Correr
Al tercer bolsazo sintió cómo le
tronaba el cráneo y en su lugar quedaba una consistencia blanda. Tulio cayó y
Julia empezó a correr, con las manos aferradas a su bolsa de mano que guardaba
un marro como único medio de defensa. Aprovechó el momento de incredulidad que
pasmó a los guardias para tomar ventaja. Ellos la vieron salir como alma que
lleva el diablo y por instinto intentaron cerrarle el paso, pero titubearon
porque jamás se hubieran imaginado que Julia se atrevería a hacer una pendejada
así y porque ella nunca pensó en detenerse. Cuando reaccionaron, ya cruzaba la
avenida.
Un grito de furia salió de
la habitación y varios guardias corrieron tras ella como perros con ganas de
desquite. Su primera reacción fue intentar tumbarla de un balazo, hubo varios
disparos que no atinaron, pero a Julia le inyectaron un shot
de adrenalina que la hizo dar vuelta en la
primera esquina en tres zancadas. Y con la vuelta regresó la esperanza de
sobrevivir.
Buscaba
con ansias una puerta abierta, un lugar para esconderse, pero nada ni nadie
llegaba a rescatarla, ninguna posibilidad aparecía ante sus ojos
sobreabiertos. El ruido de los tacones era seco, pesado. Julia maldijo el
momento en que decidió ponerse botas de agujeta hasta la pantorrilla. Pero seguía
corriendo y el urgente toc toc de las zancadas la transportó a su primera vez,
porque el corazón le latía idéntico, como si hubiera querido reventarle el
pecho.
En
aquella ocasión fue de rodillas. Tulio la tomó con fuerza de la cintura y le
dio un empellón tan brusco que le desgarró el esfínter. Julia aguantó el dolor
y el llanto porque el miedo era su mejor mordaza y su corazón ya lo drenaba a
chorros. En el vaivén, brusco también, Julia imaginaba la mueca de placer
detrás de ella, disfrutando de la puta satisfacción que sienten los que siempre
se salen con la suya. Seguro era la misma que ahora sentían esos cabrones que
venían tras ella. Una punzada en el pecho la llenó de frustración por no poder
enfrentarlos.
Los
perseguidores ya habían dado vuelta en la esquina y le daban alcance con
rapidez. Julia ya escuchaba sus pisadas e improperios. Los oía organizarse por
radio. No tardan en cerrarme el paso con un auto por delante, pensó. Y seguía
corriendo sin entender por qué se aferraba al imposible de salvarse. Sabía de
sobra que no se detendrían hasta alcanzarla, torturarla, asesinarla, hacerla
pedazos y echársela a los perros.
El
toc toc se hacía más lento, más pesado, levantar las piernas era una tarea
cada vez más difícil. El cuerpo la traicionaba. Las zancadas tras ella eran
cada vez más claras, más nítidas. Por lo menos eran cinco los que la
perseguían, dedujo. ¿Por qué no disparan? Ya me tienen demasiado cerca, no
fallarían..., se preguntaba Julia.
Pero
la muerte no llegaba y, en cambio, venían a su mente imágenes como relámpagos
que iluminaban aquellos muchos encuentros que fueron destrozando su esfínter y
su miedo, porque el dolor cesó y la mueca burlona que imaginaba detrás de ella,
poco a poco, mutó en amorosa. ¡Pendeja!, se dijo como reproche por todas las
veces que necesitó el recuerdo de esos momentos para tocarse a solas. Quizá por
eso acababa de matar a Tulio (eso esperaba), para cobrarse esa pinche sonrisa
burlona que la había atado a días negros, y para castigarse a sí misma por mutarla.
—
Vivir huyendo cansa mucho, Julia. No te arriesgues.
