HERNÁN BRAVO VARELA
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http://www.codigoradio.cultura.df.gob.mx/index.php/palabras-urgentes/13720-hernan-bravo-varela
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PRIMER BLOQUE
(Sol en un cuarto vacío, 1963)
En el último cuadro de Edward Hopper
hay un cuarto vacío.
Las paredes se encuentran bañadas por un sol
invisible que asoma desde una
ventana que sugiere el borroso follaje
de un árbol más borroso todavía.
Las paredes comparten
una esquina de sombra.
En ese cuadro,
las personas no tardan en venir. Están
por arrojar los sobres de la correspondencia
bajo la puerta, están
por tintinear las llaves
en un bolsillo, están
por hacer la mudanza
o clausurar la casa para siempre.
De un momento a otro.
Pero nada se oye, ni las ramas
del árbol que golpea los cristales
de la ventana, el viento
que agita aquellas ramas.
Lo inminente
es una conjetura
de lo que pasa ahora, sin nosotros:
los que, parados fuera o dentro de la casa,
dudamos un momento en entrar o salir
nuevamente, por si olvidamos algo
en un lugar que no se nos olvida.
Estamos con las llaves
en la mano, mirando hacia el vacío. Estamos
inmóviles, de pie, frente a la puerta
que volveremos
a abrir para cerrar
poco después.
De un momento a otro.
*
Si miramos al frente en un cuarto vacío,
podríamos estar en ningún lado.
Por eso no podemos ver el sol
directamente en Hopper.
Por eso proyectamos una sombra
que no podremos ver
a menos que se baje la mirada.
Como la esquina de las dos paredes
en ese último cuadro,
que cuelga en una esquina del museo
con luz tenue.
El guardia está detrás
de la mampara, inmóvil,
sentado, y una gorra le cubre la cabeza.
Las llaves cuelgan de su cinturón
y apenas tintinean al contacto
con el muslo.
El guardia está detrás
de algo, pero no se sabe qué.
(Una gorra le cubre la cabeza.)
Tal vez detrás de abrir y de cerrar la sala
de martes a domingo.
Mientras tanto, no sabe
sino esperar, qué mira la gente en ese cuadro
sobre un cuarto vacío.
Como Hopper.
Cuando le preguntaron qué buscaba
con ese cuadro, dijo: “Me estoy buscando a mí”.
Salimos del museo.
La luz nos encandila por algunos segundos
y, a mitad de camino, se nos olvida dónde
pegaba el sol en ese último cuadro,
si el árbol era un árbol o un arbusto.
Estamos por llegar a casa.
De un momento
a otro.
Galería Nacional de Arte, 13 de enero de 2008
Washington, D. C.
Juglar con fuego
El estadounidense Dana Gioia escribió en una parte de
su polémico ensayo “¿Importa la poesía?” (1991):
…un poeta “famoso” significa hoy alguien famoso sólo para otros
poetas. Pero hay suficientes de ellos como para que esa fama local sea muy
significativa. No hace mucho “sólo los poetas leen poesía” era una aseveración
crítica perniciosa. En esta época resulta una probada estrategia de
mercadotecnia.
Si cada vez se lee menos poesía, la razón está en lo
que Gioia señala. Hoy, un poeta de renombre podrá contar con un público cautivo
pero subatómico, ése que Juan Ramón Jiménez llamaba, con seguridad y candidez,
“la inmensa minoría”: padres, amigos, amantes y aprendices de poetas; algún
narrador despistado; “pocos pero doctos” colegas juntos; funcionarios que
asisten a presentaciones o lecturas por ser sus obligados anfitriones. Ahora
bien: si la producción poética “goza de cabal salud” en nuestro país, según
suele afirmarse, ¿por qué se la lee tan poco? ¿Por qué cada nuevo libro de
poemas genera la expectación de un horóscopo personalizado, incluso entre
colegas? ¿Y por qué, en el peor escenario imaginable, los poetas no seguimos
una estricta dieta caníbal, una feroz política de autoconsumo?
