Andrés Cisneros
Ópera
de la tempestad
Un hombre hambriento,
raído;
roto
paño amarillándose, a secas.
Si el mundo es la
desesperación de un hombre,
hombre
hecho pedazos por dentro
carcomiéndose,
ansioso en su rencor:
hombre necesitado de
comida,
tacto, confianza.
De un beso:
con
urgencia de ser
brutalmente
desmembrado por alguien
y
reconstruirse. Con necesidad
de dirigir el ruido
en el espejo
de armar el
rompecabezas sobre el piso
y
juntar cada pieza
para elevar los ojos
y en ellos, concebir una nueva mirada.
Qué
tal si el mundo es
un hombre que de
verdad lo intenta,
y vuelve a
encontrarse
con el mismo hombre cada
vez que lo logra,
con los mismos dientes,
la misma angustia,
con
el mismo gesto
arrogante, impasible,
resignado a cargar
sobre los hombros
su narciso enfermo
su orquídea vacía,
su
filosa llama.
Qué hacer para
ayudarlo
si
es un viejo sin escrúpulos,
cómo abrir el
grillete de su soledad sangrante
hacerlo descender de
la ruleta rusa
salvarlo sin una bala
trozar su redondo sí
Cómo
limpiarlo de su cuerpo,
de su apretada boca:
empujarle a salir de
su mente en ruinas,
taciturna entre las
cuatro paredes
de un santuario;
cómo esfumar la
puerta
de
la casa en llamas tras de sí:
cómo lo quemas sin
volverle tizne,
lo ahogas, sin hacerlo
humo
cómo desfiguras su
maldito rostro
que no se cansa de reflejar
las arrugas del miedo.
Cómo volverse otro
cuando el Uno es Uno mismo.
Qué tal si el hombre
olvida el atavío, la
cara
la
ceniza, la lumbre,
el polvo y el muro
que contiene al agua,
que tal si anega hasta
el último cabello
en el mar
a media noche,
para ver la lluvia
desde el fondo de un pozo,
qué tal si se hunde
en la cabeza encrespada
del azul
e
igual que un pez
ondula, oscila, encorva.
Igual que ojo
frío se cierra. Y
después
se mantiene quieto.
Qué tal si el mar lo
retorna en su lengua
—al que fue hombre—
con un verso, desnudo
sobre las rocas,
atravesando la luz, sin ropaje
como la noche, exacto
al compás
con el que avanza la
tierra,
al mismo ritmo,
al mismo pie, igual
que si de pronto
debajo de la lluvia y
el fuego, fuera un niño
que mira a través de
las cosas
en cada uno de sus
instantes y cada una de las palabras
a Sidérea, viva en su
mente, murmurando,
en una extraña fonética
de aves, o dunas,
un cántico —que
semejante al agua— quema.
Qué
tal si vuelve el que era Nombre
ya
sin casa, ya sin tiempo, ya sin hambre,
ya
sin amo, ya sin furia.
Con
los ojos abiertos en el túnel
Yo sé, caminante,
que algunos eligen la
limosna
y el yugo en el
cuello:
como un fuete en la
espalda
soportan
el calendario
que les pisa los
talones,
lo prefieren,
al agridulce dolor
que
da la incertidumbre
o la inclemencia del
viento.
Algunos, dichoso
descalzo,
son los mismos que
hacen flotar
las piedras
para que al caer
nos
destrocen la cara.
Tú
dime quién te aprieta en su puño,
y
sabré cuál es tu nombre.
Un
día te metieron
el alma en la cabeza
igual
que un disparo.
Con
vacío te embutieron los ojos.
Y se asentó que este
crimen
era
la revelación
en
la que descubrirías la belleza.
Dime
si creíste —al igual que ellos—
podrías vivir
tranquilo
con
una bala
atravesando
tus costillas.
Ya sé que sabes todo
esto,
y que llevas prisa,
no te entorpezco más,
porque
sé al igual que tú,
es muy tarde ya
para todo esto.
Discurso del Papa antes
de guardarse en el espejo de la muerte
(Basado en una historia real)
Padre, sabes que esta empresa está en ruinas.
El momento de la caída se acerca, lo sabes,
padre.
Y es justo y necesario, por lo menos una vez
en la historia,
padre, rendir con
dignidad
y no hacer de este mundo otra vez un calvario
para cada uno de sus Habitantes.
Los mártires no te necesitan, padre.
Las guerras no te necesitan. Los necios no te
necesitan.
Nadie te necesita ya, padre, y eso es tan
real como este sol
romano que ahora veo hundirse en el mar.
Sé que el mundo es un círculo, es un retorno
invariable a su origen.
Por eso hoy devuelvo las cosas a su sentido de
Natura
no simularé más que hablo contigo, pongo un
alto a platicar solo,
y comienzo el conteo con la clara conciencia
de que soy mortal. Memento mori, dice la oración.
Conozco perfectamente el edificio que sobre
mis hombros
está por desplomarse, y no tengo otra opción
que dar este discurso
con una pluma sobre un cielo limpio, desde la
cúpula misma
de mi mente en
blanco, donde pinto ahora mi obra maestra:
una capilla sixtina donde reposen mis restos
una melodía que cantarán todos ustedes mañana
cuando lean mi Cabeza
y los espectaculares del mundo digan:
“el Papa dibujó con su sangre un bello cuadro
de la Tierra”.
Y no habrá modo de ocultar mi cuerpo
ni de atribuir a nadie mi muerte, lo
aseguro.
Dejaré cada cosa preparada
para que cada uno de los diarios del mundo,
y cada uno de ustedes sepa que fui yo el que
soltó el disparo
el que empujó el gatillo, el que decidió
terminar
esta carta con mano libre, con la certeza de
ser fiel
a la sangre, y de que sobreviviré en el rojo
de mi obra.
Lo único que lamento es no presenciar cuando
la casa se venga abajo.
Será hermoso el amanecer, tan hermoso como
una noche con estrellas.
Dejo la copa intacta, porque he tomado más
vino del que me correspondía.
Saludo al mundo.
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