PTEROCLES ARENARIUS
La
niña de los besos
El día que la besé
eran las tres de la mañana y quince minutos antes ella iba corriendo como una
zorrita que persigue la jauría y no llevaba más ropa que calzones y zapatos.
Era
como ver un ángel o bien, por qué no, un demonio. Corría con desesperación,
pero nadie la perseguía, o al menos no era visible.
Yo
iba caminando por la gran avenida Troncoso y ella quizá salió de entre los múltiples
condominios de por ahí. La vi desde lejos, tenía muy buena condición física o
estaba drogada porque corrió unos dos minutos a la máxima velocidad que daba su
cuerpo delgado, blanco, hermoso.
Al
principio era un punto blanco. Luego me dije es una vieja encuerada. Me detuve
a mirar. Venía sobre la acera en que yo caminaba. Y además está buenísima, me dije.
Pero desde unos cien metros me percibiría porque desvió su trayectoria para no
ir hacia mí.
Me
atravesé la avenida tratando de que su trayectoria coincidiera con mi posición.
Empecé a ver con claridad como se sacudían sus pechos a cada paso de su carrera.
Era un deleite verlos sacudirse. Nadie, nada la perseguía. Me atravesé en su
camino. Por allá lejos pasó un carro. No se dio cuenta de que la belleza corría
desnuda por la avenida Troncoso.
Cuando
estaba a diez metros de mí ―que me fui centrando para que ella llegara hasta
donde yo estaba―, habrá notado mi intención y gritó ¡aaaaaahhhhhh! como un
kamikaze, colocó sus manitas al frente y se dirigió directamente contra mi
pecho. Creo que intenté apartarme, me asustó el grito, la muchacha corría muy
fuerte, pero entonces ella enfiló hacia mí.
El
choque fue brutal. Me derribó y cayó encima de mí. Creo que me hizo volar pocos
metros. Empezó a golpearme, arañarme, morderme. Dios santo.
Como
pude me quité. Y traté de huir. Esperaba que llegaran los perseguidores o uno
por lo menos. Nadie llegó.
Siguió
golpeándome. Puñetazos, patadas, rasguñones. No supe qué hacer. Salvajes
rasguños de gata, tarascadas de perra. Me protegí y le di la espalda. Se fue
caminando. Vi sus bonitas nalgas dibujadas debajo del calzoncito, sus hombros
estrechos respirando agitados. Vi uno de sus pechos pequeños desde atrás. Ella
temblaba. Estaba desgreñada. Lloraba.
Estábamos
en un estrecho camellón de la gran avenida.
―Qué
pedo, manita… ―Se volvió.
―Hijos
de su puta madre. ―Dijo al vacío.
Supuse
que habrían intentado violarla. La madrearon, la encueraron, supuse. Pero es
una perrita. Brava. Se les peló. Supuse. Se detuvo.
―Dame
un cigarro. ―Lo encendió después de arrebatarme el cricket, agitada, resoplando, temblorosa.
Me
quité la chamarra y se la puse cuando ella me miraba como se mira a un marciano.
―Hijos
de perra ―dijo y metió las manos en las mangas de la chamarra―. Acompáñame,
güey.
―¿A
dónde vas?
―Aquí…
Es aquí a dos calles.
Se
me abrazó. Caminamos las dos calles abrazados. Fumando.
De
pronto decía hijos de su puta madre.
―–¿Qué
te pasó, amiguita?
―Hijos
de su perra madre.
Entramos
en uno de los condominios.
―Carnalita,
te dejo en tu casa.
Me
miró con sus ojos de loca detrás de los cabellos que le caían sobre el bonito rostro.
Los rasguños me palpitaban, los madrazos eran como clavos en mi jeta.
―¿No
quieres una chela? ¿Un toque? ―Me metió al departamento jalando. Cerró la
puerta. Aventó mi chamarra por donde sea. Se fue encuerada y regresó en camisón
y con dos cervezas. Me dio una, estaba fría. No había muebles, pero sí gran
cantidad de objetos con clasificación próxima a la de basura. Se puso a forjar
luego de poner la chela sobre un bote de pintura. El cigarro estuvo listo muy
pronto y le dio unas fumadas de prolongación sorprendente e intensidad amorosa.