Las
palabras de su amiga cuando la vio guardando el marro en su bolsa atravesaron
su memoria, con otro peso, de otra forma. Por fin las entendía. Demasiado
tarde. Sin embargo, la calle elegida le devolvió la esperanza cuando el metro
apareció ante sus ojos. Deseó la suerte de entrar en el momento preciso en que
el vagón cerrara su puerta, y ganar ventaja. Aceleró el paso lo más que pudo.
Estaba a unos cuantos metros pero sus pies ya eran de plomo. Las pantorrillas
se inflamaban y buscaban con violencia una salida por entre la red que hacían
las agujetas. Julia sintió que le reventarían, pero siguió corriendo, sin que
nada ni nadie llegara a redimirla de un destino al que la habían amarrado por
la mala.
—
Te voy a matar, perra.
No
se trataba de otro recuerdo, eran las voces de furia de quienes ya casi le
daban alcance. Quizá rendirse también era una forma de ganar. Desamarrarse y
olvidarlo todo con la muerte. De cualquier manera nadie detendría lo que estaba
por venir. ¿Por qué no disparan de una vez? Maldita sea. Morir violentamente
era de sus peores pesadillas y estaba a punto de alcanzarla. Uno de sus tacones
se quebró. Julia trastabilló, como
trastabillaba su propia voluntad. Soltó la bolsa que segundos antes apretaba
con fuerza. ¿Había llegado el momento de rendirse? Julia apostaba a que sí.
—
¿Para qué quieres leer, mija? La literatura se volvió aburrida, la muerte dejó
de ser un tema que intrigue, que lleve al límite a un personaje. En este mundo
matar ya es como cagar, ¿qué historias pueden salir de eso?
—
Ya me lo dijo tres veces.
—
Pos parece que no lo hubiera escuchado nunca, mija. Mejor cierre ese libro y
póngase a trabajar. Ya verá que se aburre menos y le dura más la vida.
Estaba
harta, cansada de todo, pero la escena que logró colarse entre el cansancio y
la falta de equilibrio le impidió soltarse a sí misma. Eran las palabras de
Tulio cuando la encontró leyendo. El recuerdo le inyectó otro shot de
adrenalina y, una vez más, se llenó del coraje suficiente para enfrentarse al
riesgo de estar viva.
No
claudicó hasta que el guardia de seguridad apareció ante su vista, parado en la
entrada de la estación. Logró llegar a él cuando las manos de los perros que la
perseguían le rozaban el vestido.
Julia
se llenó de esperanza cuando tomó de los brazos al policía. Le rogó protección.
Pero él no reaccionó. Menos aún cuando se vio rodeado por los seis hombres que
asediaban a Julia. Eran muchos para él solo y tenía muchas ganas de llegar esa
noche a su casa, lo esperaban su mujer y su hija. No movió un músculo. Se
quedó mudo a pesar del ridículo que hacía frente a la boletera y una pareja de
estudiantes que observaban atónitos la escena detrás de un muro de contención. Cuando Julia notó la decisión del policía ya no
opuso resistencia. La sujetaron, jadeante y sudando frío. En cuestión de
segundos apareció un auto frente a la estación y la subieron entre dos. No hubo
más shots de adrenalina.
Las gatitas
— Le llegó la hora de conseguirse sus
gatitas.
— No sé cómo.
Tulio amaba a los
depredadores. Pensaba que para ellos la tragedia era cosa de cualquier día. Que
buscaban su supervivencia sin remordimientos, quitando la vida del otro cuando
era necesario. Podía pasar horas en el jardín de su casa observándolos.
Admiraba la técnica de las serpientes, las arañas, los felinos y hasta les
compraba conejos a sus perros para observar la cacería. No se iba de ahí hasta
que no quedaba nada de las presas.
Su atención siempre estaba
puesta en la mirada del depredador. En sus reacciones. En su decisión
incuestionable de enfrentarse al tú o yo. A Tulio le gustaba eternizar ese
momento. Una emoción que un ser normal apenas podía soportar en un casino de
cuando en cuando.
