ROGER VILAR
"Una Oscura pasión por mamá"
PRIMER FRAGMENTO
Mi madre me ató las manos a una tabla de
carnicero y me las cortó de un hachazo. “¡Niño malvado, ya es hora de que
empieces tu relato!” Me siento sobre un tronco. Delante de mí hay una mazmorra.
Dentro de ella mis manos, sin brazos, sin cuerpo, escriben que yo me marché de
la isla. Ahora, después de muchos años, regreso caminando sobre el aire. La
noche es luminosa. Abajo está mi casa sin techo. Nadie duerme en la cama de mi
padre; en la suya mi madre yace muy quieta. ¿Estará viva? ¿Me reconocerá? ¿Se
dará cuenta de que he regresado? Comienzo a gritarle desde las alturas. “¡Mamá,
mamá…! ¡Aquí estoy de nuevo!” Ella no se mueve. Intento dar unas fuertes
palmadas, pero mis muñones sólo producen un ruido apagado. Nunca podré
despertarla. Pero estoy equivocado. Mi madre se levanta, patea los muebles y
golpea las paredes; va hasta la panera que hay en la cocina, la abre, saca con
las uñas unos mendrugos secos y empieza a tragarlos con voracidad. Cómo es
posible que coma esa basura. Quiero alertarla desde el aire, vuelvo a
entrechocar mis muñones. Con cada golpe a ella se le parte una uña. Sangra. No
se da por vencida. Saca la lengua para lamer la tabla. Golpeo más fuerte,
provoco una hemorragia en sus encías y otra vez me salen las manos, pero
truncas, sin dedos. Escupiendo coágulos, pedazos de dientes podridos y
maldiciendo, mi madre escapa a la calle. Desciendo para estar frente a ella.
Tiene la cara llena de manchas y usa un vestido muy viejo, casi harapos, de
cuadritos negros y blancos. Abre la boca sangrante, tal vez quiere decir algo
pero no puede. “¡No debes comer esas basuras, mamá!”, le digo. Retrocede. Los
dientes rotos le castañean. No puede apartar la vista de las venas y nervios
que cuelgan de mis manos. “¿Te gustan mis venas, mamá? Pronto te tocaré con
ellas para demostrarte mi amor”. No responde. Sigue retrocediendo por la calle
oscura. A ambos lados apenas se dibujan los portales silenciosos. “Ven, quiero
darte un abrazo, te he extrañado mucho mientras vivía en el extranjero”. Mi
madre sale corriendo calle abajo, pero la alcanzo y la detengo con mi manojo de
arterias colgantes. Siento el olor de su carne quemada. “¡Suéltame, hijo,
suéltame!” Se libera de mí. La piel le humea. “Quiero prepararte algo de
comer”. “¿Entonces por qué no me invitas a pasar?” “¡Perdóname, perdóname...
perdóname! ¿Me perdonas? Ven, vamos a la cama donde dormías cuando eras un
niño”. Me empuja por el pecho y me va conduciendo. Sus manos de uñas sangrantes
cada vez presionan menos, más bien acarician; con suavidad, con lentitud, las
introduce debajo de mi camisa. “Tú, hijo, no muevas los brazos y no me toques”,
me pide. Me besa el cuello, lo muerde. “No sabes lo duro que es para una madre
dejar de acariciar a su hijo por tantos años”, me susurra al oído. Tomo sus
hombros y la aparto. Chilla como una lechuza atormentada. Del vestido vuelan
chispas de fuego, se las sacude y me dice: “Bueno, pasemos”. No veo la casa que
divisé desde las alturas. Sólo hay unos palos carbonizados y unas paredes en
ruinas. “¿Qué ha pasado aquí?”, le pregunto. “¿Hubo una guerra?” Ella se queda
muda.
SEGUNDO FRAGMENTO
Creo que el amanecer ya está próximo. A mi madre
se le cierran los párpados de cansancio. “Ya vámonos a acostar”, me pide. “No,
todavía no, vamos a conversar un rato, hacía muchos años que no hablábamos”.
“Bueno…”. “Pues fíjate, madre, que tengo un nombre en la cabeza, me da vueltas
y vueltas”. “Escríbelo, a lo mejor es tu nombre, que ya lo has recordado”. “No,
es un nombre de mujer, y no se va, Elenor, Elenor, Elenor, da vueltas y más
vueltas”. “¿Quién es ella, hijo?” “No sé, estoy seguro de no haberla conocido,
sin embargo la puedo describir, es bella, una sola palabra suya es como si te
tocara el sol”. “Esos nombres de gente desconocida pertenecen a almas en pena. Ruega
a Dios, hijo, para que Elenor nunca te encuentre, porque seguramente está
endemoniada y te matará”. “No recuerdo ningún rezo, mamá”. “Entonces te eduqué
mal, no corté todo lo malo de ti, pero algo haré, tendré que pensarlo”. A pesar
de la hora que es mi padre todavía no aparece. Siento mucho miedo por él.
