No soy dueño de mi vida
de Armando Valdovinos García, 3er lugar Certamen Letras en Llamas
No podía imaginarme la realidad. En un lugar cerrado como un cuarto, una nave o una bodega, en tan sólo veinte o treinta minutos, la temperatura interior alcanza más de ochocientos grados centígrados. Considerando que un pastel se cocina a trescientos cincuenta grados, es una temperatura de verdad infernal y asfixiante. Pero eso no es todo, el humo es tan denso que una buena lámpara de halógeno no ilumina a más de medio metro. El rugir del fuego se escucha como el bramido de una gran bestia que amenaza con devorar y destruir todo a su paso. No se pueden ver las llamas, sólo, a muy corta distancia, el humo rojo. El bombero tiene que localizar lo que se llama el foco del incendio para poder atacarlo, pero lo hace sin verlo, guiándose sólo por el oído, por un sonido pequeño que emite el incendio llamado crepitación, éste es el sonido del material combustible, como la madera que truena suave cuando la brasa empieza a fraccionarse hasta convertirse en ceniza.
—Ya son diecinueve.
—¿Y qué experiencias has tenido?
—Pues son muchas y de todo un poco —le digo a Macario y le cuento de otro primo mío que es sacerdote. Resulta que cuando él era seminarista dio una platica o algo así, personificando a un obispo. Llevaba puesto un añillo en su dedo anular derecho, el mismo que llevan puesto los obispos, y a cada cosa que decía, haciendo alusión a las respetabilidades de un obispo, agarraba su mano y repetía: “¡Ay, cuánto me aprieta este anillo!” Él se refería al compromiso que aquel anillo le daba en su ministerio.
Los bomberos somos hombres y mujeres de carne y hueso, tenemos familia y no estamos locos ni tampoco drogados. No queremos burlar a la muerte en cada servicio. Sólo le pedimos al creador que nos permita regresar a casa para abrazar a los nuestros y decirles que por ellos y para ellos trabajamos.
—¿Qué ha sido lo más difícil que has vivido? —, me pregunta Macario.
Lo más difícil, me respondo, es sin duda enfrentar a los familiares de las víctimas. Especialmente a las madres, frente a sus hijos muertos, cuando tienes que juntar y unir pedazos de humanidad, pedazos del rostro y sostenerlos unidos para que sus familiares intenten reconocerlos, para que el forense tome una fotografía de archivo. En lo personal, me impactan los niños cuando, hechos pedazos, los recogemos en los accidentes automovilísticos, por exceso de alcohol y velocidad de los adultos. Algunas veces los niños quedan sin huesos, los tomas de sus ropas y parecen bolsas de agua. En esos momentos siento mucha rabia contra los adultos.
El drama de rescatar en las aguas negras de los canales a bebés de tan sólo días de nacidos, que son lanzados al canal vivos y dentro de una bolsa de plástico. Es terrible ver a esos seres indefensos, tan pequeños y vulnerables.
Tampoco he olvidado el horror de una explosión de cohetes en Xochimilco, en las fiestas del Niñopa. Una mujer que cocinaba se elevó por los aires unos cien metros y cayó en forma de lluvia en la colonia. En bolsas y cubetas recogimos heces humanas en los techos de las casas. En el follaje de los árboles había jirones de sus piernas enredados. En la calle me enfrenté a unos perros callejeros para quitarles unas vértebras de la columna. Los perros estaban todos con el pelaje erizado y muy bravos. Me dio la impresión de que los perros traían el diablo adentro, lucían espantosos con el pelaje así y los grandes dientes se asomaban al aire. Se rehusaban a dejarme los pedazos de la mujer, amenazando con atacarme en jauría. Seguramente su actitud era también por la explosión que los asustó. Pero la fiesta continuó como si nada pasara. Al día siguiente, cuando llegué a casa, prendí el televisor y justo entonces un reportero de Televisa señalaba en la pantalla el pedazo que le quité a los perros mientras decía: “a los pobres seres humanos se nos dotó de cinco sentidos, sólo para no entender nada.”
Cuando estás rescatando los cadáveres, las personas, especialmente familiares, se te van encima, te empujan, te maldicen, te golpean, te corren, pero todo hay que entenderlo y no perder el control. Ellos ya lo perdieron, no son conscientes de lo que hacen en esos momentos.
Nos enseñan en el curso básico de capacitación que el bombero no debe llorar ante el drama, sino que debe ser el soporte emocional de las personas. Yo sigo siendo de carne y hueso y nunca se alcanza la suficiente costumbre ante el drama humano. Los llantos y alaridos de los familiares son desgarradores, aunados al dantesco espectáculo que ofrece un cuerpo colgado por el cuello, al que debemos levantar, desatar y entregarlo a sus deudos.
—Pancho, ¿y no te da miedo tu trabajo y los muertitos? —, pregunta Macario.
—Cuando pierda el miedo en mi trabajo, será el final de mi vida —le digo—. El miedo te obliga a tomar todas las precauciones posibles, sin menoscabo de la emergencia. Los muertitos a menudo se me pegan. No me dejan dormir.
—¿Qué haces al respecto? —, dice Macario.
—Una oración por su descanso. Le ofrezco una veladora a alguien a quien no conocí, alguien de quien ni siquiera supe el nombre al que respondía. Algunas veces la presencia de esos muertos no me abandona hasta que mando celebrar una misa en su memoria. La tragedia humana, Macario, siempre se vive, mientras esperamos a la carroza fúnebre. Mirando los cadáveres, ellos, en completo silencio, te cuentan parte de su historia, el drama de su vida y el de su muerte.
—Fue por todo eso, Macario, que hace unos años me pegó muy fuerte la impotencia, el dolor y la vergüenza de no poder llegar a tiempo para salvar la vida a las personas. Pensé muy en serio renunciar y causar baja. Me sentía inútil. Sentía que denigraba aquel glorioso uniforme azul. Medité por un tiempo y decidí que eso era lo mejor, que yo no tenía nada que hacer en esa corporación. Entonces, justo antes decidirme por el retiro, me cayó el veinte: “pero si yo no soy dueño ni de mi vida”, me dije. “Mucho menos de la vida de los demás. Sólo el Creador es dueño y cuando Él llama, nadie se puede resistir. Él decide cuando nos da la oportunidad de saborear la miel del triunfo sobre la muerte; o la hiel, cuando nada se puede hacer.”
Hoy sigo llevando a cuestas esa triste realidad y pidiendo que cada jornada sea mi gran día para servir, retando a la Muerte y a mi propia muerte. Que Dios cuide a todos los que trabajamos en constante peligro hasta que llegue el día que Él corte nuestro camino.
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