandó al suelo; recibí otros
tiros, no supe cuántos, solo sentía un fuerte dolor en la cadera y escuchaba
los gritos y las carcajadas frenéticas de mi atacante confundiéndose con los
relinchos del caballo.
Después no recuerdo qué pasó. Me contaron que al
parecer el asesino me dio por muerto y huyó a todo galope, mientras el
muchachito, pálido y a punto de desfallecer, fue a mi casa a informar lo
sucedido.
–¡Ya lo mataron, ya lo mataron!
El profesor y Fernanda acudieron al lugar y vieron
cómo muchas personas me rodeaban. Fernanda asegura que se acercó a mi rostro
para sentir mi aliento y dijo:
–¡Está vivo, vayan por un doctor, rápido!
El médico más cercano era el recién titulado
Santiago Velazco, que fue sorprendido a punto de dormirse, por esta razón llegó
vistiendo bata y pijama. Después de revisarme, advirtió:
–¿O es su día de suerte o el que lo baleó tiene muy
mala puntería? Dos en las piernas, uno en la cadera, otro que le voló parte de
la oreja, pero ninguno es mortal. Vamos a cargarlo a mi consultorio.
Ya en el consultorio el doctor solicitó a Fernanda
que se lavara las manos y se colocara una bata para que lo ayudara. Asustada y
nerviosa, aceptó ante las dramáticas circunstancias. Angustiado, en la puerta
del consultorio el profesor informaba lo sucedido al comandante Epifanio
Romero, quien a la brevedad buscó refuerzos para ir tras el bandolero. Durante
la operación Fernanda se mostró tranquila y muy activa con las indicaciones del
médico, quien, después de extraer las balas y suturar, la felicitó por su
valentía. Don Camilo Martínez ya estaba en el lugar; después de conocer los
pormenores, propuso al profesor y a Fernanda que se quedaran en su casa;
Fernanda se negó y pidió al doctor permanecer en el lugar hasta que yo
despertara. Él médico aceptó que ella lo cuidara hasta la mañana siguiente
acompañada del profesor, que se acomodó en un sillón de la antesala del
consultorio mientras Fernanda en una silla a lado del paciente.
–Oiga, don
José, ¿y usted conoció personalmente a Victoriano Huerta?
–Sí, y a Porfirio y a Madero, y a Villa y a Zapata,
además de una buena cantidad de gente de fama. Lo que pasa es que como la casa
de usted estaba en el mero centro de Xochimilco, a un costado del palacio
municipal, y la verdad con un buen patio y fachada. Fuera por petición del
gobierno xochimilca, por conveniencia o por amistad, siempre terminaba como
anfitrión de gente célebre. Eso me ayudó mucho, económica y socialmente.
–Ya me emocionó con eso de que conoció a muchos
personajes de la época. ¿Qué le pareció Huerta? ¿No le dio miedo tratarlo?
–A unos les toca ser los malos y a otros los
buenos. Si no fuera así, la historia sería aburrida y nada interesante.
Recuerdo haberlo conocido un día que pasó por su compadre Urrutia para ir a una
comilona a su finca de Atlapulco. Me preguntó dónde podía conseguir una caja de
coñac francés Napoleón, de ser posible, o Hennessy. Le dije que yo se las
traería. Mandé a decir a Manuel Castro, el dueño de La Esperanza, una tienda
muy bien surtida –por cierto uno de mis mejores clientes— que me enviaran una
caja de cada marca. ¿Y para que tanto vino?, le pregunté a Victoriano. Lo que
pasa es que voy a casar a mi hija Luz con el capitán Luis Fuentes, y pues hay que
quedar bien con los familiares, pero principalmente con la gente que me apoya.
Mientras me traían la mercancía, le ofrecí que pasara a la casa. Por cierto,
solo venían dos guardias con él, en su coche, y todos vestidos de civil.
