Lorna Contreras
El Alpinista y el Anciano
del Risco (Fragmentos)
Aquí surge una singular historia, de un pueblo llamado Tlahuiltepec el Chico, nombre náhuatl que significa “cerro de luz”. Es muy hermoso
a pesar de ser pequeño, porque está rodeado de varias montañas.
Hace 16 años, nació un joven llamado Ernesto, con mentalidad ágil y curiosa. Tiene dos
hermanos pequeños, de 8 y 10 años, a quienes ama profundamente. Es muy
entregado a sus estudios de nivel preparatoria y gusta por leer de Física Cuántica,
en particular lo referente a la Teoría del Desdoblamiento del Tiempo, del Dr. Jean-Pierre
Garnier Malet, ya que le parece un tema interesante. Su pasión en la vida es
practicar el alpinismo, porque desde
la ventana de su habitación se aprecia una imponente montaña, en particular le
atrae un peligroso risco, desde su cima, se puede observar en toda su magnitud
a Tlahuiltepec el Grande, donde se habla de mayores avances tecnológicos y
científicos. Anhela radicar ahí para continuar con sus estudios profesionales.
Ernesto, en alguna ocasión había tomado algunas clases de
iniciación al alpinismo, únicamente ha llegado
con su maestro y compañeros cerca del risco, donde experimentó un apacible
silencio que lo invadió de serenidad.
Sin embargo, una noche Ernesto tuvo una discusión muy
fuerte con sus padres, quienes sabiendo que su hijo se encontraba en la semana
de exámenes, le dieron una larga lista de tareas para
atender a sus hermanos.
¡No lo haré, no puedo, entiéndanme! ¿Papá?… Entre innumerables
gritos, y sin llegar a ningún acuerdo, cada uno se retiró a su habitación. Ernesto
fastidiado, sintió la imperiosa necesidad de aquel silencio de las montañas. Sin
poder conciliar el sueño, esperó que dieran las cuatro de la madrugada para
levantarse con la firme decisión de escalar aquel risco que tanto lo atraía, juntó
el escaso equipo de alpinismo que poseía, llenó su cantimplora con agua y un
termo con té caliente.
Así que con la oscuridad a sus espaldas, emprendió el camino
a la montaña, con la clara
intención de llegar a la cúspide de ese enigmático risco, costara, lo que
costara.
En su camino se encontraba la riqueza de la flora y fauna
que hay en las altas montañas, la belleza de la extensa biodiversidad y un
águila que volaba por los alrededores que parecía acompañarlo.
Capítulo II
Después de algunas horas de caminata, llegó al pie del
risco, extendió su cuerda y comenzó la escalada. Tardó más tiempo del previsto
en poder llegar hasta la punta, debido a su falta de experiencia. Ernesto, bien
sabía que debía apresurarse, para no ser sorprendido por el anochecer.
Al llegar a la cúspide, lo invadió una sensación de
triunfo, al observar a Tlahuiltepec el Grande, intensamente emocionado, se
humedecieron sus ojos y levantó sus brazos.
Sin embargo, un fuerte viento lo empujó, arrastrándolo hasta el final de un peñasco,
su cuerpo quedo colgado dependiendo solo de una de sus manos. Al ver tan cerca
su posible muerte, el primer pensamiento que pasó por su mente, fue el amor a
sus hermanos. ¿Qué sería de ellos? Hizo un enorme esfuerzo y volvió a afianzarse
de su cuerda, asustado logró incorporarse. Apresuró su descenso con la poca
luz, hasta llegar a la planicie, los dolores en piernas y brazos continuaban. Al
tratar de enrollar la cuerda, se percató que se encontraba atorada casi dos
metros arriba. ―No puede ser esto―
se dijo. Insistió jalándola, pero no
lo consiguió. Ya sorprendido por la oscuridad, su cuerda aparentaba estar atorada
con otra cuerda, así que decidió volver a subir, logró desatorarla de un cable
que parecía la conexión de luz de un aparato eléctrico. ¿Un cable de luz sin
clavija?― Se preguntó, entonces miró que al final de éste, algo se
encontraba enterrado y con su navaja retiró la tierra y hierba que cubría un
objeto, al sacarlo observó que era una antigua radio muy pesada. Era
inverosímil que alguien subiera a la montaña un aparato así, sin existir
electricidad. Sin embargo, bajó la radio consigo.
