IVÁN MEDINA CASTRO
La visita
¿Había
llegado demasiado tarde y la
muerte
había entrado antes que yo?
Bram Stoker
¡Denn die Todten reiten schnell!
(Los
muertos viajan de prisa)
Gottfried
August Bürger
Todo aconteció una
hora después de meterse en el lecho. Era apenas la medianoche. Frau
Labuhn dio vueltas en la cama y de un sobresalto se despertó en medio de un
clamor: ¡Walpurgis Nacht! Se levantó,
encendió la lámpara y paseó por el vestidor. Al poco tiempo volvió a acostarse,
pero nada, no podía conciliar el sueño. Ivica rompió el silencio e insistía en
lo dicho como si hubiera habido alusiones fundadas de que
ella tenía razón.
-Gordo, gordo… despierta -hay algo funesto
en la casa, lo puedo sentir.
-¡Basta mujer! -la falta de sueño te está
afectando -regresa a dormir.
-No, no… –replicó bastante agitada. -Ve
pronto a ver qué sucede en la alcoba de los niños.
Mientras herr Labuhn calzaba sus pantuflas
y unía los cordones de la bata, le pareció distinguir a través de la ventana un
punto titilante como una gran hoguera en la cima del monte Hartz, pero la
tormenta de nieve hacía a la noche impenetrable, así que no prestó atención y
volteó hacia Ivica.
Ivica permanecía sentada y su semblante era
pálido, similar al de un mausoleo, sudaba gruesas gotas y no paraba de mirar a
todos lados como si quisiera evidenciar la presencia de un fantasma tremebundo.
Ella siempre había sufrido de pesadillas, y aún con mayor frecuencia desde su
ingreso al grupo espiritista, pero nunca la había visto así de perpleja.
Antes de salir de la habitación, herr
Labuhn se acercó a ella para tranquilizarla, la pobre temblaba por completo.
-No te aflijas mujer, no hay quimera a qué
temer.
-Nada asusta más que aquello que se
desconoce, sin embargo, nos mira y nos vigila –replicó con una intensidad
ominosa capaz de transmitirla a los poros.
Cuando seguro estaba que
reinaba la armonía, una vez confirmado el reposo de los pequeños, resuelto se
dirigió a apaciguar a su mujer y en ese momento se oyó un rumor de pasos
precipitados que obligó a herr Labuhn a regresar a la habitación de los niños.
Volteó con rapidez y se dirigió hacia el otro lado del salón. A algunos pasos
antes de llegar a la recámara de los niños le pareció ver una oscura silueta
dibujada en el umbral hueco de la puerta; la luz expuesta por la linterna que
sostenía no era más que una línea casi imperceptible. Herr Labuhn pronto se
frotó los ojos tras juzgar haber visto un espectro y aguzando su vista, se
volvió con brusquedad a la derecha y luego a la izquierda para observar lo que
había en el corredor. Convencido de que no había nada en lo absoluto, abrió la
puerta de la estancia y al haber traspuesto el acceso echó una lenta mirada a
través de la habitación, donde se deslizaban las sombras del anochecer cada vez
más lóbregas alrededor de su figura solitaria mientras un rumor de pisadas
informes se alejaban de prisa en las tinieblas.
Sueños de una noche de verano
A nuestros
muertos
-No veo
nada –fue tan sorpresivo-; es inútil hurgar en mis recuerdos, no sé quiénes los
masacraron: el ejército, los narcos, la policía fronteriza o el maligno –sí, el
demonio, pues hasta me pareció oler el azufre mientras dirigía a sus esbirros-.
Una vez iniciada la ráfaga de AR-15 los doce allí reunidos en el páramo salimos
como enjambre en busca de un lugar donde podernos resguardar. El ruido
incesante de ese fusil por vez primera me aterró, pues lo conozco a la
perfección, tan bien como los ronquidos de mi mujer. Cargué ese tipo de arma
durante mi participación con la guerrilla hasta que la entregué el día de la
firma del armisticio. Yo me salvé de pura suerte. Ahí mismo donde estaba en
cuclillas quedé parapetado haciéndome pequeño junto al cuerpo agujereado de
Camilo que me procuró en todo momento protección. Inerte, con los ojos bien
cerrados, conteniendo hasta el maldito soplo mientras borbotones de sangre
anegaban mi cuerpo. De pronto, el eco macabro del griterío se deslizó hasta
perderse en el río que divide la frontera y la balacera desapareció, únicamente
los perros continuaron con sus aullidos lamentando la tragedia con un gemido
largo y desesperado. Abrí los ojos y de soslayo con un repaso acelerado y
suspicaz miré hacia donde creí procedía el terror. No enfoqué nada en concreto,
únicamente un mar de polvo azulado que terminó por cegarme, lo que bastó para
sumirme en un ensueño taciturno y perenne.
El Coco
Duerme, duerme, niño lindo,
que viene el Coco…
Anton Chéjov
Entré
entusiasmado para gozar de mi primer espectáculo circense como todos aquellos
chavalos sonrientes y bulliciosos. Fascinado ante aquella novedad de exquisita
luz, tenue y multicolor, entre animales salvajes y valientes trapecistas dando
maromas mortales por los aires al verse seducidos ante la comparsa de aplausos.
Impetuoso. Mis ojos especulativos se clavaron en el payaso cuando el telón
principal se corrió tan despacio como sólo él sabe hacerlo. Quedé estupefacto,
sin aliento, con el semblante completamente pálido, mis padres preocupados
trataron de darme ánimo al explicarme las funciones graciosas e inofensivas de
aquel artista. No quería escuchar o quizá simplemente no escuchaba. Al
incrementarse mi conmoción, al sentir próxima la presencia de ese bufón con
risa mezquina, comencé a tiritar hasta quebrar la frágil vara del algodón de
azúcar que sostenía con firmeza por mi mano izquierda, al saber mis dedos
libres, ceñí con fuerza la suave muñeca de mamá y me desvanecí sobre la butaca.
Al llegar a casa, sin resistencia física, volví a aquel cuarto tapizado con
cientos de rostros maléficos de arlequines desquiciados, a la sala obscura de
mis pesadillas pueriles, a la habitación donde cada noche de función se me
hacía morir con el preámbulo del tétrico rechinar de las bisagras del closet,
un crujir cambiante toda vez que las pequeñas puertas opacas ceden hasta
encontrarse abiertas, y el guiñol, salido de la penumbra avanza con una
delicada morbosidad hacia mi pequeña cama infantil, grávida de suplicios, como
otras tantas veces lo ha hecho.
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