Por
apáticos. Si la poesía goza de un papel privilegiado en la historia de la
cultura, ¿para qué replantear sus medios habituales de difusión? ¿Para qué
aturdirla con estrategias de mercado e imagen propias de la industria de la
moda y el espectáculo? En otras palabras, para qué buscar trabajos de medio
tiempo si podemos vivir holgadamente de la renta de los clásicos; para qué
lucir incrédulos si podemos celebrar la misma sesión espiritista y fingir, ante
un público aburrido pero supersticioso, una “conversación con los difuntos” —y
que, en el fondo, no es más que un monólogo de zombis. Tras una canónica
lectura de poemas (mesa con mantel verde sobre un podio, jarras y vasos de
agua, micrófonos con pedestales, sonido viciado, luz cenital de almacén), el
esfuerzo de materializar el fantasma de la poesía, de traerlo al más acá, se ve
recompensado con una docena de aplausos amaestrados. Una postal de circo y
ocultismo que vendemos a los mismos incautos de siempre.
Por mezquinos. ¿Qué poeta tiene el
suficiente ocio —o, incluso, la estratégica generosidad— como para leer y hasta
recomendar el trabajo de los colegas? Que cada quien se rasque con sus propias
uñas. El problema está en que los poetas las tenemos demasiado cortas, incluso
para nosotros mismos. Lo nuestro es la concepción autista de poemas; lo demás
es asunto de editores, distribuidores, lectores y críticos, y constituye una
metafísica digna de contadores públicos.
Por miedosos. La poesía no puede competir
con otras artes. Los poetas criticamos el entusiasmo del público por las artes
visuales y envidiamos su estatus de patrimonio tangible; lamentamos que la
demorada cristalización de la poesía no atraiga la popularidad del arte
contemporáneo y su rentable negocio de ocurrencias. La poesía, sencillamente,
no puede competir y está en desventaja. De ahí su rencorosa humildad, su baja
autoestima disfrazada de orgullo, sus intrigas góticas y sus misterios —oscuros
y pendejos— de investigador chino. Miedo al ridículo, al fracaso y al error en
los que ya caímos sin darnos cuenta. Miedo a que nuestros poemas, como las
canciones o las películas, puedan entretener y conmover al mismo tiempo, sin
delirios de posteridad. Miedo a que no sepamos cómo hacerlo. Miedo a saber
hacerlo profesionalmente y perdamos de vista el objetivo principal de nuestro
oficio: no la fama, sino la lucidez. “¡Oh inteligencia, soledad en llamas!”,
según cierto Secretario de Relaciones Exteriores.
Y, finalmente, por sublimes. (O cursis,
entendido lo cursi como lo sublime fallido.) Si los poetas somos “¡Torres de
Dios!” y “¡Pararrayos celestes!”, ¿para qué bajarnos al nivel del respetable,
cada vez más ateo y vulgar? ¡“El respetable”! ¡Vaya lugar común!
(Hay lo que hay)
A María Lebedev
No haber amor es un amor también.
Un amor a estar solo.
Le pertenece a alguien que lo siente
por nadie.
Pertenece
a una clase de amor que nadie toma.
Es una clase por correspondencia.
También salir con alguien es entrar
al amor que sentimos
por quien venga a tomarlo.
Si saliéramos a tomar el sol,
lo tomaríamos de quien viniera.
Nos correspondería.
(Cada quien lo suyo)
A la orilla del lago, los solteros
podrían contar pacientemente estrellas,
pero enseguida se distraen.
Ahora,
tumbados sobre el césped, los solteros
lanzan piedras al lago y hunden dos
o tres estrellas antes de que el agua
vuelva a adquirir la misma faz de antes.
Hacia las ocho, el muelle se ilumina;
prenden una fogata. Los solteros
fuman y brindan, comen y se tumban
a la orilla del lago. Las luciérnagas
se reúnen, se encienden, se dispersan.
Lake Anna, Virginia, 24 de mayo de 2008
(Veinticinco centavos, por el
amor de Dios)
A Juan García de Oteyza
Mi padre muerto
vino el otro día.
Me dejó dos cobijas
y una almohada
y se volvió a
morir como solía.
Estaba oscuro,
pero todavía
puedo verme
temblando en su mirada.
Mi padre muerto
vino el otro día.
Ni cuento de terror ni brujería:
mi padre apareció como si nada
y se volvió a morir como solía.
Con todo y que murió de neumonía,
lo vi muy tarde, ya de madrugada.
Mi padre muerto vino el otro día.
Apenas me duró su compañía
lo que tarda en hacerse una redada
y se volvió a morir como solía.
En su ausencia, llegó la policía
y dejé las cobijas y la almohada.
Mi padre muerto vino el otro día
y se volvió a morir como solía.
2829 16th.
St., N. W.
Washington, D. C.
®Hernán Bravo Varela
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