Veintitrés
(Poema de cumpleaños)
Combato los estragos de mi juventud,
malabareando con parábolas y guerras
que caen en aluviones desde el cielo
de la contradicción veinteañera.
Exploto en una nebulosa de pandorgas,
mientras filamentos de ímpetu bestial
me ensogan las vísceras, y la incertidumbre
desborda mi ultra flexible lengua.
Y vuelo, como lo han prometido estos años,
sin consideración por ninguna aguja magnética:
no hay imán que atrape carne nueva.
Soy una urdimbre de fibras necias,
irrefrenables, libres,
tejidas con un minucioso idealismo,
no consumible.
Vuelo, con la curiosidad de los cometas
que conjuran en sus delgadas velas
su infinitesimal presencia.
Voy de a poco en ascenso, mientras
el papel crepitante toma del viento
partículas que lo han de construir
y deconstruir al filo de la convicción.
Férrea esperanza de que
la osadía no me cobre peaje
antes de tiempo.
¡Qué no claudique la memoria!
¡Qué no sean los veintes los años flacos!
¡Qué la edad no lacere mi nombre:
Daniela, Daniela, Daniela!
Cruzo la atmósfera, impeliendo las alas
que mudan de piel en la feroz metamorfosis
[del papalote:
pasar del argumento al discurso en
el silencio de la más diáfana esfera;
envolver con celo el núcleo,
probar la fuerza de la osamenta,
preparar cada vértice para el devenir
que separará el céfiro del torbellino
y cortará de raíz el hilo que conecta a la Tierra.
Vuelo, con la curiosidad de los cometas
que se miden sólo en veintenas,
sólo en fe inquebrantable
y palabras que se renuevan:
Vuelo,
como lo han prometido estos años:
sin imán que atrape mi carne nueva.
Palabra
No sé los
contornos de tu cara,
ni los
pozos teñidos de tus cuencas;
para
reconocerte,
sólo basta
el rumor del sonido
[que te llama.
El breve
repicar
de cada una
de tus sílabas,
basta,
para que
mis entrañas renazcan
en tu nombre:
Paula.
No tienes
carne todavía,
No sé si
mis miembros
[han de ser tu casa.
No sé la
textura de tus cabellos
ni conozco
la mitad de tu semilla.
Pero
preciso tu invisibilidad corpórea
para
saberte de mí, extensión viva.
No sé los
trazos de tu frente,
ni tu
parecido a mis rasgos virginales,
para
tenerte,
Paula,
sólo basta
el rigor de la palabra;
el hialino
sustituto de tu risa.
De tu
llanto,
de la vena
que me ata a tu propósito
de tu vaho
inmaculado
[prendido de mi aureola;
de tu centro
de minúsculos latidos;
de tu
cabeza con olor recién nacido.
No sé los
contornos de tu cara,
no tienes
carne todavía,
pero
preciso esa invisibilidad corpórea.
para
henchirme el alma;
para saber
tu presencia
sólo basta pronunciarte:
Paula.
¿y qué
es lo que vas a hacer?
voy a
ocultarme en el lenguaje
Alejandra Pizarnik
Reposa la culpa entre la lengua:
llamas de índigo inmolando
páginas níveas de cualquier libro.
La mayor ofrenda del poeta
es amordazar las fauces del
papel que aún no ha nacido.
¿Cuál es entonces el oficio?
Intentar forzar los candados de la materia,
en busca del profundo quebranto.
Abrir con el fuego de la boca
las cicatrices lacradas en los oídos,
en las manos, en la cintura; en cada
fragmento golpeado por el implacable látigo
{de lo vivido.
Y no conseguir nada.
Ni una palabra con imágenes certeras.
Ni tinta desangrando en las falanges.
Ni noches insomnes de letras.
Nada.
La mayor virtud del poeta, es hacer de la
{nada su abrigo.
Existir, sobre todo en la cotidianidad;
en el sol pálido que no sabe su nombre,
en el límpido torrente desconocido;
en esos ojos francos que nunca lo han leído.
¿Cuál es entonces el oficio?
Existir, sobre todo en el silencio.
En el sosiego de la sangre y
en el tórrido sigilo.