— Administrando el miedo,
pero ya que estén en la jaula. Órale. Búsquese una y contrátela. Dígale que
trabajo mucho tiempo fuera por negocios y que usté se queda solo porque yo acabo
de enviudar. Que la quiere contratar de tiempo completo. Ofrézcale un buen
sueldo. Y que todo se vea sincero, mijo. Le tiene que creer o se le escapa.
Hernán
bajó de la camioneta e hizo su búsqueda. Torpe al principio. Su padre lo
observaba a través de la ventanilla. Lo vio dudar. Estuvo a punto de abordar a
una mujer casi rubia que no dejaba de mirarlo. Su timidez le hacía voltear
hacia ella porque sentía la mitad del camino ganado si la elegía. Su padre no
estaba para juegos. Pero siguió buscando porque las rubias no lo llenaban, no
le hormigueaba el estómago al verlas. Hasta que encontró a Julia. Una chiquilla
morena, de cabello oscuro y mirada profunda, también oscura.
De
lejos se notaba que apenas rozaba los catorce o quince años. Alcanzaba también
a notársele la miseria. Pero más que el blanco fácil de la pobreza, algo lo
atrajo en esa mirada sin fondo. La abordó enseguida. Tulio conocía bien a su
hijo y apretó el puño de rabia.
Julia
sentía en el cuerpo la angustia de saber que sólo le quedaban dos pesos. En la
mirada que atrapó a Hernán había mucha incertidumbre, pero él era demasiado
joven para advertirlo, y ella demasiado desconfiada para confesarlo. Quizá por
eso dudó en aceptar la oferta de Hernán. Parecía casi de su misma edad. Sin
embargo, la propia ingenuidad con que el joven le ofreció el empleo empezaba a
convencerla.
Y
es que la personalidad de Hernán ayudaba en la versión creada por Julia. Era un
joven muy delgado que a leguas se notaba solitario e invitaba más a protegerlo
que a sentir rechazo. Ella no sabía muy bien cómo definirlo; quizá, si hubiera
podido, lo habría descrito como un ser asustado y falto de cariño. Era de
esperarse, acaba de perder a su madre, reflexionó Julia, y aceptó.
Hernán
subió con Julia a la camioneta y la llevaron a casa.
Diego y Julia
Si Diego llegó a enamorarse alguna
vez lo hizo en secreto y buscando salir de ese estado lo más pronto posible. La
gente se recupera de las pérdidas secretas de diversas formas. Él prefería la
catarsis disfrazada. El alcohol, la música y más mujeres solían ser el remedio
más efectivo.
Así había empezado su
historia con Julia. Una semana de noches locas con clientes poderosos en que
ella había sido el regalo en reconocimiento a su eficiencia. Diego había sido
un excelente estratega toda su vida, un verdadero experto en seguridad
personal. Ninguno de sus clientes había perdido la vida mientras los protegía
su empresa. Mató muchas veces a tiempo. Supo negociar rápido y también huir
sin despertar sospechas. El peligro le había dado temple para todo.
Se concentraba tanto en
salvar la vida de otros que se olvidaba de la suya. Quizá por eso estaba solo.
Pasaba de los sesenta. Con el paso de los años fue adaptando su rutina a los
cambios en su organismo. A su hablar pausado. Había comprendido al fin que si
decía las cosas más despacio podía pensarlas más. Se había convertido en un
hombre que podía ayunar sin sufrimiento hasta encontrar lo
que deseaba y sólo tomaba las porciones que podía digerir.
—
¿Por qué no lo denuncias?, le preguntó Diego una noche a Julia.
Julia
descubría fibras de su cuerpo que sólo Diego sabía despertar. Generaba en ella
un tren de imágenes que le mostraban una vida diferente. El olvido de su
historia era una tregua a la angustia perpetua en la que estaba hundida.
Empezaba a hacerse fuerte sin que ella misma lo advirtiera.
—
¿A quién?
—
A Tulio.
