ROUSSE-LARA
El pueblo
escondido en la niebla; fragmento.
Daphne
platicaba con Cosme mientras regresábamos por nuestras cosas para emprender el
viaje de regreso. Intentaba distraerlo y animarlo mientras que un pensamiento
se empezó a gestar en mi cabeza. Quizás comenzó a formarse desde antes pero en
ese momento me di cuenta de él; no supe en realidad qué estaba pasando pero
intenté eludirlo ya que desafiaba el sentido común en su totalidad; sin embargo
cobró mucha fuerza en instantes. ¿Las causas? Probablemente Cosme y su
tristeza, la nueva aceptación de Ali, doña Raquel despidiéndose de nosotros, la
amabilidad de doña Aquilea y don Arcadio; el lugar tan misterioso en el que
estábamos, la frustración de no haber concluido de manera óptima la labor por
la que habíamos ido… Todo eso se volvió más grande que yo al grado de no poder
contenerlo.
Llegamos donde estaban las cosas, las observé
ahí tiradas; Daphne se estaba poniendo su mochila.
—¿Me das el pegamento? —le preguntó Cosme a mi
compañera.
—¡Ah, Sí! Perdón, lo había olvidado —le
respondió. Se agachó para abrir la mochila de herramientas y sacó mi piedra
para buscar el bote metálico de pegamento
—Daphne… —le dije. La joven volteó—. Quiero
quedarme para arreglar el invernadero de Cosme —ahí estaba, lo había dicho para
sorpresa de todos, incluyéndome.
A Cosme se le iluminaron los ojos, era una gran
noticia para él.
—¿De verdad, Germán? —me preguntó el joven.
—Pero… tenemos que regresar —me dijo Daphne tan
confundida como sorprendida—. Tenemos que regresar a la universidad…
—Ya terminamos con la universidad —le dije con
una sonrisa—. Nuestro certificado nos lo dan la próxima semana.
—Pero… no querías ni venir.
—No, y no pretendo quedarme mucho tiempo. Mi
comida pronto se va a terminar y necesito lavar mi ropa… o comprar otra; no sé
si después de lavarla quedará limpia —respondí—. Quiero terminar la labor por
la que hemos venido. Le puedes decir a Sebas
que en su informe contemple este invernadero.
—Nosotros te podemos dar de comer, Germán —dijo
el joven que sólo nos observaba.
—Gracias Cosme —le dije sonriente.
—¿Cómo vas a regresar? —me preguntó
Daphne.
—Pues de San Bernabé deben salir camiones
a Pachuca o algo así, y de ahí estoy seguro que salen al DF.
—Van a Tulancingo; de ahí a la ciudad —me
corrigió Cosme.
—¡Ya ves! Van a Tulancingo.
—No… esto no parece buena idea —continuó
Daphne.
—Sólo un par de días más, en lo que
termino el invernadero. Para el fin de semana voy a estar de vuelta.
El
pueblo escondido en la niebla; fragmento.
Le
pregunté a don Severo si me permitía bañarme en su temazcalito. Respondió afirmativamente,
así que fui a la casa de campaña en busca de mi shampoo, mi jabón, mi toalla y
mi ropa limpia. Estaba lleno de tierra y sudor, pocas veces en mi vida me había
encontrado en esas condiciones, pero en aquella ocasión no me importaba, me sentía
muy bien rodeado de toda esa gente.
Caminamos pocos minutos hasta el temazcal; se
trataba de un cuarto hecho de madera al igual que las casas, donde Cosme vertía
agua en un recipiente de metal que se posaba sobre un brasero encendido.
El papá de Cosme abrió la puerta; en el
interior había una tina redonda hecha de ladrillos incrustada en el suelo. De
un lado bajaba una canaleta por donde llegaba el agua caliente desde el
exterior, tenía tres escalones para llegar al centro y me pareció distinguir un
tapón hecho con un madero para que el agua saliera una vez que se había usado.
El vapor subía y se condensaba en el techo; don
Severo me dijo que ya estaba buena el agua, así que me metí. Cosme me dijo que
le avisara cuándo vaciar lo que quedaba del agua caliente.
Entré, colgué mi ropa en un clavo, bajé por los
escalones y sentí la deliciosa agua caliente en mi piel. Tomé el shampoo y el
jabón para darme el baño que había ansiado desde hacía días atrás.
Estar ahí fue reconfortante y me dio unos
minutos para pensar en todo lo que me había sucedido en esos días… Cosme, doña
Aquilea, Alicia… La imagen de la niña gruñona interrumpió mis pensamientos.
