TANIA CASTILLO
¡Clack!
El peor enemigo público es el que interpreta
los hechos de otros, sintiéndose con el derecho de crear suposiciones que luego
se vuelven postulados. Generalmente, el fisgón es el que nunca se atreve a
experimentar. ¡Ay míseros de todos ellos!..
Se le
perdona la muerte al romántico Acuña por culminar su verso con un “Adiós” y
después darse un tiro. Sin embargo, se juzga sin piedad a los que en su más
temida soledad extinguen su llama con otro igual haciendo el acto de comunión
más primitivo y necesario para la humanidad.
Al día siguiente, el
noticiario matutino anunció que habían encontrado a dos suicidas en el baño de
la biblioteca. Lo bueno fue que la alarma pública solo duró una semana. Esas
noticias pierden importancia frente a la alza o la baja del dólar, una cara
bonita o las tonteras que dice un presidente de otro. El amor y la desolación
son temas tan irrelevantes que se resuelven con el Tinder o en el Facebook y lo
que ocurre en las bibliotecas es tan aburrido que nadie se imaginaría lo que
ahí ocurrió…
Morir fue lo
mejor que pudo suceder, porque no
hubiera resistido recordar esa noche entre dramaturgos y poetas malditos, bajo el éxtasis del Eleusis, la asfixia
del Tártaro, el ahogo del infierno, la clandestinidad del Inframundo, el
orgasmo en el Edén, el descanso del paraíso y la envidia de toda la humanidad .
Solo ese
encuentro le agradecí a la vida, y si en otra oportunidad tuviera que elegir mi
propia muerte; lo volvería a hacer casi igual. Solo que de ser posible preferiría
conocer el nombre de mi desolado poeta para inmortalizarlo en mi último suspiro
para después morir apretada con el calor de sus propias manos y no acariciada
por una agujeta.
Asfixiando
Soledades
He visto que lo más valioso de mi cartera es mi carné de
biblioteca”
Laura Bush
Salí del
pueblo con algunas fracturas en el corazón para encontrarme en una ciudad con
decepciones peores. Todos los días saliendo del trabajo me iba a orar a la
biblioteca confiándole a los libros mis penas, mi soledad y además… para
descansar un rato entre lectores, estudiantes y extraños que me hacían sentir
acompañada, integrada… viva.
En el silencio podía
escuchar claramente mis pensamientos y muchas veces si me concentraba también
podía hacer sinfonías con el susurro de mis sueños. En algunas lecturas me
sentía como Madame Bovary y en otras ocasiones me espantaba con el crujir de la
madera del suelo después de leer algún cuento de Edgar Allan Poe. Coleccionaba
personajes para hacerme compañía.
Envidiaba a
aquellos estudiantes por tener la posibilidad de aprender. Mi universidad había
sido la vida ya que mi madre nunca me quiso mandar a la escuela y solo sabía
leer y cocinar. Mi madre decía que los sabios eran personas incomprendidas y
por eso hablaban puras locuras y que por eso, ella no quería a una hija loca.
Abandoné el pueblo y jamás regresé… Bueno, además que el día que me pidieron en
matrimonio mi mamá me negó argumentando que era la más fea de sus hijas y la más chica. Ella creía que me había
parido para cuidarla y no para alguien más.
En fin,
desde que llegué a la ciudad me había empleado como ayudante de cocina porque
era lo único que sabía hacer. Sin embargo, me sentía asfixiada, aburrida, vieja. Solo en la biblioteca
me sentía diferente, libre, bella y por eso me hice devota de aquel lugar;
entre los pasillos y los anaqueles ya que había encontrado el templo que me
daba el aliento para soportar lo cotidiano.
Algún autor
escribió que el amor asfixiaba y ahora sé que es cierto. Estábamos destinados a
conocernos en la puerta de esa biblioteca. Me había maquillado de melancolía jurándome que disfrutaría
el último tomo de la poesía de García Lorca con dignidad, antes de mirarme con
reproches en el espejo contemplando a la mujer de cuarenta años con ganas de
creerse jovencita, pero con las mismas ganas de La Casada Infiel… Él me sonrió
y yo lo ignoré. No era apuesto, pero tampoco era feo. No era un chiquillo, ni
tampoco un viejo. Era alto y su cabello negro ya dibujaba sus primeras canas.
Se veía triste.
Él nuevamente me miró
entre las mesas de la sala. Lo que
más me gustó fue que insistiera lanzando miradas penetrantes en una época en
dónde el galanteo es tan rápido y “moderno” como la sopa instantánea; media
caliente y muy difícil de digerir. Bueno, tampoco diré que rogó muchísimo
porque solo fueron tres miraditas
y con la sonrisita me di por bien servida.
