INÉS RÉCAMIER
La Obra
Primer acto
La descarga despertó a la familia. El hijo de dieciséis años corrió a
buscar a su padre y lo encontró muerto, en el piso del cuarto de baño. La pistola
yacía a un lado sobre un charco de sangre. Era de madrugada, el día apenas
alumbraba la habitación. Tomás levantó con cuidado al padre y lo abrazó en su
regazo. Lloraba.
Tercera llamada
Volvieron las lágrimas cuesta arriba hasta encontrarse con los ojos del
hijo, que levantó de su regazo al padre para depositarlo en el suelo
nuevamente. Luego salió del cuarto de baño y cerró la puerta. La sangre
derramada retornó con premura al cuerpo del padre y la munición reingresó en el
arma. El sol escapó al alba y la noche volvió. La pistola voló a las manos del
hombre, quien se irguió rápidamente encañonando el arma a su cabeza y
contemplando, detenido, su propia imagen estropeada bajo el escrutinio de un
espejo inclemente; líneas sepultadas alrededor de una mirada agonizante, y
surcos acentuados en la expresión dolorosa, ya casi ultimada.
Los minutos anduvieron hacia atrás. El hombre se dirigió al estudio.
Guardó el arma en la gaveta y puso llave al cajón. Se recostó en el sillón de
piel, junto al escritorio de nogal, y cerró los ojos por un momento. “Soy un
viejo” se repitió insistente, “soy un viejo y he malgastado mi vida”. Fijó la
vista en el techado: la madera se transformó en una pasta sucia de yeso, las
paredes de la habitación se hicieron desiguales, el mármol en el piso trasmutó
a pavimento. Con las fachadas desaparecieron los costosos objetos que
esplendían ese cuarto: la lámpara Swarovsky, el escritorio, la gaveta y, claro
está, el fastuoso sillón de piel. Los costos de la remodelación, ocultos en sobres
color naranja, salieron disparados incorporándose con otros números de otras
cuentas. Otras deudas.
Segunda llamada
La primavera dejó de ser. Desertaron los aguijones porque las flores
revirtieron a capullo. Se congelaron las plantas. El herbaje se manchó,
desteñido. Las aves acallaron su canto. El invierno regresó. Uno de estos días
el hombre perdió su trabajo.
Vino el otoño. Los surcos en el rostro del hombre se disiparon, su
complexión recobró el ánimo, la mirada cobró expresión. Caminaba de la mano de
su esposa, como cada mañana antes de que él saliera a trabajar.
Al hombre le gustaba su trabajo.
Verano… Primavera… Invierno… Doce campanadas dieron marcha atrás. La
cocina se alistaba para recibir al año nuevo; tintinaron los hielos servidos en
las copas de cristal y las bandejas cargaron cantidad de bocadillos. El
alborozo en la música entorpecía las conversaciones despreocupadas entre
decenas de invitados.
El hombre y su mujer celebraban.
Primera llamada
Otro otoño. El hombre se recuesta en el lecho que comparte con su esposa
y piensa "no he cumplido cuarenta y ya tengo el mundo a mis pies”. Entra
el hijo a saludarlo. El padre le promete llevarlo a esquiar el próximo
invierno. Tomás sonríe.
Más números, más cuentas, más deudas.
Falta poco para que el día le parezca de noche y la noche...
Empieza la obra
…entonces el disparo despertó a la familia.
Un Secreto Bien Guardado
El teléfono timbró casi a la media noche, en un
sombrío siete de octubre. Mi suegra, Alma, anunciaba enérgica: "A Nicolás
le dio un infarto; mañana nos vamos por él".
Nicolás, mi suegro, fue un apasionado de la literatura
cuando residía en la ciudad, disponía de una biblioteca muy grande: estantes
repletos con historias de vampiros y cuentos alucinantes; novelas de culto,
obscuras y enigmáticas. Hacía tres años que vivía en una casona vieja, cerca de
un monasterio al occidente de la ciudad de Burgos. Por las tardes, cuando
volvía del trabajo, encendía la chimenea y reposaba pensativo en el sillón
reclinable, al centro de la sala principal. Nadie sabe qué tantas nociones le
ensimismaban.
Una mañana de invierno, comíamos con la familia cuando Nicolás preguntó
a cada uno de sus hijos si les habría prestado algún libro. Las novelas
desaparecían gradualmente. Mi esposo Francisco y yo, recordamos a Alma
guardando bolsas de basura en la parte trasera de su auto.
“No necesito ayuda, esta vieja puede sola”, exclamó cuando nos acercamos
para asistirla con los paquetes que arrastraba jadeante hasta el coche.
Ni mi esposo ni yo mencionamos lo sucedido.
Tiempo después, Nicolás relataba: “Descubrí a Alma
metiendo bolsas de basura en la cajuela del coche. ¡Bolsas atiborradas con mis
libros!”.
Ella sacaba uno cada día, y una vez al mes los
arrojaba en el terreno vacío que estaba a pocas cuadras: “¡Se acabaron las
herejías y los vampiros!”, la escuchamos gritar, enfurecida. “¡De aquí en
adelante, no más perversión en mi casa!”.
Mi esposo y su madre viajaron para traer el cuerpo;
tardaron más de dos semanas en volver. La noche que aterrizaron, pidió que nos
reuniéramos en el velatorio: sus hijos, nueras y yernos. Francisco y yo nos
adelantamos para recibir el cadáver e identificarlo. Llegamos al lugar casi a
media noche; había poca gente. Un hombre nos guió hasta el cuarto donde la caja
aguardaba. Mi esposo levantó despacio la cubierta y dio un paso atrás. Nicolás
vestía un traje negro, el cuello de su camisa no estaba abotonado y se
levantaba. Sus ojos azules contrastaban más que nunca con el color sin vida de
la piel embalsamada y maquillada -por demás-, para contrarrestar los estragos
de la autopsia. El cabello, relamido, se percibía gomoso y estirado. Pero lo
más impresionante eran los colmillos, que asomaban atrevidos por encima del
labio inferior.
A espaldas, Alma, oculta detrás de una columna,
rezaba...
En el nombre de San Cipriano y
por la potestad de los espíritus superiores, absuelvo el cuerpo para que sea
libertado de todos los malos hechizos, encantos y sortilegios... En el
nombre de San Cipriano y por la potestad de los espíritus superiores... En el
nombre de San Cipriano...*
Advertí, entonces, la mueca consternada en el
semblante de mi suegro.
® Inés Récamier.
Muchas gracias por esta nueva entrevista. Quedé muy contenta. ¡Gran programa!
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