ARTURO TEXCAHUA
DESPUÉS DEL ECLIPSE
Postergando cualquier otro asunto para llegar
a las partes más altas del valle, cruzamos una ciudad impresionada por el
acontecimiento que vendría del cielo. El suceso había sido un pretexto más para
estar juntos y olvidar la oficina y el empleo de las quincenas amparados por
otra mentira.
Al final del preámbulo que las estrellas habían
dado a nuestra amistad, lo esperamos emocionados y complacidos como estudiantes
adolescentes de pinta. Nos acomodamos en la misma piedra, satisfechos del
alegre contagio de nuestras miradas insistentes y nuestras sonrisas espontáneas.
Como estaba previsto, vimos cómo la luna
cubrió al sol por entero y la oscuridad llegó por unos minutos a la mitad del día.
En medio de esa pequeña noche, busqué su mano
y la apreté. La complació el gesto, y como respuesta me dio un beso con sabor a
menta y promesas. Fue una sorpresa para mí porque era el primero y todavía no
lo esperaba.
Después seguimos a los astros, a pesar de
algunas nubes.
–Es maravilloso –dije sin quitar la vista del
eclipse.
–Sí –aprovechó la palabra para acercar su
cuerpo.
Fue entonces que lo hizo. Abrió un poco su
boca como alentada por ese tiempo extraordinario que no tenía palabras ni en el
día ni en la noche, tomó aire oprimiéndome con la fuerza de una idea que
repentinamente se había apropiado de todas las expectativas inmediatas y me
dijo no viéndome, igual que una dueña, sin temor a encontrarme en ese impreciso
momento de lúbricas percepciones.
–Quiero estar contigo.
Primero me entristecí, sentí que algo se
deslizó por un boquete de mi cabeza. Eso me dio pena, una profunda pero breve
pena. Siguió lo evidente: ya sin preámbulos, aligerado del cortejo y las
sutilezas, sin la ansiedad de la incertidumbre, hice a un lado el episodio
celeste, y me complací de mi futuro sacando una sonrisa, también de lo posible.
DE LOS SUEÑOS
De una boca salió un bostezo largo y abierto
que denunció el mal y se escurrió por los ojos de los asistentes en un rápido
contagio. Como se sabe, después nada pudo interrumpir la repetición de este
acto. Del sueño mortal que siguió sólo escaparon los indolentes, que ni esto
pudo conmoverlos, y quienes, acostumbrados a huir de todo, intuyeron el peligro
y se alejaron de la reunión, a pesar de que los sueños impedían la visibilidad
y enrarecían el ambiente.
•
Nunca pudo soñar nada, ni despierto ni
dormido. Es cierto que se manifestaban indicios de que algún sueño pudiera
atravesar su vida, pero ejercía su autoridad con tan admirable aplicación, que
incluso cuando él dormía, también dormían los sueños.
•
Era incapaz de soñar, el insomnio lo disminuía
y le quitaba fuerzas. Lo irónico era que encontraba sueños por todas partes. Lo
perseguían en el metro, lo acompañaban en el trabajo, lo sorprendían en la
clase de inglés o lo amagaban en la biblioteca. Aun en el parque o viendo
televisión había sueños que lo acorralaban. Cuando iba a la cama, sospechaba
que, como él, se ponían la pijama y se acomodaban a su lado, listos para no
dejarlo dormir.
•
Perdió la cuenta de los borregos, y
disgustado y movido por esa obsesión enfermiza que siempre lo dominaba, ahuyentó
el sueño que casi lo poseía, y de nuevo inició el conteo.
•
Enterado de los descuentos, se dirigió a la
tienda para conseguir sueños a mitad de precio. Lidió con otros la oportunidad
de hallar un sueño que además de gustarle, fuera de su talla. Lamentablemente
todos buscaban lo mismo. Por eso, cuando al fin vio un sueño brillante,
placentero y lleno de promesas, comprendió que se alejara de su alcance,
arrebatado, unas décimas de segundo antes, por un comprador más resuelto.
•
Estoy disgustado con mi pasado, ha sido
dominado por sueños holgazanes y sin futuro, que no se comprometen con nada. ¿Qué
no hay un sueño formal que se case conmigo?
•
Cuando mudó de vida perdió aquel sueño que
había sostenido su matrimonio con pincitas. Ya ves, ¿para qué te divorciaste?
•
“Reparo sueños”, promesa de un psicoanalista
en los anuncios clasificados.
•
Déjame confesarte que el otro día encontré un
sueño debajo de la cama. Ya ni me acordaba de él. Simplemente lo había
olvidado. Era un valioso sueño que de inmediato acomodé entre la codicia y la
pasión, donde siempre pudiera verlo, porque tiene forma de esperanza.
