I. Alondras que mueren
deslumbradas
El cazador sabe el truco para apresar a las alondras:
cubre una pequeña esfera con espejos y la sostiene
de la rama más alta de un árbol. Cuando la luz la toca
la esfera es una flor de agujas luminosas y somete
la borrosa voluntad, el fuego sutil de las alondras.
Entonces el cazador hace un hábil uso de las redes
Su fina pasión por la luz quiere que mueran
deslumbradas.
Tu breve chispa de eternidad tiene apetito de
sombras.
Escala la fuerza un torbellino entre cálidas cinturas.
Acorta el encuentro de epitafios insensatos. Remoja
el jade limpio de tus ojos. Anochece las hechuras
que el fuego labró en los decisivos escombros de tu
boca.
Sobre el sudario del instante el amor vuelca sus
espumas.
Mañana el fulgor de otra tibieza será la bienvenida.
Mañana otra ciudad de viento moverá nuestras
cenizas.
Un esplendor oscuro bajo el deleite de profanarte
esta noche de cristales de algún fulgor desamparado
sobre la súbita espesura de tu más profunda carne.
La inocencia es el licor que, sorbo a sorbo, embruja
las manos
sin otro ultraje que el más profano silencio de
estrecharte.
Una misma pasión de hervorosos tigres de luz y
mármol
cazando en el fino fermento de la luna una oración
que nos da, grávidos de muerte, su pureza más atroz.
II. Montsalvat
Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,
la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.
Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla
contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.
La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el
alcázar
y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,
junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro
regreso,
rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el
encuentro.
No es la tumba otra nieve que la blanquísima de los templos
donde el cruzado atormentó la esclavitud de su corona
y el dolor descifró una vez la oposición de los espejos.
Es el trovador el que sangra de las muertes la amorosa
de su ermitaño laúd junto al tribunal del forastero.
No hay canción para el amor de provenzales, ni su derrota
sobre el campo de batalla igualará el mármol de sus almas.
Gobernarán la frente, luz de tus anillos, Montsalvat.
¿Existieron las batallas bajo este polvo que se pierde,
donde la tierra es el filamento que respira la furia?
Veo tus pies marcados por el alba de un fuego que me
advierte
la edad terrible del amor que en otros ojos me
conjuga.
Háblame de las armas que se apagaron bajo la nieve,
del número celeste de los perdidos bajo las cúpulas.
Celebra junto a mí el tamaño final de tu desastre.
Amarga en esta boca el diálogo fecundo de tu
sangre.
¿Recuerdas el invierno que esperabas por su luz
austera?
Amarras aquel súbito recuerdo al pasto de las piras
y tu vértigo es un rastro de conquistas, bronce y
estelas
húmedas en el vino meditabundo de tus pupilas.
interiores
Un lóbrego segundo estalla en el resumen de la
piedra.
Las cúspides son secretas, humillado lo que se olvida.
Morir besando la neblina. Nieve apenas. Blancos
atrios,
doce llamas detenidas en el corazón de los años.
III. Sentencia de venablos
Fue sembrada la luz entre los reinos tórridos del alma,
bajo la osamenta desollada del árbol en invierno,
donde la mazada del trueno en el oído no descansa
y un brazo de espuma desentraña bajeles, en el leño
atormentado por el hambre ágil del fuego que se
engarza
sobre un ejército de noches ante el barro de los
muertos.
Sembrada en el pensamiento vegetal que heleniza al
sauce
con la fruición del agua ante el sol numérico del
estanque.
Como un reloj que en busca del tiempo lo quema en
su camino,
el Arquero marcha sobre el polvo delgado de su viaje.
El arte de seguir alude a la inocencia del sentido.
Arrinconado en el clamor de otra floresta, entre el
estanque
y la selva moza de estaciones, un jilguero ha caído:
círculos y sombras mueve mi mano sobre el agua.
Sabe
mi ley beber el reflejo que salta fugaz en las redes.
Sabe mi corazón cantar lo irremplazable, lo más breve.
La encrucijada minuciosa no sospecha al cazador
en el trayecto de las huellas convidadas de contornos.
El amuleto de su máscara que estalla en el arzón
también lleva el perfume coral de los bosques en
responso
y guarda los calibres de su espera, rastros del calor
acodado en la lid de la jauría y en la prez del potro.
Una parvada de ballestas se encamina por estrechos
parajes de limones gayos entre el pecho del invierno.
La aurora da santuarios de aloaria en inflamables cimbras
que el nitro de los cirros encarama a la rosa del cielo.
El corno inaugural desboca a los galgos por la campiña.
Sus mordiscos en la riada de ladridos cargan de aliento
la prodigiosa perturbación de las faunas en huida.
El galope recuña brillos en los flancos, da de lleno
su disparo a la montura del relente.
La presa vive
aunque la ringlera de sangre deja su mosto en las vides.
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