INGRID BÁRCENA
Epidemia
Desde el momento en que lo conocí se apoderó de mí esa ingenua
epidemia: comencé a soñar con hijos y una casa con jardín.
No crean que emocionarme con las canciones con letras llenas de romance
significara motivo de gracia alguno, el hecho había llegado a preocuparme. Me
percaté de que, poco a poco, la situación se agravaba. Hasta conseguí escribir
la palabra “amor” sin que ello me produjera rechazo.
Los domingos a la tarde me daba por recitar poesía.
Almorzaba con líneas de Antonio Machado en la boca.
Los versos del capitán de Neruda me acosaban los días de
lluvia.
Al lavarme los dientes, me brotaba un Romancero Gitano del
estómago.
Solía encontrar a poeta como Benedetti, desparramados en mi cama
con una naturalidad indignante.
De pronto, bailar con la ropa tendida se había convertido en una experiencia
semanal.
Las camisas flameaban entre giros y se liberaban de sus broches de
madera, hasta yacer revolcadas por el suelo.
Mis vecinos estaban turbados.
La señora del perro raro tironeaba la correa con nerviosismo por
creerme un espécimen peligroso.
No había duda, me había convertido en un ser enamorado con seria propensión a
los adornos de cristal y a las flores de plástico.
Empezaban a dibujarse en mi mente corazones y toda suerte de
elementos primaverales.
Sin embargo, yo había sido precavido. En ese caso, les había
dejado a mis amigos claras instrucciones de envenenamiento.
Por eso, cuando él se acercó con la taza de té no tuve dudas. Lo
que no supuse es que se la bebería él mismo, después de confesarme entre
sollozos que era demasiado tarde, que ya me amaba.
Memorándum
Hace un año murió mi yo.
De
vez en cuando lo recuerdo a solas, bebiendo café, sonriendo mientras lo llevaba
a todos lados.
En
ocasiones es inevitable añorarlo, pero admito que andar sin mí es
reconfortante. Es contradictorio.
Y no
es un acto de presunción el anunciar que visto y acaricio una piel que se ha
exiliado de sí misma, como quien se pronuncia orgulloso de haberse dejado
atrás.
Me
invade la melancolía de la risa antigua, del antiguo sonido de mis pasos
descalzos y de aquellos ojos, ya no estos, que miraban el mundo sin pesadillas.
Era
un yo algo atropellado, torpe, celoso e impredecible, pero sabía volar con todo
el cuerpo. A veces me pregunto si encontraré otro parecido.
No
es que el que me habita ahora me parezca despreciable, lo que ocurre es que el
otro había compartido conmigo los juegos de la infancia y echo en falta sus
aromas y sus bromas.
Era
un yo más gozoso que se estremecía con facilidad; este es sensato y lo calcula
todo, como un gran matemático de las caricias.
Hoy
me he despertado añorando al yo que se desnudaba sin hacer preguntas.
El
mismo que esa última tarde apretó los dientes y se dejó ir.
Arrancado del día, escondido en las sombras
de tu infancia,
inventabas Quijotes.
Y la máquina de matar hormigas
devoraba.
Por entonces, Oliveira ya era un
polizón en tus uñitas.
Mientras buscabas un cielo de tiza:
la Maga guardó cuidadosamente tus
dientes de niño.
Un cronopio te rescataría luego de esa
ternura de barrio
e irías con él a habitar ausencias.
Años después,
el hombre cejijunto que anidaba en tus
entrañas
gritaba tu desolación.
La prisión del reloj,
esa continuidad de los parques
asesinos.
Y ahora somos la conspiración del
olvido
que tu cíclope ha desbaratado para
siempre.
Rojo
Me acaricia. Una suavidad exquisita desata mi
piel. Me refugio allí, mi boca se agita. Las palabras callan, al fin se callan.
Sólo se escucha un rugido de tripas sobre la cama deshecha. El dolor viaja
hacia un continente que no existe, lleva su maleta cargada de domingos. Me
pierdo en su perfume. Dejo que me invada, que mastique mi soledad hasta
desnudarme entera. El deseo me estruja de dientes el alma y la risa rebota
contra las paredes quietas. Mis manos juegan sobre su espalda y descubro a esa
mujer que no ha muerto. El sudor tiñe de sábanas la espera; se escuchan sonidos
guturales que festejan el cuerpo. Mientras tanto, afuera la sombra deviene
silencio. Aquí mi boca recorre esta dulzura nueva, acepta gozosa la invitación
al otro. Sus brazos comprimen mis miedos; una nariz aspira mi nuca y se abre
paso por mi pelo. Esta penumbra está llena de caricias: no sé de dónde vienen,
desfilan en secreto por mi cuerpo. Un ahora pequeñito combate con la lengua los
cadáveres del tiempo. Sin querer, me quedo dormida y amanece. Un barrilete rojo
me sueña dentro.
®Ingrid Bárcena
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