La verdad es que durante su mandato no hubo la
conmoción de la que tanto se habla, eran solo algunos. Decía él: “Eran gentes
que habían perdido sus empréstitos y los grandes negocios que realizaban en el
pasado basados en favoritismos de servidores públicos, y en triquiñuelas que ya
no podían hacer en mi gobierno. Por esa razón removí varias veces mi gabinete,
ya que el primero me fue impuesto por reyistas y felicistas, apoyados por un
gran grupo de comerciantes y gobernadores. Por eso también me atizaron duro los
gringos, porque les puse impuestos a las bebidas, incluyendo el pulque, a la
venta del petróleo, caucho y muchas cosas más, con lo que se logró estabilizar
la economía, además de pagar la deuda que dejó Madero de cuarenta millones”. Me
contó que los gringos no lo querían, porque no se acomodaba con sus fines
expansionistas, tanto así que gracias a él no se nos invadió y esta vez era
para quedarse para siempre y por siempre con nuestro México, bueno nomás
Veracruz, pero se las arregló enviando a gente muy capaz a Canadá, a un
encuentro diplomático en el que se llegó a un acuerdo que libró a México de una
gran intromisión.
Según lo viví, hizo cosas buenas, como el control
bancario y la militarización de escuelas, porque él decía que “si no saben ser
disciplinados, nunca serán educados”. Además de que aumentó la cantidad de
aulas escolares y de hospitales, además de reorganizarlos, para que aceptaran
que los estudiantes de medicina hicieran sus prácticas, lo que antes estaba
prohibido. Pero lo más importante fue haberle puesto una tunda al presidente
Wilson, que ya tenía lista la invasión. Si no lo hubiera detenido, ahorita
estaríamos rindiéndole culto a la bandera de las barras y las estrellas. Eso ya
lo venían fraguando desde antes. Aunque querían humillarlo y maniatarlo, de todas
formas les puso un hasta aquí.
–¿Pues no que era muy malo?
–A mí me pareció un hombre normal, agradable,
salido del pueblo y elegido para guiar al pueblo, pues así lo dispusieron los
tres poderes y Lascurain que le tomó la protesta de ley frente a todos.
–¿Y a
Urrutia por qué no lo quieren muchos mexicanos?
–Por ignorancia y prejuicios. Para empezar no lo
quieren por el concepto erróneo que se tenía de los xochimilca, de
indios sin zapatos, cerrados y buenos para nada. Eso se decía, pero quienes
conocían bien a los xochimilca sabían que eran burgueses a su modo,
ricos a más no decir. Nomás le pregunto, joven, ¿quiénes construyeron la
grandiosa obra conventual de San Bernardino de Siena?
–Pues los franciscanos –le contesté.
–Mal, mal, ¿y con qué dinero?
–Pues de los españoles.
–¿Y de dónde sacaron el dinero?
–Pues se lo mandaron de España.
–No, no, no joven. Los franciscanos vivían
humildemente. Los españoles llegaron a nuestras tierras buscando las riquezas que
no tenían. Así que todo lo costearon los ricos xochimilca. Digo lo
costearon porque trajeron albañiles, canteros y carpinteros de varias partes de
los estados de México, Puebla, Morelos y Oaxaca.
Me dejó con la boca abierta, eso nunca lo había
pensado.
–Aureliano Urrutia fue un médico reconocido
mundialmente. Pero aquí sus enemigos decían ¿como un indio xochimilca va a
ocupar el puesto de director del Hospital General, va a ser el director de la
Escuela de Medicina, y a desempeñar por muy corto tiempo el cargo de ministro
de Gobernación? Él le salvó la vida al torero Ponciano Díaz, a quien un toro le
propinó una gran humillación.
–Querrá decir una gran cornada.
–No, una gran humillación, porque se la dio en el
recto.
Los dos reímos a carcajadas.