¿Estará muerto? No me atrevo a preguntarle a mi madre. “Bueno, hijo, ya si
quieres vamos a dormir, acuéstate en mi cama, quiero sentir tu calor, complace
a tu madre”. Imagino su pelo sucio contra mi cara, sus costillas se encajarían
en mi pecho, y los huesos de sus nalgas en mis muslos. Si tuviera unas nalgas
gordas, lozanas, perfectamente engarzadas a una cintura fina, sería placentero.
Más adelante la engordaré y la disfrutaré, me digo. “No, de ninguna manera, no
dormiré contigo, dormiré en mi cama”. Pienso que me regañará, pero sólo sonríe
con una mezcla de astucia y tristeza. “Bueno, que Dios te bendiga, ¿qué le
habrá pasado a tu padre que todavía no llega? El pobre trabaja tanto. ¿No
quieres que te diga otro pasaje del Apocalipsis? No, mejor mañana, debes de
estar cansado. Bueno, si te vas antes de que yo me despierte, no olvides darme
un beso, aunque esté dormida”.
TERCER FRAGMENTO
Despierto en este sillón, frente al amanecer,
que le da un tono entre neblinoso y plateado al mar que se estrella en el
malecón. Ya llevo tres días sentado aquí, no siento hambre, pero sí un gran
cansancio. Hago un esfuerzo por seguir imaginándote, Elenor. No tener la
certeza de si eres real es triste, pero me da una ventaja: puedo manejar tus actos.
Supondré que vas a salir de tu extraño monacato ateo para buscarme por amor. Si
me encuentras podrás salvarme de los acosos sexuales de mi madre, y tal vez
conducirme hasta la mujer que antaño conocí como mi engendradora y que siempre
me profesó un decente amor. Mejor aun, podrías descubrir donde está “el emisor
de pesadillas” y destruirlo. Así no tendré que entrar a esa torre blanca que me
horroriza, y a la que mi madre me ordena ir cuando se aparece en sueños. Por
estos motivos iniciaré tu proceso de salida a la calle. No te preocupes. Lo
haré de manera lenta, para que no mueras de un susto. Así: A través de las
grietas de tu casa, que ignoro dónde está, se filtran los primeros rayos del
sol, pero en tu mente, Elenor, sólo hay silencio. Las telarañas semejan un
tejido de filamentos de oro. Algunos recuerdos intentan aflorar. “Vitrinas...
tiendas.... ¿o joyerías con gargantillas? ¿Iba con él? No, nada, cállate, no te
hables”. Escuchas un crujido de maderas viejas. Tus ojos se encuentran con ese
ser lastimoso y brutal que ha perdido la condición humana. Sé que
desgraciadamente es el encargado de alimentarte a cambio de favores sexuales.
El ser está subido en una traviesa que sostiene el viejo techo a dos aguas. “No
te hables...”, repite con voz chillona. Su grado de idiotez te repugna.
“Siempre repite la última frase, le es imposible aprenderse todo lo que digo”,
piensas. Da un gran salto, cae junto a ti, y deposita en el suelo un pedazo de
carne. Parece arrancado de algún cuerpo vivo a mano limpia y aún gotea sangre.
“¿De dónde lo habrá sacado?”, te preguntas. Yo conjeturo que quedan algunos
cubanos, muertos de miedo, saltando de ruina en ruina, cazando y siendo cazados.
“¿De dónde lo habrá sacado?”, repite el ser que te alimenta y salta de alegría.
Intuyes, Elenor, lo que él desea, pero te duele horriblemente la pelvis, debes
de estar inflamada por dentro. Él es insaciable y su órgano sexual,
desmesurado. Me abate, Elenor, que hayas tenido que entregarte a tales
suciedades para poder comer... Tú, tan bella, tan delicada. Siento el
sufrimiento, la vergüenza de aquellos caballeros medievales que perdieron el
honor por no tomar las armas para salvar a su dama. Elenor, quiero pensar que
tú eras mi dama y te abandoné a las bestialidades de esta isla; me fui
dejándote atrás, a merced de una sola opción para sobrevivir: vender el cuerpo,
escupir sobre los sentimientos. No sé si te llamabas Elenor entonces, pero sé
que abandoné a una mujer que amaba. Lo he pagado imaginando cómo esa basura
viviente, tu proveedor, te obliga a que lo complazcas en sus más mínimos
caprichos sexuales, y cómo (a pesar de todo la carne es débil) te habrá hecho
vivir por lo menos algunos instantes de placer.
®Roger del Villar.
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