―Jálale.
Fumé.
Era buena mota.
Le
devolví el cigarro y me abrazó.
Se
puso a darme unos besos inolvidables. Largos. Pausados. Tiernos. Lentos. Era
como si me ensalivara el completo rostro. Fumaba mariguana y me pasaba el humo
en los besos.
Amor
mío.
―Pásame
el humo ―dijo. Le jalé al cigarro de mota y ella me dio el beso más rabioso, el
más violento de mi vida. Me quería sacar las anginas para llevarse el humo, me
quería comer como si fuera yo la mota personificada. Me inclinaba para
alcanzarla, se estiraba para sentirme. Mis brazos fueron a su cintura, los
suyos sobre mi cuello. Repetimos el beso mariguano en la más enloquecida y
deliciosa tanda de besos hasta que se acabó el cigarro. Y seguimos besándonos.
Me
agarró descuidado y abrió la bragueta. Sacó mi verga. Se hincó y se puso a
besarla. Luego se la metió en la boca. E hizo cosas divinas.
De
pronto se puso de pie.
―¿Eso
era lo que querías verdad, cabrón?
―Chiquita
preciosa, ¿cómo te llamas, mi amor?
Se
fue al fondo del cuarto y trajo un bote de pintura en espray de la que usan los
grafiteros. Me roció el pecho, los hombros, el cuello, la cabeza y la verga
parada, entre el insoportable olor a solvente químico actuaba minuciosa, como
haciendo un trabajo especializado. Sólo dije sin demasiada convicción “No,
espérame, no me pintes”.
Sonrió
como demonio mientras apartaba el chorro de espray. Lo encendió con la flama
del cricket.
Cuando
dirigía la bocanada de fuego hacia mí salí corriendo. Tenía los pantalones
hasta el suelo. En la desesperación no supe cómo me los quité.
Dos
minutos después yo corría por Troncoso desesperadamente a las tres y media de
la mañana. Nada más es posible hacer en tales condiciones.
Una
patrulla me dijo por su altavoz “deténgase, hombre desnudo que corre, deténgase…”.
Me
detuve. Estaba temblando, jadeando, los rasguños no dejaban de palpitar, los
putazos como clavos en la jeta; el cuello, el pecho, el bajo vientre, el calzón
pintados de verde y los besos amargamente dulces, violentamente tiernos,
dolorosamente suaves, la saliva con dulce sabor de mariguana continuaban en mis
labios. No tenía sensaciones en el pene. Sino en los labios, los besos.
―Estás
madreado, estás revolcado, estás encuerado, estás pintado de verde, ¿estás
drogado? ―diagnosticó el policía.
La
luz de su lámpara en los ojos no me dejaba ver.
Segundo fragmento. De
la novela Demoníaca (Historia de una
maldita perra)
Y el oficio
Capítulo V
Y eso me
ha dado para vivir como Dios manda (ay, por culpa de los señores del circuito
cada vez tengo más a Dios en la boca) y, bueno, también me he dado unas
divertidas... Y es maravilloso porque si yo me divierto ellos se divierten y su
diversión es algo que aprecian tanto los inocentes que me lo pagan a precio de
oro. Y es que, ay pobrecitos, tienen que ocultar que les gusta lo que les
gusta; el sexo con hombres (y es que además se acostumbran desde el seminario)
o lo que les guste. Madre de Dios, tienen que vivir ocultando que les gusta hacer
sexo como bestias, o sea, lo que hace cualquier perdulariosin ocultarse ellos
tienen que esconderlo y por eso mismo lo desean con desesperación y por eso
mismo tienen tantas fantasías y tantas manías y tantas enfermedades mentales y
tanta hambre de sexo y tanto dinero que pagarme para que les haga lo que les
gusta y me hagan lo que me gusta... Ay pobres inocentes. Pero bendita sea su
institución, porque los ha trabajado años y años con tanta prohibición que
terminan con unos deseos de animal hambreado, pero no deseos normales como los
de cualquier carpintero caliente, sino deseos de cosas retorcidas... eso es lo
que hace que mis servicios sean tan caros. Y es que mil veces mejor que den y
reciban miembro conmigo, una puta que les da gusto en todo aunque sea cara y
les haga sufrir el bolsillo, antes que se vayan a meter en un lío por tirarse a
un niño, como han caído tantos. Si no fuera por ellos, por tanta prohibición
que sufren, por tanto retorcimiento que se inventan, por tanta hambre que
tienen, por tanto dinero que ganan, mi vida sería mucho más triste sin
diversiones ni dinero. Sí, el circuito púrpura es una mina de oro.