Ofrendar su virtud:
y ser poeta, ser poeta…también,
donde no hay camino.
Existir,
sobre todo en la cotidianidad;
en el sol
pálido que no lo reconoce
en el paisaje
devastador del frío;
en los labios
etéreos que nunca sabrán decirlo.
Profecía
de Andrómeda
Noche,
noche,
ahora
eres el cementerio
para una
estrella convertida en espantoso naufragio
Nelly Sachs.
Los
caballos minerales
han de
surcar tu cuerpo;
Irán a
galope largo,
moviéndose
por tus costados y tu espalda:
torso
recubierto de piel inerme y llana.
También,
dejarán caer sus cascos,
lacerando
con su sal, cada fibra de tus muslos.
(tus
suaves muslos de leche
y marcas escarlata)
Sobre tus pies, irá otra jauría
cabalgando velozmente
hasta encontrar a sus iguales:
salvajes bestias perisodáctilas
de calaíta y agua salada.
El miedo te devorará.
Andrómeda,
y estarás a merced de las olas anochecidas
y crepusculares,
que, como caballos enfurecidos,
romperán contra tu figura constelada.
Pero, algo hay en ti de galaxia,
por eso el cielo ha de salvarte
y ha
de hacer que el viento alado venga,
y
con lazos ofidios dome a cada
équido de espuma negra que osó tocarte:
Andrómeda, encadenada:
el viento
ha de liberarte.
Entonces,
formará con tu torso,
tus
muslos y tus pies,
eslabones
cuadrípedos de
polvo
cósmico que galoparán
convertidos
en luz, sobre el último
peldaño
de la bóveda celeste
Tres poemas de
despedida
I
¿Qué soy, sino el golpe de tus manos?
La conversión absoluta del tiempo
en cadenas multiplicadas,
raíces;
miembros perdidos en la suerte de las arenas
movedizas.
¿Qué soy, sino silencio?
La decepción del vuelo ahogado:
naufrago carcomido por la sal
del cuerpo.
¿Qué soy ,entonces, (dime)
sino el pedazo de carne para alimentarte,
verdugo,
amante,
cancerbero?
II
Cerrar los ojos significa desollarte.
Resucitar espíritus de entre tu piel
y entregar las sobras al desierto.
Por eso,
antes de hacerte morir entre mis párpados:
Permanecer despierta,
contemplar la falta de agua.
Enterrar el deseo en las cuencas,
y nutrir la sed
con polvo seco de lágrimas.
III
Ha quedado vacía nuestra casa;
un muro espeso divide la tibieza del contacto.
El suelo ya no alcanza;
la noche es sólo un rumor,
espectro de paredes pálidas.
Nunca fue más ajena la estructura,
Nunca, más necesaria ésta mudanza.
Plegaria
Qué la Tierra sosiegue su paso
para que las vueltas solares
sean cada vez menos cortas;
y haya un tiempo que pase inagotable
sin cobrar cicatrices, ni horas.
Qué nos devuelva todos los días
de luz ingrávida distante
y todas las noches perdidas
en otros cosmos de sangre.
Qué la Tierra apacigüe su traslación
hasta dejarnos con años ralentí,
de perdones y cuentas nuevas.
¡Qué la Tierra se pare,
y ensoberbezca tu presencia!
Así, hasta que recuperé la estructura la palabra
y se inquieran voluntades inexorables.
Hasta que se acrisolen las culpas
y se descifren todas las coordenadas.
Qué se detenga la Tierra a saldar
a cuentagotas:
lo no visto,
lo no he
estado
lo que es tuyo,
y no mío.
Y nos devuelva todos los días
de ventanas a nuevos mares;
todas las noches quebrantadas
de semillas sin fecundar.
¡Más le vale a la Tierra pararse,
para que mi brújula se imante de ti
y llevé el norte a tus entrañas,
a lo inasible,
a lo perfecto,
al tiempo inagotable donde
tan sólo flota la autarquía de los cuerpos!
Qué la Tierra apacigüe su traslación
y sea testigo del líquido anhelo
de saldar a cuentagotas:
lo ya visto,
lo ya hecho,
lo ya nuestro.
Qué las vueltas solares
sean cada vez menos cortas, por favor,
que lo sean.
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