ÁUREA REZA
El Comienzo
Narraba María de la Sagrada Concepción a sus
nietas que su padre a menudo se ausentaba de la casa, aparejaba dos mulas y
llevaba varios costales. Marchaba al monte, a lo más profundo; él decía que iba
por cal, era buen negocio vender el maíz y la cal para la elaboración del
nixtamal, sin embargo, llegaba con los sacos
repletos de monedas de oro, al menos eso era lo que ella escuchaba,
aunque nunca lo supo de cierto. Se corrió el rumor de que había hecho pacto con
el diablo, y todita su alma ya le pertenecía a Satanás, como además los rasgos
de su rostro se endurecieron, infundía miedo a los habitantes del pueblo, ya no
sólo lo respetaban, también lo temían, pero, a pesar de este sobresalto, no les
quedaba más remedio que trabajar para él, de otro modo podrían morir de hambre.
La mujer de Felipe se inquietaba bastante durante esas ausencias, pues por aquel tiempo
se tenía conocimiento de la existencia de una banda de salteadores de caminos,
conocidos como “Los plateados”. Lo inhóspito de la región permitía al cabecilla
tener su guarida en una de las cuevas. Aún hoy algunas personas han encontrado
monedas de oro tiradas en medio de los zacatonales. Así que la pobre señora se
apaciguaba hasta que por fin veía al marido recorrer la rampa empedrada de Paloco sin que los bandidos lo hubiesen
despojado de las mulas o la cal.
La riqueza de Felipe aumentó cada vez más:
compró muchos terrenos de manera que en poco tiempo era dueño de casi toda la región; además, los
rumores gritaban que en alguna parte de la casa tenía enterrados barriles
atiborrados de oro. Decían los decires que quienes intentaran encontrar el
tesoro, al abrir la barrica se pondrían negros como el carbón y morirían al
poco tiempo sin conseguir apoderarse de la fortuna.
Años después de la muerte de Emiliano, cuando la
familia se hallaba casi en la ruina y Paloco deshabitado, uno de sus hijos
pretendió encontrar el oro que algunos
afirmaban aún estaba dentro de la propiedad, así que contrató a unos
buscadores de tesoros. Las herramientas los orientaron al aljibe. Excavaron por
varios días pero los resultados fueron negativos: no encontraron nada. Sin
embargo, no desistieron, prolongaron las jornadas con mayor esmero. Los trabajadores se encontraban solos durante la
búsqueda. Una tarde, los dueños de la
casa llegaron para enterarse de las novedades. Les ocasionó extrañeza que los
buscadores de tesoros no estuvieran laborando, todo lucía un poco desordenado
pero la presencia de la ropa y los instrumentos de trabajo les dieron la
certeza de que aquellos hombres regresarían en cualquier momento. Esperaron en
balde: jamás se les volvió a ver.
Olores
Algunos piensan que me casé por malquerencia,
despechada. Son juicios errados: fue por amor, por puritito amor, lo puedo
jurar en el nombre de Dios, ¡o por el Santo que quieran! El aroma a madera recién talada emanado del
cuerpo de aquel hombre penetró hasta mis
vísceras, enloqueció mi razón. Me rendí a la voluntad, al gesto arrogante de un ser grotesco y hueco.
Pero, ese amor pertenece al olvido.
De mi
boda lo que más recuerdo es el aliento ácido de los invitados. El airecillo
desabrido que salía de las mal cuidadas bocas abofeteaba mi rostro cuando se
acercaban para darme un abrazo y desearme bienestar, suerte, dicha, en fin,
“los mejores deseos”, pero lo único que yo quería en ese momento era que me
hablaran de ladito –así se dice ¿no?-. Yo no dejaba de sonreír, pues –la mera
verdad- trataba de presumir la dentadura postiza recién estrenada ¡no en vano mi padre
había gastado tanto dinero en cumplirme el capricho! En fin, yo lucía radiante:
orgullosa de mis dientes de oro y de mi marido tullido.