Eran
dos seres que habían encontrado alivio estando juntos. Los lazos de sus
respectivas vidas, sus motivos y circunstancias, los habían llevado a ese
lugar y no a otro: Julia sobre Diego. Con los ojos cerrados, completamente
abstraídos del mundo. Él, un hombre cuarenta años mayor, moviéndose lentamente
para ella, aferrado a sus pequeños senos.
—
Es imposible —contestó Julia.
Diego
entendía a qué se refería y no insistió demasiado. Sabía que todos nacemos insertos
en un relato que nos antecede y que la mayoría de las veces solo podemos
actuar dentro de sus límites. Él mismo no sabía cómo ayudarla a salir de esas
murallas o lo que eso significaría. Encontraba consuelo sabiendo que todos
somos rehenes de alguien y que soltarse nunca era fácil.
Esa noche Diego dejó a Julia
mirar cómo se apagaba la ciudad desde el balcón. La grandeza de lo que
abarcaban sus ojos la emocionó. Se acordó de las tierras que se extendían enormes
hasta donde llegaba su vista, allá en su casa. Julia trataba de disfrutar esa
sensación, con el deseo intenso de identificar alguna oportunidad que la
mantuviera con vida y le permitiera regresar. Ambos, independientemente de si
había amor o no, intuían que haberse conocido no era ningún azar y que algún
día encontrarían el motivo.
Diego
sabía que algunos hilos son más fuertes que otros porque están más cerca de
nuestros anhelos y que a veces lograban inspirarnos el deseo de cambiar
nuestra realidad.
Un
deseo genuino de encontrar sentido. Pero sabía que a menudo nos topábamos con
disociaciones insalvables, capaces de crear la sonrisa socarrona de otros ante
nuestra incongruencia. Él, mientras la veía a través del cristal, se
preguntaba qué buscaba despertar en Julia. Diego intuía algo perverso en sus
motivaciones más profundas, algo que al mirarlo de frente podría provocar
infinito desasosiego, pero no quería detener ese impulso. 69
Subversivo
—
Allá afuera hay más cosas de las que puedes imaginar, Julia.
Eso le dijo Diego dos años después de
conocerse. Había velado su sueño como en muchas otras ocasiones. Notaba que
habían aparecido nuevas pesadillas en Julia, que estas se hacían más
peligrosas y que ella a duras penas las contenía con la armadura terrible de la
conciencia. Durante una de ellas seguramente Julia había revivido alguna
escena violenta, porque se llevó las manos al cuello.
Había perdido la oportunidad de escribirse a sí
misma. El deseo de escapar abría un mundo lleno de posibilidades al estar
cerca de Diego. A veces hablaba dormida tratando de convencerse de que todo
estaría bien. Apaciguaba su ira.
Julia abrió los ojos con desesperación, como
esperando que al despertar acabara su pesadilla, como quien sale por fin a la
superficie tras casi morir ahogado. Una urgencia por definirse nuevamente.
Dejar de engañarse es un acto subversivo, le
dijo aquella noche Diego. Julia le preguntó qué significaba esa última palabra.
Él le explicó, pero la definición le pareció tan ajena a sus circunstancias,
tan distante, que sintió que nunca la alcanzaría. Ahora la subversión habitaba
en ella y la prueba era un cuerpo adormecido que sólo reaccionaba para decirle
con dolor que estaba herido.
Después de un
tiempo eterno entre la conciencia y la inconsciencia, los orines y la sangre
seca, ya no podía soportar la idea de estar amarrada. Quería irse. Ojalá
tuviera la certeza de haber dado muerte a Tulio.
De pronto sintió que ella ya no era ella sino
una llaga abierta desde adentro que no dejaba de supurar por cada uno de sus
poros. Si la esperanza no encuentra circunstancias favorables abandona el
cuerpo, y arrecia el vacío, había dicho Diego alguna vez. Julia pensaba en él.
® Walter Jay.
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