ALEJANDRA CALIXTO
FRAGMENTOS DE LA NOVELA “EN LA PIEL DEL DESAMOR”
CAPÍTULO I ¿QUIÉN ERA YO?
«¿Por qué regresaste? ¡Estás loca!
¡Perdiste la oportunidad de tu vida! ¡No vas a encontrar algo mejor a tu edad!»
Esta fue la letanía que reventó mis oídos cuando regresé a México del viaje que
trastocó mi vida, con la autoestima hecha trizas y los sueños pulverizados.
Pero esto a casi nadie le importó, mucho menos a mi familia en su afán de obtener respuestas que no quise dar.
“¡Váyanse todos al diablo!”, pensé, sin atreverme a abrir la boca y escupirles
mis verdaderos pensamientos, pero me los tragué dejándolos con la duda. Decidí callar… callar como lo hacen
los cobardes que no se atreven a expresar
lo que los mata por dentro: “Que cada quien especule, que cada quien se
cuente su historia, que cada quien crea lo que le venga en gana”, me dije
apretando la mandíbula. Si un día se dan el tiempo de leer lo que narro en
estas páginas, encontrarán las respuestas, conocerán los motivos que tuve para
regresar al lugar del cual huí; sabrán que fueron alguna de las razones de esa
huida, y también, paradójicamente, de mi amargo regreso. Quizá así dejen de
juzgarme y vociferar que perdí la oportunidad de tener un destino mejor.
. La insatisfacción de mi corazón hacía concebirme desconectada del mundo, y perder poco a poco la
pasión por mi trabajo; mi entusiasmo se fue apagando hasta convertirse en un
acto mecanizado y rutinario. Era una vela apagada consumida sin ánimo de
encenderse de nuevo.
Estaba mermada al punto de perder la capacidad
de disfrutar lo que tenía a mi
alrededor —incluida a mi familia— por enfocarme en las carencias y depositar mi
felicidad en alguien que estaba muy lejos de concebirme de la forma en que yo
lo visualizaba. Él trajo a mi desierto camino un alud maravilloso de vida
cuando el destino, la casualidad, Dios, o lo que haya sido, lo alinearon con
mis pasos, carentes de dirección y movimiento. Ese alud de vida subsistió por
un tiempo, menguó ante los ojos y se desmoronó entre los dedos de una mujer
cada vez más desahuciada. Esa mujer era yo.
CAPÍTULO XI EL ÚLTIMO TREN
«El
último tren… El último tren… El último tren», destructoras palabras que
retumbaron en mi mente como si se tratara de una bomba expansiva que acabó con
los restos de autoestima que se resistían a abandonarme.
“Debes
de quedarte con quien te quiera y no con quien tú quieras” .
Todas
esas sentencias impactaron mi ser.
CAPÍTULO XIV LA PARTIDA
El deseo de clavarle un puñal a ese amor no
correspondido y lincharlo de una vez por todas, me cegó a tal punto que no me
di cuenta de que con ello me estaba asesinando a mí misma.
Con la visión de que no había absolutamente
nada que me detuviera, continué mis pasos sobre el camino tortuoso de la huida.
Mis libros, agendas y fotografías formaron
una montaña cubierta de recuerdos; me senté en los sillones que eran al mismo
tiempo mi cama para fijar la mirada en el piso mientras apretaba en mi pecho
todos los documentos debidamente apostillados para tramitar el certificado de
soltería en París.
Al cabo de unos minutos, Coquito entró y
fingí la mejor de mis sonrisas, proeza inútil ante aquellos ojos vestidos por
años de experiencia ante la vida.
Ella siempre supo lo que me ocurría, sin
embargo su pensamiento era el resultado
de historias amorosas desdichadas, los cuales ahuyentaron la esperanza
de tener un desenlace feliz con Héctor:
—Hija, deberías ser la más feliz. Si tu
madre viviera, estaría orgullosa de ti; mírame —alzó mi mirada—. ¿Quieres
llegar vieja y sola a mi edad?
Dormí con esa consigna que producía un eco
lúgubre en mi corazón, misma que me acompañó en esa última noche.
La llegada al aeropuerto ahuyentó mis
pensamientos que estaban a punto de quebrarme…
Moría de pavor sin tener la valentía de
aceptarlo, no tuve el coraje ni la fuerza para detener aquella catástrofe y
enfrentar los demonios que circulaban en mi vida; carecía de voluntad y deseaba
ser rescatada como en los estúpidos cuentos de hadas, a la espera de un milagro
que cabalgara hacía mí con
el anhelado mensaje de su príncipe azul diciendo: “No te vayas.”
Respiré resignada y apagué el celular al
mismo tiempo que una espada atravesaba mi médula dorsal porque ni el mensaje y
mucho menos el príncipe llegaron… al menos en ese momento ni por esa vía. El
avión emprendió el vuelo con el nombre de Héctor rasgando mi garganta.
CAPÍTULO XVIII LA OTRA VOZ
El
vacío que traía conmigo no fue posible llenarlo con atenciones, lujos y buenas
intenciones. Las palabras de Coquito no estaban cumpliéndose, al contrario, ese
aterrador vacío se iba incrementando.
Un
sentimiento de indefensión comenzó a aprisionarme, hasta ese momento me percaté
del valor de mi profesión y del trabajo que ejercía, que desdeñé y minimicé
infinidad de veces por mi amor frustrado, por el hartazgo de una familia que
todo tenía menos ser precisamente una familia y que, paradójicamente, con todas
sus deficiencias, disfuncionalidad y diferencias, ya extrañaba.
Una
tarde, recordé las sentencias de Coquito que no eran más que malditos mitos de
una herencia matriarcal castrante, aterradora; tan aterradora como el monstruo
de la verdad que se asomaba y del cual me escondía en lugar de enfrentarlo. La
palabra fracaso era inadmisible en la
primogénita, en la profesionista, en la solterona que tuvo la suerte de encontrar
un hombre bueno con dinero. No, no era posible reconocerlo ante la familia de
la que huí.
Aquel
temido leviatán apareció con mayor ímpetu en una ocasión cuando me dispuse a
bañarme en aquella tina cuya regadera demandaba estar de pie… Ahí parada, vi mi
cuerpo desnudo reflejado en el espejo. Nunca me vi como en aquella ocasión, con
mi propio reflejo absorto, inmóvil. Ese acto me confrontó conmigo misma, y
entablé un diálogo al tú por tú: “Lilián, deja de esconderte y lloriquear, solo
tienes dos caminos: aguantarte y seguir contándole a los demás el cuento de que
eres la mujer más feliz con alguien que no amas pero con una vida cómoda, sin
preocupaciones…o el de regresarte a México con la cola entre las patas, con el
estandarte de fracasada ondeando rimbombantemente y comenzar de cero.”
El
temor de ser señalada, además de solterona, “fracasada”, me condujo a decidir
continuar, aguantarme, sobrellevar a Monsieur Bouvet, proseguir contra viento y
marea… Sin embargo, no conté con que me iría marchitando junto con aquella
planta que François comprara el primer día de estancia en Marsella.
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