El goce supremo de un placer sólo
llega cuando éste es prohibido
Capítulo
seis
Pues un
día un pinche viejito de estos del circuito me hizo que fuera vestida de
hombre; déjame decirte que desde antes que me pusieran mis pechitos jamás me
volví a vestir de hombre. Jamás de los jamases. Me acostumbré tanto al bra que
ya no me siento agusto si no lo traigo y es que además uso unos sostenes
primorosos, finísimos. Es lo menos que puedo hacer, porque mis chichitas me
costaron muy caras. Entonces era rarísimo, imagínate, una vestidavestida de hombre. Te juro
que me sentía una perversa. Ay no, una cosa muy rara, me sentía una puta
disfrazada de puto, o una lesbiana actuando como joto, un lesbiano, pues;
sentía una desubicación como en mis viejos tiempos de niño joto extraviado en
el mundo; bueno, no tanto, porque para ese entonces del encuentro con el
viejito cabrón, yo ya estaba más corrida que una yegua de hipódromo, más bien
me di cuenta que era una perversión así como que muy refinada. Llegué a su
oficina y me pasaron con él. Lo voy a llamar el señor M., porque no quiero que
nadie se entere de lo que le gusta, ya ves cómo es la gente. El señor M. me
sentó en un pupitre te lo juro, recorrió una cortinilla y en un pizarrón que
estaba atrás empezó a explicarme cosas muy raras, como de Dios, pero no
exactamente, ay no, cosas muy serias. Me dio una libreta y una pluma y me dijo “puedes
anotar lo que te vaya explicando”. Yo obedecí. De pronto empezó a pasearse sin
dejar de hablar, se paró junto a mí y después de un rato, muy tímido, muy como
culpígeno, me puso la mano en el hombro. Te juro que temblaba el pobre hombre.
Bajó la mano y me agarró un seno y empezó a respirar como si se ahogara, se
volteó para otro lado y me acariciaba las tetas y no dejaba de temblar. Cosa
más rara, una mano temblando sobre tus pechos. Luego, como si estuviera
sonámbulo, fuera de sí, me bajó los pantalones y me masturbó. Parecía un loco.
Cuando me vine en su mano se alejó de mí y examinó el semen, maravillado, lo
olió, lo probó con la lengua, escasa y muy discretamente; se lavó la mano
enfrente de mí. Me dijo sin mirarme, con la vista fija en el pizarrón “A mí me
gusta que me chupen la verga” y tengo la imagen de que se puso, no colorado,
sino violáceo, morado de la vergüenza; estaba terriblemente perturbado. Y sin
decir más se fue hacia su escritorio y empezó a dictarme cosas y cosas que yo
no entendía, hablando muy rápido, como si se hubiera metido una línea de
cocaína, recuerdo que insistía en dos palabras, lo contingente y lo
trascendente, ah cómo chingaba con ellas. Me senté en mi pupitre y después de
unos diez minutos de hablar, en un momento, dijo “Cuando quieras” y siguió
hablando de lo trascendente y de lo contingente ahí sentado. Estuve a punto de
no entender, pero “cuando quieras” significaba que ya. Que ya quería su
mamadita. Él siguió dictando su cátedra y me fui gateando―como perra― hasta meterme debajo de su escritorio. Él
simulaba no verme. Le abrí la bragueta y él no dejaba de hablar de la
divinidad, o lo trascendente, le saqué la verga y él seguía argumentando contra
la contingencia del mundo material; sólo hasta que se excitó dejó de hablar y
se puso a llorar, lloraba a moco tendido mientras yo le chupaba la verga; le
pegué una mamada que por poco y se derrumba. La tragaba completa y el
sollozaba, ¿de placer, de culpa, de ambas cosas?Se vino lenta,atemperadamente,
entre espasmos y ronquidos adentro de mi boca Cuando salí de abajo del
escritorio estaba exhausto recargado sobre la madera, jadeando y no paraba de
llorar de felicidad.