•
Fue un asesino implacable de sueños. No
conforme con matar los suyos, cuando tuvo oportunidad se ocupó de otros
causando una terrible desolación en el futuro del pueblo. Incluso el día de su
ejecución pudo matar algunos sueños: no mostró arrepentimiento frente al
sacerdote que esperaba salvar su alma y sonrió displicente ante el verdugo que
confiaba verlo derrumbarse, como la mayoría, suplicando inútilmente un perdón
de última hora.
•
Era un sueño huérfano, evidentemente sin
madre ni padre. Nadie sabía su procedencia. Unos se inclinaban por la generación
espontánea. Otros hallaban sólida la conjetura de que un viento del norte lo
había traído de un bosque maldito. Los menos, tal vez con mayor certeza, vieron
su origen en oscuras investigaciones realizadas subrepticiamente. Lo cierto es
que desde que llegó, aquel sueño desmoronó la ancestral solidez de todos, nada
quedó en pie. El sueño huérfano fue demoledor como toda nueva, original y
perspicaz ocurrencia.
•
Se divertía con los sueños como si fueran
globos llenos de agua, igual que juguetes para distraer el tiempo serio, del
mismo modo que una invención fantástica rompe el tedio de una tarde. Reía de
sus dimensiones caprichosas, se burlaba de su materia transparente, anulaba sus
significados formales. Por eso, cuando quiso refugiarse entre sus paredes, no
pudo encontrar albergue porque habían adquirido la plenitud de la materia.
COBIJADO POR EL SUELO
Parece el final, pero aún
espero que ocurra algo.
El
teléfono está en la mesa, con la agenda y los números de las urgencias, los
anteojos, la cartera, algunos plátanos, dos saleros, varias servilletas, cinco
libros, tres cajas con medicinas, las cartas de mi hermana, el diario de hoy y
otros de fechas pasadas, una nota de amor, un bolillo duro, cuatro vasos
sucios, medio refresco de un litro, un cuchillo, un plato, un tenedor y dos
cucharas. Inalcanzables objetos para satisfacer necesidades.
Percibo el burbujear de
la bomba en la pecera, el motor del refrigerador, el escándalo televisivo y el
ronroneo dulce del gato cerca de mi oído. Minúsculas porciones de la calle y de
la ciudad rebasan las ventanas. Una mosca me ronda con un zumbido maleante.
Mis párpados gritan sueño
y temo escucharlos.
Veo las patas de la
silla, las telarañas polvorientas del techo y parte del sofá con ojos de párvulo.
El libro que leía está
cerca de mi mano.
La caricia áspera del
minino en mi mejilla y su mirada entornada no alejan las punzadas agudas en mi
pecho y el frío del piso.
Mis débiles piernas y
los brazos también inútiles no pueden contra el lastre de grasa de cien kilos
que me anclan al suelo.
Pero no estoy solo, me
acompañan vividores –irónica
ayuda, inútil compañía– como el gato, el pez y los insectos que comen todo lo
que encuentran.
El dolor me ha domeñado
una y otra vez, trato de ahuyentar lo soezmente; pero sirve más inventar
mentiras para olvidarlo y soñar que lo remontaré a tiempo, aunque parezca
improbable: en el programa de visitas nadie viene hoy. Pero quizá uno de mis
entenados –de los dos que pueden entrar porque tienen llave de mi departamento–
abra la puerta y modifique el desenlace. Muerta su madre, sus visitas se han
vuelto irregulares; paso muchos días sin verlos; para los desagradecidos ya no
existo.
La mosca zumbadora es
atrapada por el felino, es mi héroe con su hocico feroz y sus garras
depredadoras.
La televisión sigue
diciendo frases incomprensibles que no descifro disminuido de mis capacidades.
He permanecido aquí un
periodo corto pero muy intenso. Si pudiera levantarme...
Lo peor es la esperanza;
uno la tiene siempre, parece ser que hasta el último segundo, incluso yo que
declaraba, con mis ochenta años y medio y putrefacto, mil veces lo retrasado de
esta cita.
Pero ha llegado,
inexorable, necesaria, dolorosa. Está aquí, ahora lo entiendo, se acomoda a mi
lado con su gélido silencio, me abruma como el dolor que regresa y me oprime
igual que una tonelada de años y décadas.
El sueño, este sueño que
me envuelve y me cobija maternalmente, es una fuerza inexorable que me
encamina, a pesar de mis inútiles objeciones, por un borroso sendero de atroces
miedos.
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