Nuestro primer encuentro fue gracioso, cuando me quería vender una gallina a
ciento cincuenta pesos. Pensé en lo que había dicho, eso de que Arcadio tenía
algo así como un don para hacer crecer el maíz; me pregunté si todos ahí tenían
dones, y si así era, ¿cuál era el de ella? Mis pensamientos fueron
interrumpidos por Cosme:
—¡¿Ya, Germán?! —preguntó si
ya vaciaba la última porción de agua caliente.
—¡¿Primero quito el tapón,
verdad?! —respondí. A lo que Cosme respondió que sí.
—¡Te espero en mi casa, Germán! —gritó el joven
después de haber llenado de nuevo la tina.
Mientras que el vapor se elevaba en el cuarto,
yo me recargué en el borde y cerré los ojos. Observé escenas de lo que había
pasado en esos días: Los invernaderos, Daphne y Sebastián, el Chaparro gruñendo, doña Chabela y don
José, doña Domitila… recordé a la compañera de la que había dicho que no olvidaría
su nombre… pero lo había olvidado de nuevo; no era importante ya.
El
Pueblo escondido en la niebla; fragmento.
—¡Llévenlo
a la “suit” de invitados! —dijo el gordo presidente cara de perro.
Dos hombres me empujaron para que caminara al
interior de una casa bastante grande; pensé que me llevarían a la estación de
policía, pero el mismo presidente se iba a ocupar de la situación, cualquiera
que fuera… No me extrañó.
El clima nocturno era frío y húmedo cuando
subimos por una escalera dentro de la construcción rosada estilo colonial.
Pasamos frente a un cuarto abierto con un cordón que impedía el paso, del que
colgaba un letrero escrito a mano que decía “clausurado”; lo poco que pude ver
del interior estaba chamuscado, con cortinas a la mitad, consumidas por un
fuego extinto; pensé en Catarino, él había sido el causante del incendió en el
palacio municipal; se me escapó una sonrisa.
La temperatura no me afectaba, incluso tenía
calor acompañado de una rabia inmensa. Me sentía como un animal salvaje; iba a
aprovechar cualquier oportunidad para escapar de ahí.
—¿De qué te ríes? —me preguntó el tipo de barba
mal rasurada a mi derecha.
Abrieron una puerta en la segunda planta; se
trataba de un baño no muy limpio, con mosaicos faltantes en las paredes. Me
empujaron al interior, yo me resistí, pero tropecé con el hoyo de una coladera
destapada en el suelo.
—A ver si te sigues riendo, pendejo —me dijo el
barbón y, en seguida, me pateó en dos ocasiones y cerró la puerta. “No me van a
detener”, pensé.
Escuché al individuo con el que había
discutido en el mercado; coqueteaba con una edecán: “Pus te ves rechula en
esas mallitas amarillitas… así… apretaditas”, dijo entre otras cosas. Luego una
puerta se cerró y al poco tiempo escuché a una mujer gemir junto con el
arrítmico golpeteo de un mueble contra una de las paredes del baño. El ruido
duró menos de dos minutos y entendí por qué razón esas mujeres consiguieron el
puesto de edecanes para la campaña.
Antes de que todo oscureciera por completo, me
dediqué a inspeccionar el lugar para encontrar algo que me sirviera como arma
pero no encontré nada; golpeé los mosaicos para encontrar un punto hueco por el
cual pudiera escapar; vi si podía hacer más grande el agujero de la coladera,
pero no tuve éxito. Había una ventana con barrotes que moví por si alguno
estaba flojo, pero pese a todos mis intentos, aquel palacio municipal estaba
bien construido.
No estuve seguro de cuánto tiempo pasé ahí;
unas tres horas quizás, antes de que una luz se asomara por debajo de la puerta
y unos pasos se acercaran.
—El Ángel quiere verte —dijo un hombre que
abrió la puerta—. ¡Párate! —me tomó del brazo y me jaló.
Yo me abalancé contra él pero un segundo hombre me sujetó y me golpeó el
abdomen un par de veces; no me dolió.
Caminamos por el pasillo de varias
puertas de madera; bajamos hasta el primer piso y cruzamos frente a unas
amplias escaleras que llegaban al patio situado en medio del edificio con forma
de herradura; la reja por donde entramos era custodiada por dos hombres. El
tipo con el que discutí en el mercado estaba recargado en el barandal besando
asquerosamente a la que asumí era otra edecán, por sus ropas azules brillantes.
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