Prontamente encontró un lugar apropiado para acampar, extendió
la tienda de campaña e hizo una fogata, sacó de la mochila una manta, puso la
radio a un lado, bebió agua de su cantimplora para refrescarse y miró la hora de
su reloj, 8:17 de la noche, cerró sus ojos conciliando el sueño inmediatamente,
debido a su cansancio.
Pasado un tiempo, una intensa luz intermitente lo
despertó ¿A caso ya amaneció? Ernesto
miró nuevamente su reloj que marcaba las 11:50. Creyó que quizá era la luz de
la deslumbrante luna llena. Ernesto desde su tienda, levantó la mirada para
buscar su procedencia. Sin embargo, la luna estaba del lado contrario, al mirar
la luz directamente, Ernesto quedó ciego.
Asustado gritó aterrado, ¡Esto no puede ser, no me puede suceder!
Inmediatamente se refugió en su tienda, se sentó para encoger su cuerpo y
abrazó sus piernas, pensando que quizá su vista regresaría pronto. Pero no fue
así, pasó largo tiempo, su mente lo invadía con pensamientos de temor. Ahora,
no sabía si esa luz intensa continuaba afuera, ni de dónde provenía, tampoco
podría saber la hora que marcaba su reloj. Así que entonces, no podría descender.
Comenzó a culparse a sí mismo. ―Para que vine, yo deseaba tranquilidad y no la encontré.
A los pocos minutos, recordó la radio, deslizó su mano sobre
la manta, al encontrarla, oprimió varios botones e inesperadamente la radio
captó señal. Ernesto asustado, la soltó de inmediato, ésta sintonizaba una estación
radiofónica que hablaba de sus momentos de enojo, con
tal exactitud, como si el locutor conociera la vida de Ernesto, la radio funcionaba
igual como lo hacen sus pensamientos. ¡Ay no, no deseo escuchar esto!
así que cambió la estación, se encontró con sus momentos de tristeza, pasando por
los de rencor hasta los de venganza. ¡No, no!, buscaré la estación de los
momentos felices. De pronto la radio dejó de funcionar, y comenzó a escuchar
pisadas, cubrió la radio con su manta. Aterrado porque las pisadas se
escuchaban más cerca, el corazón de Ernesto palpitaba fuertemente y gritó para
preguntar: ―¡¿QUIÉN ANDA AHÍ?!
―Soy yo, se
escuchó una voz dulce, como la de un anciano.
―Lamento
haberlo espantado, vengo solo, me quedé dormido, al despertar, encontré que había
anochecido, mi vista es débil, aún con mi lámpara no alcanzo a ver bien mis
pasos, así que sólo podré regresar hasta el amanecer.
―¿Sabe? tengo
frío. ¿Tendrá una bebida caliente por favor? Ernesto se tranquilizó, quedando
impactado por el tono tan amable y lleno de serenidad del anciano. ―No es mi
intensión incomodarlo―
Ernesto lo invitó a entrar a su
tienda, pase, pase señor.
Buscó su termo con manos torpes, el anciano se dio cuenta
que ese joven no veía, ya que la luz de su lámpara era suficiente para que
Ernesto pudiera ver lo que estaba haciendo, el anciano guardó sus comentarios
al respecto, usando su sabia prudencia.
Al verter el té, Ernesto lo derramó sobre su mano, disimuló
el ardor. Carecía de confianza para confesarle al anciano que se encontraba
ciego. Estiró su mano mojada y de forma insegura para darle al anciano el té, desde
luego lo hizo en dirección equivocada,
el anciano continuó en uso de su sabia prudencia.
―Gracias,
joven, caminando vi la luz de tu
fogata y a ti que estás solo, por eso me acerqué.
―Entiendo
señor, puede quedarse hasta el amanecer.
―Muchas gracias
joven. ¿De dónde vienes?