–Sus mismos paisanos le reclamaban unos terrenos
que, según ellos, se había robado. Él contaba con los derechos de propiedad,
por los cuales pagó una gran suma al gobierno, el cual después lo despojó de
dichas tierras, sin restituirle nunca el dinero. Dejó el ministerio de
Gobernación porque no convenía a sus intereses y porque lo tupieron con todo,
con base en periodicazos pagados por sus envidiosos detractores, que vieron en
Urrutia un enemigo muy difícil, como cirujano, como maestro, como empresario,
pues llegó a contar con un hospital único en su género y época, con un gran
prestigio que muchos de sus críticos hubieran querido. De los llamados mártires
de Urrutia, con el tiempo se demostró que él nada tuvo que ver en los sucesos.
Hoy se disfruta lo que dejó, pues fue el precursor
de las residencias médicas. También modificó el plan de estudios de la carrera
de medicina, favoreciendo la práctica clínica. Afirmó que el Hospital General
debería actuar como un hospital–escuela que dependiera de la Facultad de Medicina.
–Así es, don José, ese hospital está considerado
como el mejor hospital–escuela del país, aunque no de manera oficial.
–¿Y qué pasó? Se tuvo que ir del país. ¿Y qué cree
usted, joven? Urrutia podría haber sido presidente, pero ¡cómo un indio
xochimilca!
–¿Sí, verdad? Como que no nos respetan.
–Es que muchos xochimilca la riegan negando
la cruz de su parroquia.
–Y de sus respectivas capillas.
–Somos malinchistas de corazón.
–No todos.
–Así es, solo la mayoría.
Risas y risas, con todo y una cachada increíble de
la postiza que se fue al aire.
–¿Y
conoció a Francisco I. Madero? ¿Cómo era?
–No me gusta hablar de los muertos que en vida
buscaban a los muertos, a los espíritus y las cosas esotéricas. Él también
estuvo en Xochimilco durante su campaña a la presidencia. En la casa de usted
se le hizo una comida a la que asistieron varios personajes distinguidos como
Carranza, Justo Sierra y otros más que después serian parte de su caída y
muerte. Estuvo muy tranquilo, mi esposa y mi suegro los atendieron mientras mis
compadres Pilar, Rosendo, Juan y mi flamante padrino y tío político, don Gonzalo
–quienes no quisieron perder la oportunidad de conocer al chaparrito–, nos
poníamos una guarapeta sin saber en honor de quien. Vino una copa de coñac,
después la otra, hasta que Pilar nos empezó a correr gritoneándonos: “¡Ya
váyanse gorrones!” Ahora sí, machetazo a caballo de espadas. Yo corrido de mi
propia casa. Pero cuando Camilo llegó para ver el resultado de tan finas
visitas, Pilar se puso muy derechito y se fue a su casa quietecito. Ese Camilo
sí que sabía controlar a sus hermanos. Lo bueno que esto sucedió cuando ya se
había marchado la comitiva con todo y futuro presidente.
–¿Oiga, y es cierto que Huerta mató a Madero?
–Eso se me pasó preguntarle a Victoriano, pero
según sé, eso de su muerte es tan complicado como lo de Manuelito, ya que
existen varias versiones. Yo me quedo con la que dice que se fraguó meses
antes, desde Gringolandia, y como siempre por incumplimiento de pagos políticos
por parte de Madero a quienes lo pusieron en el poder y que gastaron sangre y
sudor, y millonadas en publicidad periodística.
–¿A poco ya se hacía eso?
–Por supuesto. La prensa hacía reyes o derrocaba a
eminencias, como le pasó a Urrutia. Quienes en verdad conocieron a don
Aureliano sabían de su ética como político y como médico. Los más cercanos
reconocían a Victoriano como militar y por su gran entrega y esfuerzos para
cambiar a lo bueno, a un país dolido por las intrigas, traiciones, ambiciones
desmedidas y las guerras provocadas por intereses externos.
®Efrén Romero Acuña. "El viejo Reloj de Oro", Trajín Literario.
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