Fui
la primogénita de un joven matrimonio venturoso, católico –por supuesto- y
respetado dentro de la sociedad de una
pequeña ciudad. Ambas familias –la de mi padre y la de mi madre-
esperaron mi nacimiento con gozo, no hubo antojo u ocurrencia que no le
consintieran a la futura mamá. La llegada de seis hijas más no me impidió ser
la favorita, la consentida de todos. Mis padres se hinchaban de orgullo cuando
las personas ajenas admiraban a su
“pequeña muñeca” de oscuro cabello ondeado, mejillas rosadas y olfato de pastor
belga.
La
manía por apreciar los olores hasta la exageración, se dio sin querer, sin
darme cuenta, o quizá ya la traía desde las entrañas de mi madre y poco a poco
fue en aumento, ¡maldita sea, no lo sé! Lo que sí supe desde la infancia es que
distinguir el olor de las personas, de las casas, animales, etcétera, me daba
un poder, el poder de hacer algo.
Desde
niña disfrutaba la fragancia de las flores, del campo; los aromas de la cocina
me deleitaban. Después de la lluvia dan ganas de comer la tierra húmeda, creo
que lo hice en varias ocasiones. Era divertido adivinar quién había estado en
la sala de la casa –o en cualquier parte- solo por el aroma que dejaba
impregnado en el lugar. Cada quien tiene su propio aroma, inconfundible, único.
En aquel tiempo yo pensaba que siempre teníamos el mismo, ahora sé que no es
así, va cambiando. Antes, mi pelo suelto
tenía la esencia de las flores, de rosas –sobre todo-; ahora, apesto a sangre.
Bueno, pues, nada es para siempre. Un día
él, mi esposo, empezó a oler a pasado, a rancio, a una vida que me recordaba la
nulidad de mi existencia, el vacío de mi vientre, los días malogrados. El aroma
a madera recién talada se convirtió en un fastidioso aroma a muerte, por eso lo
maté.
Paloco
No me gusta
escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Añoro
la casa de mis abuelos. Los atiborrados sincolotes, que me parecían
gigantescos, las dos trojes, los corrales llenos de vacas, gallinas, pollos y
marranos. Echo de menos los corceles, las yeguas y las mulas, aposentados
en la caballeriza.
No me
gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Aún me
recuerdo en el tlapanco, corriendo descalza sobre el maíz desgranado. ¡El
tonacayotl, nuestra carne, nuestro sustento! La placentera sensación de unión
con la naturaleza quedó escondida en mi piel para siempre.
No me gusta
escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Me
imagino paseando a caballo por los terrenos de mi abuelo, recorriendo los
sembradíos de zanahorias, avena, trigo,
chicharos y forraje. Veo a los cortadores de chícharo -los tocanicanihuizi- entregados a la faena diaria.
Cuando tienen hambre comen canihuizi asados o crudos, ¡en la milpa son
deliciosos!
No me
gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
Un perro negro ladra que ladra. Emiliano, el de
la voz viril y sonrisa seductora, colosales patillas, el infiel, el semental, pronto llegará. El zaguán de madera deberá
abrirse y yo dejaré de columpiarme de la puerta pequeña del pórtico.
No me gusta
escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
El
aljibe era el lugar preferido de mi abuela.
Igualmente era mi favorito. Yo recorría las orillas del tanque sin
temor, altiva, como retando a la vida o a la muerte, no lo sé. Mientras,
Consuelo, la mal querida, la desconsolada, la india de ojos recios, la que
asistía a los pichones y daba puños de maíz quebrado a las gallinas, se sentaba
a un costado, trenzaba su hermoso cabello, divisaba el agua, así permanecía durante mucho tiempo…
Acaso un día
pretendió echarse al aljibe para morir y ¡renacer más libre que nunca! ¡No!
Supongo que no.
Pero no me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga.
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