―Dios te
bendiga, hijito mío, esto me hace pensar que lo trascendente y lo contingente
se confunden, no sabes cuánto bien me haces... No tienes idea de... ―me
dijo, pero le contesté:
―Señoría,
me llamo Sonia...
―Bueno,
bueno, pero eres hombre...
―Su
señoría, si me llamo Sonia es porque soy una muchacha. ―Él fue el que me
llamó El macho muchacha.
―¿¡Una
muchacha!? ¿Me juras que te sientes muchacha?
―Me
siento muchacha porque lo soy. Que Dios se haya equivocado y me haya hecho
nacer con verga de macho no es mi culpa, su señoría.
―Bueno,
un muchacha, una macho; el macho muchacha; ahorita no voy a discutir. Dios te
bendiga seas lo que seas hijita o hijito mío.
―Ay
Señoría, soy-una-chica... pero bueno, yo tampoco quiero discutir...
Ah porque
en el asunto de las ideas son muy tercos. No vale la pena alegar con ellos.
Total para qué alegas si ya te los cogiste y te cogieron. Lo importante en ese
momento es que te paguen.
Tercer fragmento.
Novela: Una muerte inmejorable
Mi
ciudad era muy divertida, hacía tiempo que no lo notaba. El constante
desconcierto y las preguntas de Laura, a veces bobas y a veces muy
inteligentes, me hicieron pensar que, en efecto, esta ciudad debe ser un gran
desconcierto para quien viene de un lugar plano, con calles rectas, paralelas y
perpendiculares, sin mayores sorpresas.
—¿Quieres una cerveza?
—Bueno.
Ella estaba encantada. Preguntaba
que a quién se le había ocurrido hacer una ciudad tan desmadrosa, irregular,
retorcida e inesperada. Tuveen mente que podría ser peligroso deambular a esas
horas por semejantes barriales, pero ¿qué era lo peor que podría ocurrirme?
Nada que no fuera lo que ya tenía vislumbrado y que era inevitable. Muchomejor
era lo que estaba viviendo. Muchomejor que pensar, mejor que cualquier cosa,
disfrutar el momento y la deliciosa compañía.Nos metimos en un bar en Dos Ríos,
después de las calles chuecas y oscuras. Pedimos cervezas y ella quiso que le
contara mi vida. ¿Qué contarle? Lo acaso interesante eran los momentos
inmediatos. Yo lepregunté cómo llegó a ser actriz y se desató hablando de su
infancia, de un padre que la adoraba y que, sin saberlo con mucha certeza, la
había hecho actriz desde que era una criatura.
Una victrola de
antigualla tocaba los éxitos del momento: la peor música del mundo.De pronto me
dijo: Vamos a bailar. Cómo quieres que baile, si en mi puta vida no lo he
hecho, pensé, y le dije que prefería seguir sentado, cuando ella ya estaba de
pie y había empezado a mover el trasero. Había tres o cuatro mujeres de
inconfundible catadura y unos diez hombres diseminados por las mesas. No faltó
un malparido que se puso frente a ella a bailar, a sonreírle con su gesto de
briago y ojos de lujuria animal. Terminó la poética interpretación y la
señorita se fue con el borracho a la sinfonola, a escoger música bailable. Como
perros tras la perra en celo se fueron por ella, al menos cinco ebrios estaban dispuestos
a complacerla hasta las últimas consecuencias, en el más extravagante capricho
musical que les hubiera indicado la hermosa.