―Vengo del
pueblo de Tlahuiltepec el Chico.
―¿Qué haces
aquí solo hijo?
―Vengo del
pueblo de Tlahuiltepec el Grande, queda del otro lado de este hermoso risco.
―Sí señor, lo
sé.
―De joven
viví en Tlahultepec el Chico.
Ernesto emocionado le comentó al anciano:
―Cuando termine
mi preparatoria, viviré en Tlahuiltepec el Grande, para convertirme en científico.
―Eso es maravilloso, allá encontrarás
avances inimaginables.
―Eso deseo,
señor.
―Eres muy
valiente en venir hasta aquí solo.
Ernesto sintió un poco de confianza y comentó:
―Verá señor, realmente
me salí de mi casa, discutí con mis padres, sentí la necesidad de este pacífico
silencio que he experimentado en mis prácticas de alpinismo, sé que encontraré
las respuestas que busco para aclarar mi mente, además de disfrutar de la hermosa
biodiversidad de las altas montañas.
―¿Sabes? A mí también me
gusta el alpinismo, a tu edad, también lo practiqué. Mira, con los años que
tengo de experiencia, comprendí varias cosas…
Pienso
que los seres humanos subimos la montaña, que representaría nuestro trayecto
por la vida, con dos piedras.
Una
de ellas es el engaño a sí mismo. Si seguramente me llamará, o me dirá, no sé, cualquier cosa.
La
otra piedra, es desear que las personas que nos rodean, deben pensar o hacer lo
que nosotros queremos. Y eso apreciado joven, tampoco será posible.
Ernesto
bajó su cabeza al mismo tiempo que asentaba afirmativamente de manera reflexiva,
al escuchar las palabras del sabio anciano.
Todo
esto, lo hizo olvidar su soledad, ambos disfrutaron su grata compañía.
Entre
risas y anécdotas, conversaron intensamente hasta
el amanecer.
Capítulo IV
Ernesto
permanecía con su ceguera, sin percatarse de los primeros rayos del sol.
―Ya me tengo que ir, ¿sabes
por dónde debes descender?
―Sí
señor, lo sé.
―Muy bien, te ayudaré a
levantar tus cosas.
―Qué amable es, gracias,
señor.
Ernesto
continuó la plática con una pregunta: ¿Señor, y usted por qué vino hasta aquí?
―Verás, hace ya varios años
extravié una radio cerca de este lugar, no recuerdo el lugar exacto. Así que
vengo a con frecuencia a buscarla.
Ernesto
sorprendido, mencionó al anciano: ―Yo
encontré una radio enterrada en el
risco, si esta es la que busca, se la devuelvo.
Al
mirarla, el anciano se alegró mucho. ―¡Si
es la misma, es la que yo perdí! ¡Muchas gracias! Significa tanto para mí. Yo
he construido para este radio una pila seca similar a la que te muestro en la
fotografía, ésta fue fabricada en el año 1840, por los fabricantes de instrumentos
Watkin y Hill. ¿Sabes? esta pila, actualmente se encuentra en el Laboratorio de
Clarendon de la Universidad de Oxford en Canadá, lleva funcionando 175 años, ininterrumpidamente.
Nuevamente, te doy las gracias hijo.
―Ah,
con razón capto señal.
―Me
despido, te agradezco tu amable hospitalidad, regresemos a nuestros respectivos
pueblos querido amigo. Espero que
regreses con bien a tu casa, desciende con mucho cuidado.
―Descuide buen hombre, así
lo haré.
Conforme
el anciano se alejaba, Ernesto poco a poco recuperaba su vista. ―¡Por fin, que alegría,
ahora ya podré descender con seguridad!
―¡Ea!, un momento, conversé
toda la noche con el anciano y jamás le pregunté su nombre. ¡Oiga, espere señor!
estuve conversado con usted toda la noche. Por favor, dígame su nombre.
El
anciano, detuvo su caminar, sin volver su rostro, únicamente levantó su mano para
responder en voz alta: ¡Me llamo Ernesto!
¿Dijo
Ernesto? ¡Ah!
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