BLANCA VÁZQUEZ
Ojos de Lechuza
Nadie sostiene la mano,
sólo el silencio que condena a la nada.
Niña de largos
sueños, rompe el llanto dentro de la noche
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Nada se sostiene,
sólo el silencio opresor de los ojos mudos
que esperan detrás de la ventana el regreso
del viaje.
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Las manos te recuerdan presuroso.
¿En qué andén desapareciste?
En la estación una niña, una muñeca y un
montón de sueños.
Niña de vestido azul y de ojos de lechuza, esconde en tu bolso la
tristeza para que no se espante el día.
La maleta y tu rostro olvidado es preludio,
lágrimas que gotean,
mojan los gritos de pasajeros desarraigados,
la niña, sola, se esconde.
La tarde es sólo
el pretexto para tirar los recuerdos por la ventanilla del autobús.
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He sido viajera en tu mirada,
espiral de instantes que culebrean en mis
juegos de infancia.
Tu voz que guardaba en secreto,
es sólo el recuerdo del hombre que me sentó a
su lado
mientras la noche huía como ladrona de los
días.
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En esa tarde de juegos de muñecas
me quedé callada,
como el cuarto vacío de mi cuerpo.
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Aquellos trotamundos invadidos de melancolía
se van,
huyen de los pies pequeños y las manecitas
que los esperan,
tienen miedo que les roben su vida.
El corazón en la mano
Te espero
y siento cómo los minutos pesan tanto dentro
de mis ojos,
quiero verte sí, dentro de mis pupilas,
aprisionarte al interior de una botella.
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Se desliza el sol por la pared de en frente y
nada, no llegas.
Nada es como siempre, sin tus labios y tus
ojos,
sin tu palabra que retumba dentro de mi sexo
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Desde esta tarde con alas
me sé dentro de tu cuerpo.
Al lado los objetos se sienten grandes,
te sienten también.
Mis ojos se asoman por las rendijas de tus
poros,
respiran.
Muy profundo para vivir ahí,
y sin embargo,
crezco.
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Eres los dedos que andan por mi piel,
la voz que se mete por debajo de mi pechos,
el agua fina que acude en un beso.
Eres quien se sujeta a mis caderas,
quien se acompasa en mi centro,
la luz de mi resurrección.
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En estas calles que no tienen nombre te amo,
aquí junto a los muros desmemoriados
cargados de furia y de deseos inconclusos.
Aquí te amo, entre las grietas gastadas por
los tiempos
donde todos se miran y murmuran
silencios de todos y de nadie.
El
polvo dormirá entre las hojas
Las hojas del árbol son los ojos del mundo,
mirada como faro del centinela que guarda los
secretos del mar,
callan y lloran los disimulados ecos de los
desesperados de la última hora.
Sus raíces se encuentran a escondidas debajo de los
pies de los transeúntes,
no quieren sentirse solos, se tocan las yemas como
dedos urgidos.
No duermen, sólo se esconden en anonimatos de policromos verdes,
aguardan la tarde para llenarse de vuelos, de lágrimas recargadas en las
ventanas del hombre yermo.
Y en esa tarde, sus hojas se miran entre sí,
sempiternas.
Son otros los que lo habitan, siseos de insectos que
desgastan su cuerpo
penetrado hasta la savia que llena de vida a la
vida.
La existencia se alboroza en sus ramas que se
extienden lastimadas por los
devenires del tiempo, nada le impide llegar más
arriba,
sólo las palabras incrustadas en su cuerpo le saben
terrenal y se vuelve,
como temiendo ir más hacia lo alto de todos aquellos
que pisan la tierra.
Y esas sus raíces, se fijan en la pregunta de la
preexistencia,
no llega la respuesta, sólo el silencio que dejan
las hojas que caen a su lado.
La tarde toda se abandona, deja que el disco
ambarino se oculte a trasluz
mientras que las agonías de los triviales hombres se
dibujan en las manos
que se agrietan cada vez que recuerdan la tentación.
Quieren ser árbol y detener su espacio. Pero sus
cuerpos se abandonan
entre las manchas melancólicas.
Se repliegan en la rugosa estampa del aliado
cetrino.
Y los
esconde de las miradas envidiosas,
y quieren sentir al otro que tiembla ante la
cercanía de las ramas.
Las palabras como hojas se extienden en el ápice de
la lengua,
envainan el deseo volviéndolos tallos.
La vigilia del árbol sólo la acompañan los que no
tienen nombre, los que se esconden en el verde infinito de la espera. Ellos, se
dejan ir, como las hojas que se arrancan sutiles entre la tarde y la agonía del
ser. Temen la caída abrupta de los
cuerpos masificados, de los todos atrapados en uno solo que no es nadie.
El árbol sueña, como esos hombres que retumban de
rabia en la soledad constante en el límite del desamparo.
El polvo dormirá entre las hojas.
Después los niños con sus voces entrecortadas,
escaparán.
Se desplomará la tarde como la muerte.
Desde aquí, los pasos abandonarán la derrota.
La discordia cae hondamente en un segundo.
En el aire un verso y luego la nada.
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