En pocos minutos tenía a
seis cabrones retorciéndose estúpidamente a su alrededor. Mientras más furor
causaba entre semejantes perdularios, más parecía gozar. Pensé que estaba
demasiado borrachay me sentí furioso, porque ella, contoneándose, se acercaba a
uno y a otro; bailando parecía ofrecerles sus preciosas nalgas, y los estúpidos
alargaban las manos para tocárselas, pero ella se retiraba sonriendo para ir
con otro. Exceptuando al cantinero y al único mesero, el resto de los
parroquianos estaban ya sea bailando con ella, o bien a su alrededor,
mirándola.Los hombres hambrientos y las mujeres con sorna, con odio.
Así, vestida, era cien
veces, mil veces menos hermosa que desnuda; era una muchachita casi
insignificante, bonita, cierto, pero víctima propiciatoria para una violación a
manos de cualquiera de esos borrachines. ¿Qué putas mierdas hago yo aquí?, me
pregunté. Pedí otra cerveza. Uno de los cerdos la abrazó para bailar. Laura lo
permitió y el muy marrano trató de repegársela. Ella, sonriendo, se apartó y se
fue a los brazos de otro que, más listo, no la apretó, pero le colocó la mano
casi en la nalga. Y esta cabrona lo permitió un momento eterno y luego escogió
a otro borracho. Todos eran chaparros, regordetes y más o menos prietos,
contrahechos. Aún tenía el control sobre ellos, pero me di cuenta que no por
mucho tiempo. Estuve seguro que en cualquier momento se atreverían a mucho más
que tocarle las nalgas con disimulo. Creí que de su belleza sublime ya quedaba
poco. Fui hasta ella.
—Ya me voy.
Soltó al incróspido en
turno y me agarró.
—Baila conmigo.
Me echó los brazos al
cuello mientras se movía ondulante. Dudé, pero estaba demasiado furioso. Me
quité sus brazos y di media vuelta. Se quedó inmóvil, desconcertada, alzó los
hombros como diciendo: Allá tú, y siguió bailando. Pronto la agarró otro beodo.
Fui a la barra y pagué tres chelas. Me encaminé a la salida. Di dos pasos en la
calle y oí que gritaba: No, déjenme. Tranquilino, espérame. Di otros cuatro
pasos y los ruidos se volvieron alarmantes. Me detuve. Volvió a gritar: Déjenme,
ya me voy. Había oído arrastrar de mesas, luego el derrumbar quizá de una silla
y el quebrar de vidrios. Regresé. Vi que se jaloneaba de un borracho empeñado
en abrazarla y otro la detenía de un brazo. En ese momento la chiquilla bonita,
la belleza de prodigio no existía; veía una muchacha patética, flaca, en el
desamparo, maltratada, manoseada y asustada.
Llegué hasta el lugar,
había una mesa patas arriba.Tomé la primera botella a la mano y la estrellé en
la cabeza del que la abrazaba; saltaron vidrios y cerveza en todas direcciones,
la sangre me salpicó hasta la cara. Él la soltó y me miró desfalleciendo. Le di
un formidable aventón y cayó por allá, lejos, entre un estrépito de vidrios y
gritos. Aventé al otro que la detenía del brazo y casi se caen los dos. Ella
trastabilló, pero la jalé de un brazo y la llevaba hacia la salida, sujeta con
firmeza de la mano.Entonces me salió un cabrón chaparro, prieto, chamarrudo,
cabezón y malencarado.
—¿A dónde vas, cabrón?—dijo
mientras sacaba algo del cinto. Me puso la pistola a treinta centímetros del
pecho. Me detuve, lo miré a los ojos.
—Tírale, hijo de tu puta
madre. —Cortó cartucho. Era un buen momento para evitar la larga agonía de
meses que me esperaba—. Tírale, hijo de tu puta madre.
—Sí te voy a matar,
cabrón. O lárgate y déjanos aquí a la puta.
—Te faltan güevos, hijo
de perra. La putita viene conmigo y conmigo se va. Y si le vas a tirar, tírale,
pendejo, porque si tú no me matas yo sí te voy a matar, cabrón.