Después de dos
silencios incómodos, un rondín por el pasillo de la sala de consulta y un
tropezón con el carro de los libros de préstamo; él ya estaba tan cerca de mí que lo sentía. Sin decir nada,
sonreí y me levanté para dejar solemnemente los versos de Lorca y con un
suspiro quise unirme al poeta dándole gracias a la Virgen por esas miradillas
traviesas que no se recibían con frecuencia. En un movimiento súbito me tomó de
la mano arrinconándome en el fondo del pasillo. Lo tomé de la mano y con una mirada le señalé las cámaras de
seguridad. A él no le importó. Las palabras sobran cuando hay dos desconocidos
que ya saben lo que quieren.
TERCER BLOQUE
Nos metimos
en el baño de hombres de la biblioteca.
Encontramos una señal amarilla de mantenimiento que colocamos en la
entrada. Luego, él atoró la puerta con una botella de agua aplastada contra el
marco y el piso. Me pareció extraño que con un viejo truco y una señal fuera
suficiente para que nadie abriera la puerta.
Nuestros cuerpos se rozaban
desesperados, con esa necesidad desenfrenada que tiene la piel por ser tentada
después de mucho tiempo, y que no distingue si es por un santo o por un extraño. “La piel es piel” y el
único aullido que reconoce es el de la emergencia. Nos habíamos convertido en
llamas que podían hacer arder todas las enciclopedias, las revistas, los libros
y mapas de aquel lugar.
Era muy tarde cuando
apagaron las luces. La biblioteca había cerrado. Era increíble que nadie se
hubiera dado cuenta de que dos personas estuvieran ahí. Tal vez la suerte nos
había favorecido o, a lo mejor, la idea ignorante de que en las bibliotecas
nunca pasa nada, fue lo que favoreció la situación. Sin embargo, para nosotros
que teníamos toda la noche para explorarnos, leernos, analizarnos, digitarnos,
ensayarnos, comernos, repetirnos, explotarnos, teníamos la energía para
continuar con esa búsqueda desesperada que uno encuentra en la lectura de la
piel ajena.
Después de la séptima vez,
él sugirió que: “subiéramos el encuentro a otro nivel”… (Yo me imaginé hacer el
amor sobre el migitorio ya que era lo único elevado que se podía tentar en esa
oscuridad, pero, no.) Él propuso
con un lírico susurro que nos
quitáramos las agujetas y las uniéramos hasta formar una sola cuerda para
después armar un ocho y colocarnos
la mitad del infinito en cada uno de nuestros cuellos.
Yo había leído
El necronomicón, y ese tema de la eternidad y el simbolismo del número
infinito, lo tenía muy fresco, muy reciente. Entonces, Lo hicimos.
El nudo deslizado
pasaba de jadeo en jadeo, de caricia en caricia hasta llegar al grito. El
éxtasis nos hacía ahorcarnos simultáneamente. Era el juego de la asfixia:
tirábamos y soltábamos al ritmo de los cuerpos. Tirábamos y soltábamos, otra y otra
vez. Pasábamos del allegretto grazioso hasta descansar en el majestuoso lento
casi ahogándose. El placer de otra
persona a la merced de tu propia
asfixia. Ahí supe que era cierto
que algunos placeres consisten en el dolor ajeno y también que cuando uno
sufre, el otro disfruta.
La agujeta
se encarnaba poco a poco en mi cuello pero tampoco quería quitármela. Era el
dolor más dulce, excitante y soportable que me había causado un desconocido ya
que ninguno de mis amantes de cabecera me había dado más que lástima y los
soportaba por conformista y por... fea. ¡Sí, por fea!, porque no hay peor
sentencia que la que dicta tu madre y yo toda la vida me sentí así: “la chica y
la fea”.
La vida se cerraba
con ese ocho mágico hecho por
agujetas cuando recordaba las tristezas y las coincidencias mi existir;
mi madre quería que yo la alimentara hasta el final de sus días y yo en cambio
alimenté a miles de desconocidos huyendo de mi destino. Había buscado el amor
en tantos lugares para recuperar el que me había negado en la juventud y ahora
la juventud se iba dejándome sola. ¡Cuánta razón tenía ese Sófocles cantando
que “Nadie puede huir de su propio destino”! y yo estaba ahí con el destino en
el cuello como Yocasta.
Los suspiros se mezclaban entre los gemidos ahogados
de dos que le hacían culto a su propia nostalgia a través de un acorde
inestable, de una cadencia rota para esa juventud que se pasa dejando las cosas
para después…
Fue la noche en la
que todos mis poros recitaron la lírica de las musas. Él me estremeció con su
llanto cuando confesó que estaba abandonado y fastidiado. Parecía que el
destino había unido a dos desafortunados en el mismo lugar. Lo curioso es que
ninguno hizo planes. Parecía que además de la cuerda en el cuello, lo siguiente
que nos unía era la satisfacción de encontrar a otro desdichado y así
consolarse con la igualdad.
Antes del último
suspiro, él lloró. Sus lágrimas se confundían con sudor y sin saber; comprendía
que era un alma triste como yo. Me lo decían el peso y la desesperación de su
cuerpo que a cada descanso no tomaba fuerza sino que dejaba que la vida
suspirara por él. Yo también lloré, me vine y suspiré.
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