Es tal lo que debe
responder un hombre de verdad, un mexicano muy macho, peronolo hacía por eso,
no sabía por qué; además, era indudable que no iba a disparar, porque lo
hubiera hecho sin amenazarme. Una de las chicas que miraban se abalanzó como
suicida, le agarró la pistola como si la vida en peligro fuera la de ella.Forcejeó
furiosamente, le mordió la mano y le quitó la pistola. Laura se había colocado
a mi espalda y lloraba aterrada. Se hizo un griterío salvaje. La briaga,
costosa como es siempre, la perdieron varios borrachos. La mujer que arrebatara
el arma se fue a la barra. Otra se puso a gritarme en la cara:¿Por qué tienen
que traer aquí a putas que no cobran y que ni necesidad tienen? ¡Váyanse de
aquí! Otros borrachos agarraron al que nos había amenazado. Avancé con Laura de
la mano hacia la salida. La mujer que tenía el arma estaba detrás del cantinero,guardándola,
con actitud como amorosa, contra su pecho. Me puse frente a ellos y les dije: Perdónenme.
Ya nos vamos.La mujer puso el arma en un entrepaño de la barra.
—Ya váyase, señor. Aquí
no queremos que vaya a pasar algo que no sirva.
—Perdóneme, señora—me
acerqué a ella, me incliné tomándole una mano y se la besé. Vi la pistola, la
agarré y, como en un mundo irreal, sin que nadie se me opusiera, fui hacia el
chaparro-prieto-chamarrudo que me encañonara. A dos metros de él, sin que
supiera qué pasaba, jalé el gatillo para matarlo.
Nunca había oído un
balazo. Disparé cuatro, cinco o seis veces. Se hizo un increíble vacío frente a
mí. Se derrumbaron mesas, sillas, botellas; el ruido de vidrios rotos, mesas
azotándose, cuerpos golpeándose contra suelo y paredes; hombres y mujeres
gritando.Era increíble. Era el infierno. El borracho recibió un balazo. Creí
haberle dado en la cara. Cayó y se fue arrastrando con una agilidad de
desesperación, casireptiliana. Seguí jalando el gatillo hasta que ya no sonaban
los ruidos secos, breves, ensordecedores, ni me rebotaba la mano a cada
explosión. Aventé la pistola y rompí una ventana. Salí con Laura, que estaba
fuera de sí, la agarré y ella corría, cayéndose por los jalones de mi mano.
Caminamos un rato así. Mi mano se aferraba a su muñeca. Ella sollozaba. Me
detuve. La encaré.
—¡Cállate!
—Sí. Sí. Ya. Ya. —Y
seguía llorando sin control—. Lo mataste. Lo mataste.
—Era un hijo de mala
perra. Vámonos.
De pronto tuve
consciencia de que no era yo el que había hecho aquello: uno o dos asesinatos,
arriesgar la vida con tal violencia, maltratar a una mujer que poco antes me
perturbara hasta el delirio. Sin embargo, nada me parecía extraordinario. Muy
pronto llegamos a la delegación de policía, a trescientos metros de Dos Ríos.
Me metí con ella.
—¿A dónde vamos?
No le respondí. Llegué
hasta donde un hombre somnoliento jugueteaba con pereza a las cartas, ante la
pantalla de una computadora. Le hablé con tranquila energía.
—Buenas noches, señor.
Me llamo Tranquilino Vallehermosoy acabo de matar a un borracho.
El sujeto se quedó
paralizado, mirándome veinte eternos segundos;de pronto reaccionó y se puso de
pie como si lo hubieran abofeteado. Llamó a policías, hizo traer al Ministerio
Público, marcó un teléfono, llamó por radio. Laura, en cuanto terminé de
hablar, gritó: ¡No! ¿Por qué! Y se abrazó de mí con desesperación,
convulsionando su cuerpo por los sollozos.
—Vamos a ver, señor,
¿cómo dice que se llama? Dígame con calma, ¿dice usted que asesinó a una
persona?
—Sí, señor, maté a un
individuo.
—A ver, vamos con calma:
dónde y cuándo.
—En la cantina El
Jarrito, hace diez minutos, a medio kilómetro de aquí, en Dos Ríos.
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